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CUENTO

Niño enfermo

Edie Manson

Edie Manson
Edie Manson, Niño enfermo
Niño enfermo

El espantoso escape de la oscuridad desmoronaba el hipnótico sueño que se había repetido en un ciclo nocturno durante meses en mi cabeza.

Soñaba con una ilusión imposible que mis ojos rodeaban, orbitando como satélite en la atmósfera de una silueta con nombre de mujer. Fuera del ensueño se precipitaba una bocanada de aliento en mis labios, a título de suspiro, pues mi subconsciente dibujaba tan lucidamente la fantasía. Y así de sutil, escondía el capricho bajo mis párpados al despertar, los mismos que se enrollaban de golpe para embaucar mis pupilas, al sentir el fulgor que irradiaba una fuente luminosa de 75 watts. Se encendía la luz a la hora programada para ir a la escuela. Me despertaban y regresaba a la realidad.

Era 26 de agosto del año 2002. Para estas fechas tenía 10 años, y el calendario escolar dictaba: lunes. Última semana del mes. Día de labor.

Uno nunca esperaba sorpresas yendo a la escuela, y mucho menos de mí. Un marginado que contaba escalones y se escondía tras el sillón para hojear un libro de literatura hispana. Que había tenido la fortuna de hallar en la sección olvidada del viejo librero de mi padre. Con él fui capaz de sostener a Nervo en mis promesas y a Becquer en el corazón, para que se alumbrarán mis penumbras más solitarias. Ofreciéndome una eterna bienvenida en la oscuridad.

Una vez en el edificio académico, extraviarse en el mausoleo anarquista era evidente. Ahí solo había maestros que reprimían la mente y prefectos que te enseñaban a perder. Con el ímpetu de sobrevivir a eso y catar de vez en cuando la libertad, no había mejor opción más que divagar. Montar lentamente la sonata del mejor compositor alemán, Beethoven, luego Chopin. Vagando entre las notas del piano internacional. Cayendo en los dedos de Mozart, para comenzar la obertura inmortal. Donde se adjudicaba el inicio del fin del mundo terrenal, y ahora venían mis períodos oníricos a molestar.

Con un píe frente al otro iba errante dando vueltas romances a través del pasillo. Antes de llegar al salón de clases, mi atención surcaba las nubes. Pensaba en delicias mientras limpiaba mis anteojos y le suplicaba al universo, que todo saliera de acuerdo al plan. Pues mi estrategia era adorar con la vista a una niña que ocupaba uno de los pupitres más alejados al mío. Justo al frente del aula. Que ahora dejaba mis sueños para convertirse en realidad.

¿Era acaso que había descubierto el arte escondido en el contorno de sus labios? ¿Sería que ella dejaba un mensaje encriptado en su perfumada estela al caminar? o ¿Era que en su nombre había resuelto el secreto para morir amado? Pues era esclavo de una ilusión imposible y lo sabía. Por desdicha mía, fui mártir desde que nací. Me acostumbré a la idea de amar agazapado. A escondidas. Como un gato en el mundo real.

Me hallaba tan cuerdo en mi obsesión. Me sentía sano. Lleno de vida. Imaginando que correspondía una de las cartas que le escribía en secreto y nunca le hacía llegar. En ésa escuela estaba prohibido soñar. Me hacía sentir rebelde hacerlo todos los días. Era mi deporte favorito.

Cuando llegaba al salón de clases y estaba ella, me plantaba afuerita de la puerta de entrada, justo antes de cruzar el umbral. Como esperando la invitación apropiada para un vampiro del siglo XVI. Entonces marchaba tieso; estirando extremidades y pupilas al suelo. Estremecido e incontenible. Atravesando los espeluznantes segundos que el silencio reinaba en la escuela, pues parecía que nadie hiciera sonido alguno. Salvo mi corazón que no resistía bombear cual timbal enardecido de orquesta digna de opera rusa. Eran tres años los que me tenía hipnotizado, y fueron más. Aunque yacía en secreto domado por la poesía Nerviana.

Merodeaba el ambiente cerca de su banca cuando no estaba cerca. Saludaba a la gente que existía vacía en mi concepto de valor congruente: ¡Nadie valía! Para mí, nadie valía. La población era ella y el resto de la pobre gente. Encontraba erótica la idea de fulminar la tinta de mi pluma, por escribir su nombre en distintas ráfagas de fuego pasional, y me decía en mis adentros más sensatos: ¿Por qué aprendí a amar y no a olvidar? Era una sensación indescriptible. Yo mismo era un desastre. Un triste manojo de amor diferido. No quería vivir así ¿Por qué no podía ir muriendo a su lado?

Querido lector; advierto injusto que al ponerme a escribir quisiera hacerle entender mi febril pasión, y sería inútil ambicionar que usted pudiera comprender ése momento. Pero tan solo era un niño obstinado con el amor platónico. Creía en utopías y desde entonces, soñar despierto es mi enfermedad.

Nunca revele mi secreto, pues sostenía me en el suelo para no volar.




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Edie Manson. Periodista, editor y escritor independiente; decadentista leonés enfocado en realismo mágico y el rock n roll.

 

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