viernes. 19.04.2024
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Notas sobre La novela occidental en la primera mitad del siglo pasado

Alejandro García

Notas sobre La novela occidental en la primera mitad del siglo pasado

Empresas artísticas e intelectuales, el desarrollo de las ciencias naturales, muchas de las ramas de la erudición florecieron en estrecha proximidad espacial y temporal con los campos de muerte. Es la estructura y la significación de esta proximidad lo que debemos considerar atentamente. ¿Por qué las tradiciones humanistas y los modelos de conducta resultaron una barrera tan frágil para la bestialidad política?
George Steiner

La educación sentimental de Fréderic es el aprendizaje progresivo de la incompatibilidad entre ambos mundos, entre el arte y el dinero, el amor puro y el amor mercenario.
Pierre Bourdieu

0. Int​roducción

La presente comunicación parte de 4 supuestos. El primero: es útil la noción de campo para entender el fenómeno literario de la primera parte del siglo XX en Europa. Segundo: es útil la reflexión de George Steiner sobre un estado de la cultura a partir de la derrota de Napoleón Bonaparte. Tercero: hay una lectura de la ruptura en torno a la novela del siglo veinte. Cuarto: son palpables, algunas de dominio público, varias características de la novela de este periodo.

1. Campo

Pierre Bourdieu[1] señala el momento de instauración del campo literario en Francia a partir de la publicación de La educación sentimental de Gustavo Flaubert. En esta obra el autor de Madame Bovary no sólo es capaz de abarcar las condiciones de la literatura de la época y de la historia en y desde la ficción, sino que lleva a cabo un ejercicio de labrado de la pieza literaria desde el lenguaje. Esto es, la novela abarca el tiempo histórico inmediato anterior a su publicación, de allí que Flaubert esté sin estar en ella como personaje. Si pudiéramos traicionar un poco la distancia entre mundo real y mundo posible podríamos decir que mientras los personajes de La educación sentimental se mueven por la Francia del siglo XIX, un tal Gustavo Flaubert escribe una novela que se llama La educación sentimental. Se asiste de esta manera a las prácticas que van del arte por el arte, al realismo y a las búsquedas encabezadas por Charles Baudelaire en torno a la denuncia de un mundo que vive sus hipocrecías en un submundo, o de noche o en los burdeles de la periferia. Se presencia también la  transformación del arte como mercancía y la disyuntiva del escritor entre una editorial de amplio impacto y una de alcance restringida, pero que acaso otorgue mayor independencia y posibilidades de experimentación. Si bien ésta es la ruta que camina el autor de Las flores del mal, la escogida por Flaubert no se encuentra muy distante.

El secreto reside en la depuración del estilo, en el trabajo sobre el lenguaje. Ajeno a los requerimientos de la periodicidad en su aspecto útil, Gustave Flaubert concibe la obra como una construcción interna en la que hay calibrar pieza por pieza y ajustarla, es una verdadera defensa del oficio literario, del oficio de escritor. Y al mismo tiempo se forja una tradición de la teoría y del comentario sobre la obra literaria, bien desde la Academia, bien desde los mismos escritores.

No se trata entonces de ignorar las aportaciones de Balzac como secretario de la historia o de Victor Hugo como hombre público de vasta influencia y enorme popularidad, se trata de la coincidencia de varios factores que cumplen una función emancipadora de la literatura con respecto a otras actividades artísticas, culturales y sociales.  

La aportación sin duda es relevante, pues muestra el trabajo de independencia de la literatura con respecto a otras actividades humanas y por lo tanto sus reglas específicas de funcionamiento.

Será Émile Zola,[2]2 quien por su participación en el caso Dreyfus, nos dé la labor del escritor desde un campo literario maduro. Es desde su oficio de escritor, desde su calidad probada, vía misivas, vía artículos periodísticos, que Zola contribuye a revertir un caso juzgado de espionaje. La literatura de esta manera, por su nuevo status, puede ventilar un caso más allá de los juzgados, plantearlo a la opinión pública y hacer patente que Dreyfus es un mero chivo expiatorio que tapa o un error o un espionaje que está a un nivel más elevado dentro del poder militar y político.

Zola es un escritor decimonónico en la factura de sus novelas, su influencia naturalista se sentirá durante buena parte del siglo en regiones como América Latina, pero sin duda contribuirá a la forja de uno de los modelos de escritor del siglo pasado: el comprometido con causas sociales una vez que ha realizado una aportación importante a la actividad que ejerce y no a la inversa. Podríamos decir que allí está el modelo de escritor o, aún más, de intelectual occidental.

Esto se acentúa más en el caso de Marcel Proust. El autor de En busca del tiempo perdido disfruta de un campo ya no sólo instaurado, sino maduro, de una actividad asociada en primera instancia al lenguaje y al estilo, lo que le permite realizar el gran brinco cualitativo de la novela, pero a la vez, contrario a su fama en gran medida estigmatizada de asmático, aristocratizante, frívolo, encerrado en su castillo de pureza, coincide, como Zola, con una  causa como la de Dreyfus.

A partir de entonces el status de escritor, el prestigio, la calidad moral permitirá la fragua de figuras como Jean-Paul Sartre, quien se convierte en verdadero santón de la intelectualidad francesa, al grado de que Boris Vian habrá de humanizarlo nuevamente en La espuma de los días. Lo hará también en sus mejores momentos Simone de Beauvoir en su memorias. Quizá la duda esté en saber si Sartre lo ha hecho desde la literatura o desde la filosofía o más bien dentro de la categoría de intelectual que allana la dificultad de clasificarlo. Si nos atenemos a la cuestión formal, Sartre no es un innovador, si nos atenemos a la cuestión temática, sin duda alguna que sus novelas atraviesan de lado a lado la condición humana.

Quizás el mayor momento de esta línea del papel del escritor se encuentre en la disputa entre Sartre y Albert Camus a propósito de los campos de concentración de la época stalinista. El existencialista puro, Camus, habrá de exigir la crítica sin reservas a la coartación de la libertad, mientras que Sartre habrá de anteponer los fines y justificar los medios.

No es casual que justo a medio siglo el movimiento llamado nouveau roman, encabezado y manifestado por Alain Robbe-Grillet nos retorne a una necesaria pausa en que se anule la historia, una historia que según él estuvo a punto de zozobrar en el maniquísmo del peor exitencialismo.

La condición del escritor sería sencilla si el modelo francés se hubiera impuesto sin mayor problema. La realidad del siglo XX demostró que las dos guerras mundiales y otras muchas guerras arrebataron el espacio a los autores, cambiaron sus puntos de referencia. La guerra misma nos habla de un intelectual francés en resistencia, con un territorio ocupado y con un peligro de totalitarismo mordiendo los talones de la libertad más simple.

Pero si bien el campo literario se independizó y propició búsquedas internas que cambiaran la correlación fondo-forma, se tiene que hablar de interrupciones mucho más brutales. Pensemos en los casos de Thomas Mann, en su exilio a Suiza y a Estados Unidos, pensemos en la huida de Robert Musil a Suiza y en el escape de Hermann Broch a Inglaterra y luego a Estados Unidos. Mann cayó del pedestal heredado desde Goethe, Musil y Broch no sólo perdieron el Imperio, vieron también la humillación de Austria. Pensemos en los escritores españoles asesinados o perseguidos por las huestes de Francisco Franco, pensemos en las voces silenciadas en Portugal durante la dictadura y que sólo hasta años muy recientes nos permiten hablar de lo que sucedió además del noble y audaz proyecto de Fernando Pessoa. Pensemos en los escritores del Danubio y los Balcanes, azorados desde siempre entre los excesos del Imperio Austro-húngaro y los turcos.

Pensemos en los transterrados como Kafka, en los que estuvieran donde estuvieran siempre se sintieron en exilio, en territorio ajeno, en purga de penas sin causa a la vista.

Pensemos en los que sufrieron el olvido y hoy son sólo un nombre y una obra como es el caso de M. Agüev. Pensemos en los proscritos que también llegaron a probar el castigo de la sociedad democrática (Ezra Pound y Louis Ferdinand Céline).

Junto a esto pensemos en el escritor norteamericano. Más discreto con respecto a su papel en la sociedad, con menos peso en las decisiones y mucho más asociados a cuestiones de mercado, más en peligro frente a la industria de la subliteratura y siempre con propuestas que lograron un avance contundente en el campo literario y una diversificación y enriquecimiento del género novelístico. Estados Unidos no sólo recibió obras de artes plásticas que enriquecieron sus museos, también fue refugio de pensadores y artistas y matraz donde se mezclaron las más variadas tendencias literarias.

2. Las pruebas para la cultura

George Steiner propone una reflexión sobre la cultura a partir de 1820. Esto es, a partir de la derrota bonapartista y del despliegue del capitalismo, su desarrollo y su punto de crisis en la disputa por los mercados que lleva a la Primera Guerra Mundial. Steiner habla de un periodo de ennui, de tedio y desengaño,  de vana espera (frente al progreso material evidente, algún día llegará el anuncio de la redención), de rutina y de caída paulatina de los lemas frente a las realidades.

Octavio Paz ha señalado esa fascinación del escritor por los lemas de la modernidad y su rápido repliegue. Aún más, los que se alienan con el orden en la obra suele traicionar al productor en su mensaje y en el mundo construido. Muy temprano el artista se retira del político y del activista, del vendedor de sueños, se dedica entonces a limitar su espacio, a darle fortaleza frente al uso de la actividad contigua o vistosa. Construir el mundo posible de la obra literaria a través de la palabra, acercarse a la realidad ajena a la propaganda y víctima de ella, lo convierte en peligroso, en ocioso con o sin agallas. Entra así lo mismo a cuestionar la realidad visible, a develarla, que a realidades negadas: el interior del hombre, por ejemplo, su insatisfacción y su perplejidad: la guerra exterior de Tolstoi, la Guerra interior de Dostoievski; la precisión del detalle cotidiano de Balzac, el rescate y defenestración del heroísmo en Stendhal, la calca del aburrimiento en Flaubert y su épica sordina que muerde sus textos y se convierte en esa oposición a los vítores de la época: el ennui se había enseñoreado.

Al igual que en otros casos, la literatura del siglo XIX nos muestra esto que Steiner señala. Por ejemplo, cierta crítica marxista, el realismo socialista y sus herederos, salvaba a Balzac por su visión de mundo monárquica y aristocratizante, lo que permitía hacer una crítica severa a las costumbres burguesas, a los recién llegados al poder. Sin embargo, más allá de una crítica ideológica que hoy resulta pobre, en Balzac el trazar los senderos de una serie de personajes fuera de la gran historia, de dibujar las costumbres del entorno, nos señala de nueva cuenta el ennui que impregna a la cultura y a la sociedad entera de la época. ¿Cuándo llegará el cambio a todos los sectores? ¿Cuándo se harán realidades las promesas?

El despertar fue brutal, la larga guerra de 30 años (dice Steiner) o dos guerras con un intervalo que sólo sirvió para afinar la maquinaria bélica. De un lado la Violencia nazi, fascista, nipona, falangista, del otro lado la violencia liberal, la causa justificada por Razones de Estado, por el rescate de la libertad y la violencia en nombre del socialismo, la espera prolongada y el sacrificio en aras de un futuro que nunca se alcanzó. Y podemos agregar la violencia tercermundista, ya a partir del colono, ya a partir de gobiernos títeres, ya a partir de grupos en pugna en un embudo que dio pocas certezas y un holocausto mayor al juzgado en Nuremberg. Y qué decir a la violencia racista, de género, sexual.

La literatura estuvo allí, con sus hombres defendiendo causas y padeciendo y ejerciendo la violencia que sus obras denunciaban. Allí queda la memoria, el testimonio, el documento, casi como en archivo muerto, lista para recibir el nuevo intérprete, el nuevo lector. Está allí el rostro de lo que no quiso ser la humanidad, de lo que no quiso ser el hombre moderno, pero que fue. Está allí el plano de una enorme infraestructura material que no dio felicidad y en muchos momentos ni siquiera existencia al hombre de carne y hueso, de la calle.

3. Lectura de la ruptura

Podemos leer esta ruptura a partir de lo formal en las novelas En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Ulises de James Joyce, Las olas de Virginia Woolf y Los sonámbulos de Hermann Broch, entre 1913 y 1930. Tendríamos que agregar allí al primer John Dos Passos, al de Manhattan Tranfer. Esta línea de composición experimental tiene su mayor reto en El sonido y la furia de William Faulkner en la década de los 30 y acaso su mayor prueba de vigor en el Samuel Beckett de Cómo es. Hablar de una ruptura formal no anula el impacto sobre el tema. En realidad estos autores están transformando el género y llevando a una temática  que aparece como novedosa. El poder del pensamiento y paradójicamente su dilución en el mundo del ruido y de la incomunicación y la infelicidad es algo notorio aún para los lectores de este siglo.

No es menor la aportación de la ruptura con El castillo Franz Kafka, El hombre sin atributos de Robert Musil, El amante de Lady Chatterley de D.H., Lawrence y 1984 de George Orwell. Aquí parece partirse de un producto inverso, en donde las palabras se parecen más al uso de la discursividad decimonónica. No es así. Kafka parte de la realidad, pero la invierte, troca la lógica y encajona al lector a que le busque el significado dentro y afuera del texto. Lawrence se acerca con calma a la sexualidad herida, al cerco sobre los sentidos y sobre el placer, a los impulsos que residen debajo de la piel. Robert Musil hace una crítica rudísima a partir de un lenguaje que nos regresa continuamente, hasta que entendemos que su tono es de burla, de desdén. Orwell nos habla del fin de la libertad, de la vigilancia de los libertarios, del poder omnisciente y ciego sobre el individuo.

Agregaría dentro de estos últimos al gran expulsado de la historia literaria: Louis Ferdinand-Céline con Viaje al fin de la noche, curiosamente rescatado entre nosotros por Juan Carlos Onetti y Mario Vargas Llosa. Céline cumple un papel de provocador, su mensaje no es menos pesimista que el de Orwell, sin embargo se le excluye por motivos de salud de la democracia.

Incluyo también a un escritor en abierta lucha con el contexto, que es el que le brinda la relevancia inmediata, el Alberto Moravia de La romana.

El medio siglo se cierra con lo que considero una novela síntesis: Bajo el volcán de Malcolm Lowry,  en ella encontramos una depurada  estructura y una temática que habla por lo menos de la pérdida del paraíso y de la caída de la naturaleza humana.

La ubicación de la ruptura en la novela del siglo XX está condicionada en gran medida por su cercanía  histórica, por cuestiones políticas, por criterios editoriales y por riñas. Hemos hecho una lectura de la ruptura sobre todo desde perspectivas liberales y marxistas. Hemos hecho una clasificación desde el centro y desde la izquierda. Aún están por aparecer autores y obras que fueron excluidos sin motivo de fondo.

¿Significa lo que aquí digo que hemos de cambiar la lista de autores instauradores de la gran  novela de la primera mitad del XX? No. Lo que se tiene que hacer es regresar a los olvidados, rehacer continuamente la lista, examinar los criterios de selección. Seguramente quedarán ella los mencionados.

¿O no es cierto que sólo hasta años muy recientes se ha dado pleno lugar a Virginia Woolf como instauradora de la novela de ruptura? ¿Sería por ser mujer? ¿Será porque ahora es moda reconocer el género? ¿O no es cierto que en gran medida Musil y Broch están fuera de nuestro catálogo? ¿Acaso por ser judíos? ¿Acaso por escribir en lengua alemana? ¿Acaso porque Borch vivió sus últimos años en los Estados Unidos y cuando conviene se ve esto como filiación al imperialismo? ¿O no es cierto que Kafka ha sido visto muchas veces como un escritor enajenante, escapista y no comprometido? ¿O no es verdad que Orwell fue mucho tiempo víctima de la censura de la izquierda internacional?

En abono de una salida práctica y enriquecedora diré que los cambios en las convenciones de lectura cambian el todo. La experimentación formal incide sobre la forma de abordar un texto de tal manera que agregan un arrojo y un contenido que reside en el lector. De esta manera se entraman el desarrollo formal y el desarrollo temático desde la óptica de quien desarrolla la labor de decodificación. Acaso será un ideal llegar al desocupado lector de Cervantes, entendiendo esto como la necesaria elminación de prejuicios por parte del lector al entrar a una obra.

4. Emergencia de las Literaturas menores

Si bien la gran irrupción de la novela latinoamericana se ubica en los años contiguos a 1960, conviene señalar que es a finales de la década de la 40 que emerge una novela transformada, dialogando con la novela europea y logrando su especifidad. Alejo Carpentier, Agustín Yáñez, Ernesto Sabato, Leopoldo Marechal incorporan la ruptura a la construcción de la obra y se alejan del modelo naturalista. No podemos olvidar al narrador Jorge Luis Borges, quien ya desde los 30 otorga a la literatura latinoamericana una tesitura de primer orden.

Lo anterior no es aislado, la primera parte del siglo XX vio el despertar de las literaturas coloniales, la emergencia de literatura nacionales sólidas en casi todos sus géneros, pero es mucho más conocido su desarrollo en la narrativa.

Al parejo de las búsquedas de escritores, de las luchas por rescatar el campo literario de la maquinaria bélica, de la crítica de que el género estaba en peligro de muerte, la novela recibirá aportaciones lo mismo de Asia, de África y América, aunque la publicación desde los centros culturales (París, Nueva York, Madrid), se dé después de los 50, pero con publicaciones locales en décadas anteriores.

También la novela logró incorporar al género sin adjetivos lo policiaco, la ciencia ficción, lo erótico, el terror neogótico. Finalmente el género se vio enriquecido con los marginales. Habría que perdonar en todo caso si el escritor, como Rimbaud y Baudelaire era un mal portado. Si era de una etnia, opositor, alcohólico, homosexual, traficante, sado-masoquista, habría que examinar la obra. De esta manera no me explico por qué el empecinamiento en marginar a Céline por crímenes de guerra.

 

[1] Las reglas del arte. Génesis y estructura el campo literario, Anagrama, Barcelona, 1995.

[2] Émile Zola, Yo acuso. La verdad en marcha, Tusquets, Barcelona, 1998.