sábado. 20.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

Valer la pena: jornadas para la vida

Alejandro García

Valer la pena: jornadas para la vida

¿Cómo?
¿Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene
    cuerpo, no tiene corazón y
en su hálito de niña pasa o puede pasar
y habla de lo que siempre no habla?
En la boca cuaja el mundo y a la luz
de pasados que Andrea ignora para nunca
su memoria es una casa nueva donde
otros rostros vivirán,
otros amaneceres, otros llantos.
Mejor así.
Todo lo que se hunde ahora, este tiempo que se
    disuelve,   
serán para ellas páginas amarillentas olvidables.
Un día sabrá que existieron como ella misma,
entre lo imaginario y lo real.
¡Ah, vida, qué mañana
cuando termines de escribir!
Juan Gelman[1]

La literatura se ocupa esencial y continuamente de la imagen del hombre, de la conformación y los motivos de la conducta humana. No podemos actuar hoy, ya sea en cuanto críticos o tan sólo en cuanto seres racionales, como si no hubiera ocurrido nada que haya afectado vitalmente a nuestro sentido de la posibilidad humana (...) Lo que ha hecho al hombre, en una época muy reciente, ha afectado a la materia prima del escritor —la suma y la potencialidad del espíritu humano— y oprime su cerebro con unas tinieblas nuevas.
George Steiner[2]

Valer la pena | Juan Gelman

En diciembre de 2001 leí ante Juan Gelman este comentario sobre uno de sus libros. Fue en uno de los salones de la Unidad Académica de Letras, dentro del Festival de Poesía Ramón López Velarde. Forma parte de mi memoria, ciertamente, pero la poesía de Gelman ahora se eleva más fuerte, conforme su autor se aleja. Hasta pronto, Don Juan.

I

Dice Eric A. Havelock que los cuestionamientos de Platón a la épica homérica, consignados en el libro X de La República, no tenían como fin último defenestrar a Homero y a sus obras del sitio en que se encontraban, a la manera de cruel y ciego sepulturero. Los dardos del filósofo iban dirigidos contra un empobrecimiento de la poesía que había sido convertida en mera recitación, en mero calca de ritmos y recursos retóricos, anclados en una sociedad oral que había transitado ya en tiempos del autor de los Diálogos a la comunidad letrada y al ejercicio de la escritura y que por lo mismo exigía cambios de fondo para rebasar la mera mnemotecnia. Platón ataca a la función reproductora a que han sido sometidos los poemas homéricos, a la esclerotización de la palabra, a la miseria del pensamiento en que se le ubica. El hombre debía entonces dar el salto, desperdigar el pensamiento y el lenguaje por las abstracciones, por las ideas y volver enriquecido al mundo material:

Las Formas no eran un antojo personal suyo, ni tampoco lo era la doctrina en que se sustentaban. Anunciaban el advenimiento de un nivel completamente nuevo de discurso que al ir alcanzando la perfección, crearía a su vez un nuevo tipo de  experiencia del mundo: la reflexiva, la científica, la tecnológica, la teológica, la analítica.[3]

Si como afirma Rafaelle Simone vivimos una Tercera Fase a partir de la cibernética y de la explosión de los medios electrónicos de comunicación y las computadoras y padecemos por otro lado de la mano oscura de los amplios tiempos, fanáticos, enconados e irracionales, de los nuevos castigos y los gobernantes ignorantes y esquizofrénicos, del peligro de la nueva recitación en escuelas y en reglamentos, creo que el papel del escritor moderno y contemporáneo ha sido, en justa correspondencia, un poco el equivalente de Platón.

Ante el fracaso del discursos de la Modernidad y de los discursos en ella nacidos y después forjados y autonomizados, ante el fracaso, repito,  en la transformación de la vida, en el logro de la felicidad, ante el involucramiento de los saberes en la persecución del hombre, el poeta tuvo que hacer uso de la palabra, de la memoria, no de la recitación cívica formadora de hombres muertos. El lenguaje y el pensamiento estuvieron con él, para atrapar la vida, para contradecir la historia oficial y reiterar una línea prospectiva del hombre, una caída de las carnicerías y de las guerras, una —a veces débil— esperanza en el futuro, pero sobre todo en la vida plena.

A esta estirpe de poetas, cálidos, serenos, erguidos a pesar de las ruindades de la historia, críticos, amantes del lenguaje transparente que en su transparencia carga corrientes vigorosas, constructor de una poesía de apariencia sencilla, cercana; pero con todos los ingredientes de la conciencia, de la memoria, de las jornadas por la vida, pertenece Don Juan Gelman, y en particular su libro Valer la pena.

II

Los poetas dicen cosas asombrosas, certeras, verificables en la realidad. La primera semana de diciembre, desde la loma donde se encuentra la Escuela de Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas, escuchamos el bramido del viento, sus coletazos a lo largo de la barranca, sus riñas de la cima a la sima, recibimos sus bofetadas y araños con tierra roja y tremebunda. He constatado así, la perenne profecía de López Velarde, al decir que éste es un cielo cruel y una tierra colorada.

Valer la pena es una serie de 136 poemas: memoria, experiencia, profecía; es base de jornadas vitales, fulguraciones de la palabra, llamado a los sentidos, increpación al intelecto, reiteraciones —además— para vivir la vida, a pesar de sus caídas, de sus peligros, de ese reptar de monstruos que amargan el día y los años.

Valer la pena vivir el lenguaje que nos permite analizar el mundo; romper la cárcel imposible del cuerpo, sus yugos, sus huellas en la mente; elevar la experiencia, el dolor, las fugas y apoderarse definitivamente de todo en la palabra, en el verso: “Antes me visitaban lo que perdí/ y el recuerdo de lo que perdí./ Ahora son silencio descifrado/ y ciertas esperanzas han muerto”;[4] 

Entender ese mundo o al menos interrogarlo en sus momentos más íntimos. Hacer las preguntas que no se dieron o que ya no se agotan en la respuesta. La vida nos ha rebasado, mas la palabra pensada y construida la recupera. Es así que el acto intransferible, la mordida fiera, triste, es desdoblada al otro, tumefacto lector:  “Baja la tarde y veo/ la cama donde muriste/ y tu silencio que no se mueve./ ¿Por qué José/ ¿Por qué te llamabas José?”;[5]

Visitar los meandros sospechosos y locos en el fondo de la memoria, los cruces en el claroscuro, los umbrales del sentido y de la razón. La vida es eso, la materialidad, el objeto, pero también su incorporación al sujeto, la luz que se prende en el fondo del pasadizo secreto: “Necesito que la tos sea alegre, pero/ ella viene de la esquina donde/ se cruzan el pasado y la conciencia del pasado”.

Valer la pena repetirse en ese pasado que está y no. La pérdida es irremediable, los muertos están muertos y quizá no resuelte ocioso decir que están bien muertos: el hecho está en la memoria y en la palabra y en el poema, nada más. La ilusión de tenerlo es y no es. La conciencia no nos sume en el llanto pasivo ni en el lamento cíclico, nos torna seres tristes y hermosos a la vez, viriles en el desamparo y ante la injusticia: “Hemos vuelto a tu hijar incesante/ en estos hierros que nunca terminan/ ¿Ya nunca cesarán?/ Ya nunca cesarás de cesar./ Vuelves y vuelves/ y te tengo que explicar que estás muerto”,[6]

Valer la pena  rescatar la voz, la vida de los espacios en constante peligro ante la violencia diaria. Bien sabe a la boca aligerar el peso de la historia en una imagen natural, aunque se encadene a una nueva pregunta: “Los pájaros de Tlalpan cantan y/ caen bombas en Kosovo. Entre/ un sonido y otro los sentimientos/ pierden la nacionalidad. En el café/ que pasó detrás de mí, ¿quién soy?”.[7]

Por qué a veces el peso de la historia es pesadilla inmersa en humor negro: “Los militares llamaban el Vesubio a/ un campo de concentración situado/ a pocos metros de la autopista General Richieri./ Así lo bautizaron por/ la columna de humo negro que/ subía de compañeros mezclados/ con fuego de neumáticos.[8]

En contraste esté el respiro en el tiempo que se detiene, repara y salva, es el oasis, el hálito, la saliva tierna y renovadora, a pesar de la reflexión dura, de la vida arrebatada así  sea a través de los nuestros, de los pasos en naciones adoptadas, del humor negro de los déspotas:  “Tu voz/ interrumpe al mundo/ y le da otra palabra. Ahora gira/ en los silencios del sol. Tiene/ mares y tu idea del mar/ es más bella que el mar. Islas”.[9]

Y está, después de todo de todo un futuro posible y un carril que salva, la poesía: “¡Ah, vida, qué mañana/ cuando termines de escribir![10]

III

Quisiera terminar este pequeño comentario que se nutre del más reciente libro de Don Juan Gelman, agradeciéndole la lectura de este espléndido libro, estas 136 instantáneas para la vida, agradecerle además su presencia en esta su casa, porque su calidad de poeta y su altura ética nos hace menos pequeños a nosotros, que sea este recinto, aunque sea por un momento lo mismo que aquel verso suyo con que abrí estás líneas “su memoria es una casa nueva donde otros rostros vivirán”,[11] y quiero agradecerle también toda su generosa obra con los mismos versos que usted dedicó a Luis Cernuda:

Gracias, compañero Gelman,
gracias por recordarnos la nobleza humana
en este tiempo de desapasión.
Gracias por recordarla con belleza
como sol que entra en una casa vacía.[12]

 

[1] Juan Gelman, Valer la pena, Era, México, 2001, p. 47.

[2] George Steiner, Lenguaje y silencio, Gedisa, Barcelona, 1982, pp. 24-25.

[3] Eric A Havelock, Prefacio a Platón, Visor, Madrid, 1994, p. 245.

[4] Ibid., p. 31.

[5] Ibid., p. 89.

[6] Ibid., p. 117.

[7] Ibid., p. 87.

[8] Ibid., p. 60

[9] Ibid., p. 106.

[10] Ibid., p. 47.

[11] Ibid., p. 47.

[12] Ibid., p. 51.

La versión original dice “Gracias, compañero Cernuda”.