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James Gray y sus epopeyas al corazón de las tinieblas

Fernando Cuevas

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La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016)
James Gray y sus epopeyas al corazón de las tinieblas

Gran realizador neoyorquino que se ha mantenido relativamente fuera del radiar mediático, James Gray (corto Cowboys and Angels, 1991) ganó en el festival de Venecia con Little Odessa (1994), su debut cuando apenas contaba con 25 años. Sin prisa, dirigió La traición (2000), Los dueños de la noche (2007), Amantes (2008) y Sueños de libertad (2013), sólidos dramas que integraban crimen, romance, lealtades familiares y apuntes políticos, entre cuyos repartos la constante fue la presencia de Joaquin Phoenix, hoy convertido en el actor de moda. Pero como lo hiciera Coppola en Apocalipsis ahora (1979) y muchos más, sus dos películas recientes retoman en cierto sentido el clásico texto de Joseph Conrad, cada una representando al mítico Kurtz de diferente forma.

Del Amazonas a Neptuno

En efecto, el director y también escritor coloca a sendos hombres en situaciones de partida hacia destinos inciertos pero inevitables: uno se obsesiona con llegar a una ciudad en medio de la jungla amazónica, después de haber encontrado vestigios en viajes anteriores, y el otro asume la misión de encontrar a su padre en los confines del sistema solar, en donde presumiblemente se encuentra vivo tras muchos años de extravío. Ambos tienen el temple necesario para efectuar los prolongados viajes y parecen estar dispuestos a desaparecer de su vida cotidiana el tiempo que sea necesario, si bien los recuerdos y pensamientos de sus seres cercanos los invaden en momentos de reposo o angustia: o sea, siempre.

Con base en el libro de David Grann, Z. La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), retoma la vida aventurera durante los primeros 25 años del siglo XX del coronel británico Percival Fawcett en busca de reconocimientos (Charlie Hunnam, convencido), enviado primero por la Royal Geographical Society a resolver cartográficamente un conflicto entre la frontera de Brasil y Bolivia, bien apoyado por su colega (Robert Pattinson, resolutivo), y después continuando las expediciones por su cuenta por diferencias con uno de los involucrados, incluso acompañado por su hijo distante al final cercano (Tom Holland), para encontrar esa mítica ciudad con la que se obsesionó y que lo hacía separarse de su esposa (Sienna Miller, estoica) por periodos prolongados.

Por su parte, Ad Astra: Hacia las estrellas (EU, 2019) cuenta la historia en un futuro cercano del eficaz astronauta Roy McBride (Brad Pitt, sensible y controlado a la vez), a quien se le encarga, bajo la vigilancia de un viejo lobo de mar (Donald Sutherland), el proyecto de averiguar qué sucedió con una misión enviada varios años atrás para buscar vida inteligente, encabezada por su padre (Tommy Lee Jones en plan Kurtz espacial), con la que se perdió toda comunicación. El trayecto implicará una parada en la base de la luna y otra en Marte, última instalación humana, en donde empezará a descubrir secretos, y continuará con diversos eventos que pondrán a prueba su estabilidad física y emocional, incluyendo la aparición sorpresiva de unos simios como si estuviera navegando por el río africano de Conrad hacia el encuentro existencial.

El trayecto es el destino

El cine de Gray se caracteriza por el cuidado en el desarrollo de los personajes y en la construcción narrativa pausada, acelerando cuando se debe pero deteniéndose en motivaciones, contextos emocionales y dilemas de difícil resolución. En los dos filmes, los protagonistas se enfrentan a estructuras que les impiden seguir con sus objetivos y, a pesar de ello, buscan continuar con sus planes aludiendo a otras posibilidades y encontrando aliados fuera de las esferas de poder que los intentan coartar. La temática de la paternidad es crucial en las dos películas: qué tanto un padre es responsable de estar cerca de sus hijos y qué tanto de cumplir las trascendentes misiones que se le encargan, sobre todo cuando implican ausencias prolongadas. Y aquí surge la reflexión sobre la contención materna como exigencia socialmente asumida.

Fawcett empezó mostrando su capacidad cazando un venado en situaciones complicadas y aceptó un encargo que en principio parecía intrascendente: pero el Amazonas cual pulmón del mundo, en peligro ahora que no lo cuida el obtuso presidente de Brasil, encanta a cualquiera y más en aquellos años. Su sencillez y capacidad de admiración lo llevó a establecer buenas relaciones con los indígenas, intercambiando regalos y tratando de hablar en su idioma, mostrando una humildad inexistente en su nación de origen, soberbia desde la ignorancia construida sin conocer el campo de acción ni entendiendo que las diferencias culturales son la riqueza de la humanidad como especie.

McBride se ve envuelto en un proyecto corporativo, bien delineado por el guion que incluye situaciones y personajes que le imprimen al filme un halo de misterio, entre la rebelión y la obediencia institucional. Al final, la soledad en un inabarcable espacio exterior, determinará las reflexiones del astronauta añorante, como sucedía con En la luna (Jones, 2009) y las obras cumbres del género espacial-existencial de Kubrick y Tarkovsky. Como suele suceder, el hombre será una pieza necesaria por un momento pero igual desechable después para lograr los fines propuestos: no hay mucho heroísmo allá fuera, solo cumplimiento del deber y, si se puede, introspección absoluta.

Recreaciones y transiciones

A la par de la manera en la que los personajes asumen las transformaciones que implican sus interminables viajes sin resultados a la vista, la propuesta visual de los filmes apuestan por la elegancia en la edición –como los trenes y naves espaciales que cobran vida a partir de un detalle visual- y por indagar por las perspectivas más adecuadas para la imagen: espejos y reflejos expresando dualidad; horizontes abiertos que reflejan la pequeñez del humano ante la vastedad del entorno selvático o espacial; interiores de cuidado detalle en su diseño y ambientación que nos coloca en el contexto y época descritas. Las esporádicas secuencias de acción están filmadas con brío: ataque de nativos, enfrentamientos en la superficie lunar o durante la I Guerra Mundial y asedios de animales hambrientos.

Las secuencias con las tribus amazónicas resultan certeras en cuanto a la relación que establecen con los occidentales recién llegados, así como en sus celebraciones. De igual forma, la Inglaterra de principios del siglo XX queda puntualmente retratada, sobre todo en términos de pensamiento dominante: los salvajes son los otros, a pesar del irracional pensamiento colonial que tanto fustigó el explorador protagónico que, con todo y su evolucionada forma de pensar, todavía quería a su mujer en casa. En tanto, las instalaciones lunares y marcianas están diseñadas con una asepsia escalofriante de precisión evaluativa infalible, donde parece no existir el error o la desviación, salvo cuando en la intimidad de las naves se suscitan eventos que pueden acabar en tragedia y rompen la lógica estructural.

En síntesis, dos hombres enfrentados a un destino en primera instancia impuesto del exterior pero después asumido como propio, ya en posibilidad de elección pero a estas altura vuelto casi obsesión, construida por la propia percepción del mundo: parece que la vida juega en ambos sentidos, proponiendo alternativas, obligando por momentos y posteriormente dejando que el individuo decida por cuál río navegar o por cuál curso planetario volar para encontrarse de frente con ese corazón que ilumine las tinieblas o bien, que termine por confirmar que el trayecto era más importante que el punto de llegada, señalando que la vuelta a casa es en realidad el fin último de la existencia.

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