martes. 23.04.2024
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Kinderbrake

Ricardo Yépez

Ricardo Yépez
Kinderbrake

 

 

Yo sí nací rebelde, silvestre e indomable. Esto parece el inicio de un guión "jolibudesco" muy taquillero, pero tratándose de alguien nacido en la más absoluta periferia del mundo, probablemente no llegue más allá de una revista local y acaso sea leído por unos cuantos ojos solamente.

No fingiré que soy el epítome de lo marginal, pero desde muy pronto algo dentro de mí supo que sólo ayudando a los demás a rebelarse podía obtener mi libertad.

Tenía poco más de cuatro años de edad cuando convencí a mis primeros compañeros de oponerse ante un sistema opresor que limitaba nuestro espíritu lúdico: el jardín de niños.

Aquellos eran los primeros años que mi pueblo contaba con un 'kinder' y su estructura apenas si contaba con un par de habitaciones y el resto de la propiedad solo estaba marcada por el constante desbroce de la maleza.

Al segundo año de preescolar, las cortas horas ya me parecían un suplicio pues a diferencia de mis compañeros ya sabía leer, escribir, sumar y restar números de un dígito.

Así, los sembradíos aledaños al jardín de niños se me antojaron más apropiados para entretener mi infante alma bucólica.

Después de un par de escapes personales, ya tenía una férrea vigilancia por parte de mi educadora, pero también un par de fanáticos. Uno de ellos era el niño rico del pueblo, hijo del único tendero en aquel entonces; el otro era un vecino de familia similar a la mía: de muchos hermanos y muchas penurias.

Al primer intento de escape fallido, supe que debía confabular con mis primeros "kohuais", me niego a llamarlos seguidores (porque es una relación de subordinación obscena), prefiero este término de origen japonés para referirse a aquellos que están a sólo un paso detrás en la línea de aprendizaje.

Les dije a mis compañeros qué debían hacer para lograr el escape de los tres del tirano adulto que buscaba mantenernos sentados frente al pizarrón durante un par de horas.

Con ellos dos logré escapar al menos otro par de ocasiones, pero ahora nuestro grupo de admiradores había crecido ominosamente. Los límites del terreno se cercaron con malla ciclónica que conforme continuaban los escapes iba creciendo, hasta llegar a la altura de dos metros y ser rematadas con alambres de púas.

Diría el autor de 'Pedagogía del oprimido' que no se puede liberar a los demás porque cada uno debe de luchar por su libertad, incluso en contra de su opresor interno; pero que iba yo a saber a los cuatro años de ideologías de liberación o de Freire, que clase de refutación filosófica sobre pedagogía se le puede dar a un grupo de niños que sabe exactamente qué es lo que quieren: experimentar el mundo.

Yo debía sentirme, seguramente, un Django infantil, que le mostraba a los demás como la libertad era posible y deseada con su propia rebeldía.

El escape maestro que llevé a cabo, antes de que las educadoras decidieran ya no aceptarnos a mí y mis primeros dos secuaces, fue ejecutado por ocho de nuestros compañeros.

Mientras uno se sacrificó, al ir al baño para no volver, los que logramos la gran hazaña jamás contada (hasta ahora) corrimos en desbandada hacia todos los puntos cardinales. Aquél día, todo el pueblo salió a los cultivos a buscar a los niños que se habían fugado, mientras nosotros corríamos entre los surcos de parcela en parcela, hasta que alguien logró vernos mientras saltabamos un camino entre dos milpas, en nuestro inocente juego de las escondidillas.

 




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Ricardo Yépez. Diletante de las letras, disidente de la academia, apasionado defensor del habla y editor relajado. Ha participado en laboratorios literarios para la revista Golfa y ha brindado talleres se escritura literaria e íntima en escuelas de nivel medio superior (y editó para el periódico Correo). Actualmente tiene una gatita llamada Chaira de la Mora.

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