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CRÍTICA

Once Upon a Time in Hollywood: Los sueños y pesadillas de Tarantino

Juan Ramón V. Mora

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Once Upon a Time in Hollywood: Los sueños y pesadillas de Tarantino
Once Upon a Time in Hollywood: Los sueños y pesadillas de Tarantino

Casi tres décadas después de poner de moda entre los periodistas el término «enfant terrible», Quentin Tarantino presenta su obra más reciente: lo mejor que ha hecho desde Pulp Fiction. Once Upon a Time in Hollywood nos deja la satisfacción de una ficción urdida con alta maestría, varias carcajadas y una reflexión sobre ese cisma entre apariencia y  verdad, nostalgia e historia.

Los Ángeles no sólo produce mitologías; su propia escala es mítica también. (Ya el gran Kenneth Anger la calificó de “Babilonia”.) El placer y las fantasías que inocula a millones de personas proyectan una larga sombra de crímenes y bajezas que suelen ocupar espacios en la prensa desde principios del siglo pasado. De entre la enorme cantidad de historias truculentas que tienen a Hollywood por escenario, Tarantino eligió la que más ha marcado el imaginario colectivo. Es sabido que en 1969, estimulado por litros de LSD y una atmósfera de apocalípsis, un brote de psicosis colectiva se llevó la vida de varias personas, entre ellas la de Sharon Tate y su hijo nonato.

Once Upon a Time in Hollywood parece un compendio de todo lo que Tarantino ha querido articular con su carrera. La diferencia con sus esfuerzos anteriores es que, a pesar de su caudaloso talento, hasta ahora acumuló la suficiente gravedad artística. La autocomplacencia, rasgo de estilo, a veces alcanza el grado de reflexión.

Con un sosiego cercano a Paul Thomas Anderson, la historia presenta un par de días en la vida de dos personajes imaginarios: Rick Dalton (Di Caprio, excelente) y su doble de acción Cliff Booth (Pitt, envejeciendo con mucha dignidad). El tema del doble sugiere un juego de reflejos a la manera de La Dama de Shanghái, acto de magia al que Tarantino ofrece siempre sus mejores esfuerzos. En esta película el laberinto referencial desdobla un babel de espejismos que se extiende a lo lejos.

Después de anécdotas, flashbacks, carcajadas, peripecias y automovilismo (ocupa un lugar prominente en este mundo), desembocamos en el evento final. Hasta ese momento algunos espectadores mórbidos habrán podido soslayar el desconcierto que les produjo ver una comedia suave cuando anticipaban un festín de sadism, porque conocen lo que sucedió en Cielo Drive en 1969. Entonces el director retuerce la expectativa con una pirueta inolvidable y presenta la masacre de los perpetradores, haciendo otro eco delirante con su propia obra. No lo justifica con los actos que suceden en pantalla, sino en la enciclopedia compartida, igual que en el flashback donde Rick Dalton fríe a una banda de nazis sólo porque son nazis. Así, la cinta termina malabareando qué tan gratuita puede ser la ultra violencia marca Tarantino. Yo me reí mucho.

Esto es un desafío a los críticos de la violencia en los medios y un ataque no muy velado a cierta fauna común en nuestros días, acostumbrada a proyectar su ira ciega cobijados por la turbamulta. También es una gran broma y la consumación de una venganza colectiva. Todos los que aman al cine y sus historias quisieran que Rick Dalton existiera y hubiera entrado por las puertas del firmamento hacia los brazos de una Sharon Tate que siguiera siendo la encarnación del sueño, una aparición etérea y semi-divina, estrella nunca alcanzada por los filos de esta tierra. Un final feliz a la usanza clásica. Pero las cosas, como sabemos, son más complicadas.

Once Upon a Time in Hollywood se inscribe dentro de un género tan definido y practicado como el drama de guerra (Inglourious Basterds), el western (The Hateful 8, entre otras), o el neo noir: la cinta de Hollywood sobre Hollywood. Pensemos en las recientes The Neon Demon (NWR, 2016), Hail Caesar! (2016), La La Land (Chazelle, 2016), Maps to the Stars (Cronenberg, 2014), las no tan recientes Adaptation (Jonze, 2002), Mulholland Drive (Lynch, 2001), Barton Fink (Coen, 1991), o la clásica Sunset Boulevard (Wilder, 1950) —sin contar series de calidad variable como BoJack Horseman o Californication. Una verdadera obsesión por mirarse el ombligo desde todos los ángulos imaginables y siempre la tragedia que surge de entre las palmeras, el neón y los nudos carreteros.

Hollywood es una sinécdoque del cine en sí, que quizá esté muriendo para transformarse en algo más. El cine nos enseñó una oportunidad de extender la plenitud de la vida a través de la imagen en movimiento. Las pantallas nos muestran un presente perpetuo, siempre igual a sí mismo, siempre joven, siempre bello, un destello de esa eternidad para la que ningún hombre está hecho. Su consecuencia necesaria es el sabor amargo que nos deja el desencanto. La tristeza que arroja evaluar las distancias entre lo imaginado y lo concreto. La pureza de lo que vimos en las salas está lejos de la realidad, banal y violenta. En el cine los sueños y las pesadillas están unidas en un abrazo que sucede fuera del tiempo. Luego, las luces se encienden.

 




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Juan Ramón V. Mora es escritor, editor y crítico de cine. Ganó la categoría de cuento corto en los Premios de Literatura de León 2016 y fue coordinador editorial en las últimas dos ediciones del GIFF.

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