martes. 16.04.2024
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Antes de llorar

Filiberto García

Antes de llorar

Quisieras que todo fuera diferente, que al desnudarte los pechos no se derramaran sobre tu abdomen abultado, que la parte inferior de tu brazo no temblara por toda esa grasa acumulada. Es deprimente que ellos opinen de algo tan privado como son tus carnes prominentes y blandas. Lo ves en la televisión, en la revista que acabas de comprar, en el espectacular que está cerca de tu lugar de trabajo, todos balbuceando con diferentes intenciones para convencerte de que estás en un error.

Llegas a casa y de nuevo observas a tu madre con el pelo despeinado, preparando la comida para tu padre que no vendrá seguramente, te culparás y te culparán. Gorda, gorda, gorda, mil veces gorda, por siempre gorda es tu culpa, es culpa de la gordura lo que pasa, por eso crees merecer los insultos de tus vecinos y hasta los de tu tío el burlesco. Sientes ganas de huir del cuerpo que tienes, correr al paraíso de los gordos, donde deliciosos trozos de malvavisco te aguardan para ser devorados.

La voz dulce y sensualoide de la modelo que anuncia la crema reductiva te distrae, saca a tu pensamiento del vacío en que caes con frecuencia. No puedes evitar ese cosquilleo en la boca del estómago al vislumbrar la posibilidad de ser delgada, atenta, sigues con tu mirada la silueta de la mujer que deja descubierto su abdomen para que aprecies los cuadros marcados a la perfección. A medio comercial vuelve el miedo que se trasforma en pánico, sabes que la última vez no funcionó el método y sólo te quedó una depresión del tamaño de tu hambre; sin embargo, esta vez sí parece sincero el conductor cuando te ofrece la devolución de tu dinero en caso de que el producto no brinde los resultados que buscas.

Respiras hondo mientras la imagen de los aparatos encerrados en tu armario te martiriza. Despegas la vista del televisor con tristeza indescriptible, te preguntas quién podrá salvarte de tu cuerpo. Ves a tu madre y a tu tía Rebeca, ambas con el mismo destino, plagadas de hijos y con el silencio a cuestas, no pueden lanzar reproches porque el pecado añejo del sobrepeso las deja calladas. Quisieras regresar el tiempo para utilizar esa faja reductora, o sellar tu boca para que no entraran todas esas golosinas que comías al salir de la secundaria. Era inevitable la tentación de todas esas papas fritas que se colocaban frente a ti, en cada tienda, en cada esquina.

Caminas hacia tu recámara mientras tocas el horrible suéter de tejido rojo, tiene una delgada hebra al aire que insinúa su posible desintegración. Abres el ropero y ves la ropa que te regalaron tus primas anoréxicas, tu madre la aceptó cuando estabas ausente, les dijo que utilizabas el sauna portátil y que en tres semanas máximo bajarías quince kilos. Tomas con odio todas esas prendas y las arrojas al cesto de la ropa sucia. Las maldices por ser tan diminutas, por recordarte que tu cuerpo es enorme y no cabes por más que aguantes la respiración.

Te recuestas en la cama y sacas de tu diario la fotografía de Isaías, él fue tu amor platónico, nunca te atreviste a decirle que los versos eran para él. Varias veces, mientras regresaban de la escuela juntos, sentías que toda la inseguridad desparecía y cuando estabas a punto de confesarle tu amor, veías tu reflejo en la pintura del automóvil, en los cristales del aparador o no faltaba algún pelado que te gritara adjetivos denigrantes. El cariño de ese alguien se fue convirtiendo en imposible, no es verdad que lo importante sean los sentimientos, te repites frente al espejo.

Cierras tus ojos y escudriñas con tu memoria en ese oscuro sobre oscuro, pero no existe respuesta, no sabes cuándo la rebelión de tu cuerpo se apoderó por completo de ti. Es imposible aceptar las frases comprometidas y colmadas de lástima. Es imposible porque de poco ha servido que se pregone que lo importante son los sentimientos. Eso poco importa cuando una mirada extraña te recorre con insistente morbo y se postra en tu abdomen, en tus piernas gruesas y se muestra indiferente. Una lágrima corre por tu mejilla, te envuelves en la colcha de tu cama, mientras el ruido agitado de la calle se escucha sin descanso.

Entre la tela de la colcha comienzas a repetirte con voz cada vez más alta que no eres una horrible gorda. Marejadas de consejos aturden tus oídos: cuídate porque ese peso no está bien, sería bueno que visitaras al especialista, no te preocupes todos te queremos, si desea el puesto de recepcionista le sugiero que viste una clínica buenísima que está por la calle Reforma. Los diversos consejos son el mismo consejo, pero no los puedes seguir, no los debes seguir, esas voces que te conducen a ese camino que está lleno de agujas. Me pides que guarde silencio con tu índice en los labios y lloras como desde hace dos años para que la sal de tus lágrimas cauterice las heridas evidentes.