jueves. 18.04.2024
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Los ricos, entre sus privilegios e infiernillos

Fernando Cuevas

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Paisaje de Chile, País
Los ricos, entre sus privilegios e infiernillos

Históricamente, los clanes, monarquías, familias o sujetos más ricos de las sociedades han generado una particular atención entre el resto de los mortales, que puede ir de la admiración absoluta hasta el rencor más acendrado, pasando por la envidia, la intención aspiracional o la curiosidad, acerca no solo del alcance y origen de sus fortunas, sino de sus vidas privadas (engaños, deslices, pleitos y demás linduras). Habría que sumarle también las cortes que generan a su alrededor y las intrigas palaciegas detonadas por el cruce de los diversos intereses, que suelen ser frecuentes porque, se supone, hay mucho en juego: los más vulgares se pelean por el dinero, los más evolucionados, por el poder.

En las series la presencia de la gente adinerada —no necesariamente decente como dirían los abuelos–, es constante y amplia, como se ha visto en programas sobre monarquías o aristocracias, ya sea en apogeo o decadentes. Ha sido desde aquel programa setentero que invadió pantallas, conocido como Los de arriba y los de abajo (1971-1975), muy visto cual actividad familiar semanal, hasta la brillante Downton Abbey (2010-2015), de la que pronto veremos la película. Por supuesto está la ochentera Dinastía, ahora con una nueva versión y, ya entrando en el terreno empresarial, las muy recomendables Billions (2016 - ) y Trust (2018 - ) y la segunda dirigida por Danny Boyle, con Donald Sutherland en el papel del petrolero John Paul Getty III, también sujeto de una película realizada por Ridley Scott que incluyó polémico relevo actoral.

Succession: el que paga manda

En tono crítico que navega del empresarial drama puntual a la comedia cargada de ironía y cierta oscuridad, cortesía del especialista británico en el tema, Jesse Armstrong (In the Loop, 2009), sorprendiendo por su capacidad para entender ciertos elementos de la ideología empresarial y familiar que priva en Estados Unidos, Sucesión (Succession, EU), sigue particularmente al dueño la familia que controla el emporio de comunicación —poco crítico, según convenga– Waystar Royco, con sus divisiones de parques temáticos y servicios de yates, para ricos nuevos principalmente, que incluyen cadáveres en el clóset, y a sus cuatro hijos tomando decisiones, haciendo alianzas, conspirando de vez en vez, obedeciendo casi siempre y sosteniendo el negocio ante los embates de los tiempos que corren.

Los hijos del patriarca: el mayor alejado de los negocios, producto del primer matrimonio, que alucina con ser candidato a la presidencia sin tener credencial alguna (aunque ya vemos que eso parece no importar), que vive en compañía de una escort de ideas artísticas con aspiraciones fallidas de teatrera; el aparente vástago obediente pero siempre con desafíos y sumisiones, haciendo un rap de homenaje, siguiendo las directrices al pie de la letra y lidiando con sus adicciones, pero de pronto haciendo alianzas en lo oscurito; la hija trabajando en la política con algún rival de su padre y después acercándose al clan, y el menor bufonesco que sólo sabe ironizar y pensar poco, soltando frases simpáticas.

Matar al padre es un pensamiento, intención reprimida y acaso deseo recurrente en la trama, y en la vida misma, como condición inevitable para poder crecer, dice con razón en su muy buen texto González Lara para Letras Libres, pero al mismo tiempo se convierte en su principal debilidad: incapaz de formar a otros, empresarialmente hablando —ya no digamos sus más cercanos y de su propia sangre–, en el manejo y dirección del imperio hacia el futuro se cree eterno e inigualable, infalible y controlador de la realidad como para mandar piezas de sacrificio, como si fuera un dios que no conoce la inmortalidad.

Una de las virtudes de la serie es la elección de los actores, empezando por el imponente Brian Cox (siempre le crees) como el dueño absoluto del asunto (compartiendo crédito con Danny Huston, ambos siendo Strycker en algún momento), de implacable actitud dictatorial bien matizado por momentos por su esposa actual de origen libanés (Hiam Abbass). Su autómata hijo (Jeremy Strong, lleno de matices en su balbuceo y aceptando el escupitajo, gran actuación), la hija (Sarah Snook, de mirada interrogativa siempre). Hay cierta falla en el guion cuando todos parecen decir su línea, lo que le resta credibilidad en las reuniones familiares; en ésas, todos hablan al mismo tiempo, por favor.

En la empresa aparece el sobrino (Nicholas Braun, gigante que de botarga mariguana pasa a ser activo de la empresa y se vuelve objeto de trofeo entre los hermanos), el bufonesco solo relacionándose a partir del comentario irónico y mostrando una falta de cariño materno expresado en el vínculo con la eterna asesora (Kieran Culkin, de mangas remangadas) y los asesores siempre sacrificables (Peter Friedman), el yerno Tom (Matthew Macfadyen), despreciado y despreciable, Alan Ruck (Connor Roy), el hijo mayor de anterior matrimonio. Un buen contraste lo determina la relación que establece con la asesora (Holly Hunter, dubitativa) para poder cerrar un negocio: el dinero por el dinero mismo.

Gorras discretas con bufandas sin colorido, lentes oscuros con los que todo mundo se ve razonablemente bien, vestuarios entre grises y negros para abordar el helicóptero sin demasiadas florituras y propiedades sin lujos evidentes, si acaso amuebladas por IKEA, salvo las más clásicas, para evitar verse corrientes: los ricos/ricos, como dicen, no andan con prendas llamativas o de diseñador, sino con sacos y camisas de la tienda de la esquina y coche de agencia, como nosotros los clasemedieros irredentos. Son nuevos ricos, diríamos acá, pero no tanto. La cena con los otros ricos, bola de snobs, no cambia la idea.

Pero esa mirada al final del líder absoluto, junto con su hija en la sala de la casa (soltando el término bastardo), devela múltiples interpretaciones que van de la admiración y reconocimiento, hasta la asunción del reto que está por venir; quizá también de la forma en que habrá que reparar los daños, porque no sólo se trata de matar al padre, sino en ocasiones también al primogénito, al fin encarnación de lo que uno es o pudo haber sido. Y en estas personas el negocio es primero, antes que la defensa de la familia. La intro desliza un piano agudo y cuando el asunto se pone intenso, terminando en un gran score.

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