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CUENTO

Mrs. Pleasant

Juana Adriana Rocha

Juana Adriana Rocha
Mrs. Pleasant

 

Todo mundo cree que su historia de amor es extraordinaria, como una gema tallada en forma única. Un diamante amarillo, por ejemplo, montado en oro blanco.

Mientras estaban tendidos boca abajo durante el incidente del “ataque”, Darío colocó la mano sobre la de Javiera, y sintió la dureza de la exótica piedra, ese recordatorio del pacto que no era con él.  Al escuchar los disparos y sentirse al borde de la muerte, no dijo nada. Fue Javiera la que murmuró “pude quererte como nadie”.

La policía actuó de inmediato. Los periódicos y noticieros relatarían al otro día la vergonzosa historia. El empresario tal llegó a la reinauguración del hotel tal de la calle tal, en busca del presunto amante de su mujer, visiblemente alcoholizado y armado con un revólver, provocando un caos innecesario, ya que el individuo en cuestión no se hallaba en el lugar.

El verdadero escándalo fue otro: la mano de Darío estrujando la de Javiera, la prometida de Enrique Alterio. El detalle no pasó desapercibido al afamado arquitecto, que ahora comprendía por qué tanto interés por parte de su futura segunda esposa en el más joven de sus colaboradores.

Todo mundo cree que su historia de amor es extraordinaria, hasta que se da cuenta de que es el personaje secundario.

 

*

 

-Es la primera vez que le pongo una mano encima –juró Darío a Sandro en la ambulancia. El diseñador de interiores sufrió una crisis nerviosa durante el episodio, tan severa, que su peinado rockabilly perdió el volumen y rompió los botones de su camisa favorita creyendo que sufría un infarto.

-Si no me mata esto –advirtió Sandro- me matará la angustia de encubrirlos.

Pero Darío no mentía. No había nada que encubrir. No la tocaba, porque en algún momento llegó a pensar que tal vez el único límite entre ellos era la piel.

Y no iba a explicarle algo que ni él mismo tenía claro, menos mientras el otro despotricaba porque los paramédicos perdieron uno de sus zapatos, “más caros que todo el equipo médico que ahí guardaban”.

En el trayecto al hospital, se preguntaba qué pensaría Javiera, sí había dicho aquello en serio.

 

*

 

Se conocieron en el bar del hotel que remodelarían Alterio y su equipo. Se encontraron en el espejo que cubría el muro frente a la barra. Eran los  únicos en el lugar, aburridos de ver la lluvia a través del enorme ventanal. Ella fue la primera en hablar, mientras con el índice daba vuelta a los hielos del whisky.

-Hey. Si me pillaste viéndote es porque también me mirabas –le dijo Javiera al Darío del espejo, quien sólo sonrió. Quizá desde ahí empezaron mal, se prendaron de un reflejo.

Él fue el primero en volver la cabeza hacia la derecha para verla, a cuatro bancos de distancia, en (poca) carne y (mucho) hueso. Llevaba un vestido y un abrigo, ambos en distintas tonalidades de morado. Tenía el cabello oscuro, corto a la altura del mentón, la cara salpicada de lunares y los pómulos marcados.

Con un movimiento de cabeza Javiera le indicó que se acercara. Lo primero que le gustó de Darío fueron las cejas, espesas, tan negras.  Eran como alas de un ave de mal agüero. Nunca había visto un perfil tan perfecto; tuvo el impulso de confesárselo, pero lo dejó hablar.

-¿Trabajas en el proyecto? –preguntó él mientras arrancaba la etiqueta de la botella de cerveza casi vacía, mirándola por encima del armazón color plata de los anteojos.

-Algo así  –Javiera bebió de un sorbo lo que le quedaba en el vaso. Darío se fijó en sus dedos, llevaba seis anillos en total, el diamante amarillo entre ellos. Sostenía  una cámara fotográfica-, tendrás que dejarte retratar un día.

Darío no respondió porque supuso que no volvería a verla. No imaginaba que durante los dos meses que pasarían entre los muros de piedra y las enredaderas del viejo hotel, Javiera se convertiría en su cómplice. Y es que cuando uno entra a otra vida, no sabe por cuánto tiempo se quedará.

 

*

 

A la mañana siguiente, Sandro y Javiera llegaron al jardín donde se encontraba Enrique Alterio. El pelo cano del futuro marido, brillaba pese al débil sol. El arquitecto era un tipo atractivo, flaco, de nariz aguileña y ojos ambarinos. Discutía con el ingeniero Zamudio, ese cincuentón raro que juraba haber bebido en un bar de Tijuana con Dave Davies de The Kinks y se empeñaba en mantener el cabello largo aunque estuviera al borde de la calvicie.

A unos metros del grupo sobresalía la figura larguirucha de Darío, mordiéndose las uñas, escuchando las sugerencias de doña Remedios, la dueña del edificio, una anciana que tintineaba al caminar por tantas joyas que llevaba encima y usaba pelucas color rosa.

 Despeinado, un poco encorvado, siempre nervioso y con camisas a cuadros, Darío parecía un niño desamparado al que la mujer regañaba.

-El niño prodigio –dijo Sandro señalándolo-. Tu novio tuvo que mover cielo mar y tierra para tenerlo aquí –explicó mientras se arreglaba la estupenda cabellera negra contemplándose en el ventanal que los separaba del bar.

El diseñador mantenía en los gruesos labios un puchero eterno. La asimetría de la nariz jugaba a su favor, “de otro modo serías un guapo cualquiera”, solía decirle Javiera cuando su amigo hablaba de practicarse una rinoplastia.

Siempre atento a los detalles, como demandaba su profesión, desde el primer momento en que los vio interactuar, Sandro supo que algo saldría mal.

-Darío, que Javiera te acompañe para tomar las fotos y mostrarte el resto del lugar, elige una habitación para que sea tu oficina –ordenó Alterio y ni siquiera se molestó en verlos alejarse. En verla alejarse…- ¿y ahora qué tienes Sandro?, quita esa cara y explícale a Zamudio tus ideas para el bar.

 

*

 

-Me siento como en El resplandor -dijo Javiera mientras subían a las habitaciones por una amplia escalera forrada de alfombra.

-No lo había pensado. Tal vez cuando empiece a trazar el mismo plano todos los días. ¿Te das cuenta de que no vamos a terminar en el plazo que fijaron? Es de locos.

-Lamento decirte que estás entre workaholics. Los japoneses tienen una palabra en específico para definir la muerte por exceso de trabajo, kioshi.

-¿Eso es un robot? –Darío descubrió el tatuaje en el antebrazo de Javiera. El clima le permitió ese día usar un vestido amarillo de manga corta y estampado a rayas.

-¿No te lo mostré ayer? Te hablé de robots, de los replicantes de Blade Runner, la empatía con las máquinas. Debiste detenerme a tiempo, dije mucha estupidez.

Darío recordó la conversación sobre Asimov, alrededor de la cuarta ronda de tragos. Javiera le contó sobre el planeta Solaria, esa sociedad donde el contacto entre humanos era casi nulo. Hasta entonces se dio cuenta: no hubo ni un apretón de manos cuando se presentaron. En ese momento habría querido acariciar el dibujo de tinta, el muñeco de metal humanoide con detalles en azul.

-Nos vamos a volver locos de aburrimiento, Javiera.

-¿Con Zamudio, Sandro y doña Remedios? No lo creo.

Recorrieron pasillos y habitaciones hasta llegar a una que le gustó lo suficiente a Darío por la iluminación.

-Puedo instalarme aquí –decidió cruzando los brazos. Fruncía el ceño casi en automático cuando se ponía serio.

Javiera se acercó a una de las ventanas, levantó el brazo para correr la cortina, tuvo que ponerse de puntillas. La tela de su vestido se deslizó hacia arriba dejando al descubierto los muslos, magros y un poco bronceados.

-¿Puedo visitarte mientras trabajas? –preguntó Javiera y él sonrió.

Al cabo de 15 días sabían el uno del otro lo suficiente para adivinarse ciertos gestos, o para reír anticipando el final de sus bromas. Al cabo de 15 días comenzaron a desear que las obras se prolongaran.

-¿Crees que ese muro tan viejo se derrumbe si lo empujamos con suficiente fuerza? –preguntó una tarde Javiera- ¿cuánto tardarían en levantarlo otra vez?

 

*

 

El grupo desayunaba y comía al aire libre si el clima lo permitía. Javiera, solía sentarse entre Alterio y Sandro, frente a Darío. En la sobremesa, cuando les servían el café y se repartían los cigarros, Sandro notaba que su amiga no podía dejar de ver los labios siempre húmedos de Darío, mientras los de ella parecían secarse de tanto hablar.

Todos tenían su propia idea de lo que ocurría. La recepcionista pasaba los recados que ambos dejaban en el mostrador, chistes locales, dibujos, frases cortas e incomprensibles, y no le pareció más que una niñería. Ni siquiera se le ocurrió que podrían estar escritos en código, ni siquiera le entendía a la letra de Javiera.

-Estoy confundida, ¿con quién es que te vas a casar? –le preguntó un día doña Remedios - ¡pero si es más joven y guapo el otro! –exclamó decepcionada al conocer la respuesta.

Zamudio pasaba frente de ellos, cuando leían con los lentes oscuros puestos, tendidos en los camastros junto a la alberca vacía. Tarareaba Mr. Pleasant, gritaba “buenas tardes, jóvenes” y se alejaba a paso lento, volviéndose hasta tres veces antes de que lo perdieran de vista.

Nadie había presenciado un abrazo o beso en la mejilla al saludar, ni siquiera una palmada amistosa en la espalda.

El vínculo entre ellos, pensaba Sandro, quien conocía a Javiera más que su futuro esposo, era aún más íntimo. Las miradas que cruzaban decían más que las interminables discusiones que Alterio sostenía con su prometida; entre esos dos había afecto, comodidad y costumbre, pero una frialdad cuyo motivo no eran sólo los 15 años de edad de diferencia.

-Zeppelin es la mejor opción para caminar al altar, hermano –opinó Zamudio en la conversación.

-Será Thank you o no hay boda –dijo Javiera.

-No, All of my love –replicó Enrique.

Sandro buscaba alguna reacción en la cara de Darío cuando se hablaba del futuro enlace. Pero nada. Reía con los demás, apenas cruzaba palabra con Javiera frente a ellos.

-No siempre las cosas tienen que ser como tú quieres –comentó ella mientras encendía otro cigarro, dos al hilo, eso era nuevo. Estaba ansiosa, Sandro lo sabía.

-Nada es como uno quiere –dijo doña Remedios, ya ruborizada por su tercera margarita, sus favoritas en la sobremesa-. Estuve casada tres veces, ninguna fui feliz. Ese anillo, querida, parece que te pesa en esa mano tan flaca. No dejes que te pese más que la vida.

Alterio echó un brazo alrededor de Javiera. Zamudio pidió que le alcanzaran un encendedor. Darío alzó las cejas.

-Alentador –dijo Sandro sonriendo.

 

*

 

Darío se dio cuenta desde el primer día de que Javiera se avergonzaba ante aquello que desconocía. Por ejemplo, si no había leído algo que él mencionara. Y mientras le contaba al respecto, le parecía que Javiera abría tanto los ojos, hasta crear dos hoyos negros que se tragarían el mundo.

Se sonrojaba con facilidad. Y cuando volvía a la palidez de siempre, los lunares resaltaban, semejantes a constelaciones.

Frente a Alterio no era tan insegura. Solía contradecirlo, hasta corregirlo en público con comentarios ingeniosos. Siempre hablaba y reía con todos, pronto se convirtió en la favorita del personal y del equipo. Al parecer frente a Darío no sentía que debía mostrarse perfecta.  Con la máscara puesta la risa no se nota, sólo una expresión total de desconcierto, leyó en algún sitio. Tal vez eso quería decir que él conocía la versión desenmascarada de Javiera.

Inclinada sobre los planos, sin tener idea de qué dibujaba Darío, hacía preguntas que él respondía paciente. Si en algo era bueno, era en apasionarse. Mientras tanto se sentía escrutado.

-¿Siempre quisiste ser fotógrafa? –le preguntó mientras la sorprendía retratándolo.

-No –se apresuró a contestar- pero vas a burlarte si te digo la verdad, ¡ya te estás riendo! –rio también.

-Quiero que me cuentes.

-Otro día. Cuando salgamos de aquí.

Hasta entonces ninguno de los dos lo había pensado. Terminarían el trabajo en el hotel, ¿luego qué?

-Darío, ¿crees que si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias… -Javiera se quedó callada. Volvió a sonrojarse y caminó al ventanal, donde se quedó mirando hacía el jardín. Comenzaba a nublarse.

-Tú y yo nunca nos hubiéramos conocido en otras circunstancias –dijo él y contempló la silueta de Javiera, una sombra recortada contra el cielo plomizo.

-Desde aquí puede verse el estanque completo, es mejor que la vista de mi habitación—dijo ella sin inflexión alguna, como agente de bienes raíces que aprendió el speech para vender una casa.  Luego se fue.

 

*

 

Javiera había notado que Darío en ocasiones parecía arrepentirse enseguida de lo que decía, o de cada movimiento que hacía. Sólo dominaba la timidez en su “oficina”. El resto del tiempo, aunque ella era mucho más pequeña, lo percibía frágil. Sentía el impulso de abrazarlo pero temía romperlo.

O tal vez el miedo era otro, uno peor: descubrir que los huesos de ambos encajaban, se correspondían.

Quiso abrazarlo cuando accedió a salir del hotel, y acompañar a Sandro en busca de unas flores que juraba haber visto más allá del bosque que rodeaba el edificio. Quería armar pruebas de arreglos y centros de mesa para la fiesta de inauguración que celebrarían en unos días.

-Entonces, te llamas Sandro por el cantante de los setenta –dijo Darío mientras los tres se abrían paso entre la vegetación.

-A las madres se les perdona cualquier ridiculez, mi novio se llama Julio, por Iglesias.

-Por ese palpitar que tiene tu mirar... –comenzó a cantar Javiera.

-Cállate –pidió Sandro, al tiempo que le sostenía el brazo al verla a punto de tropezar.

Torpe por naturaleza, Javiera parecía caminar en zigzag. Por eso Darío se la pasaba esquivándola. Parecía que esa mujer acostumbraba abrirse paso de ese modo hasta en las vidas.

-Julio es pintor, de óleos y esas cosas –continuó Sandro la conversación.

-Mi novia también es pintora y… –dijo Darío.

-¿Tienes novia? –lo interrumpió Javiera deteniendo la marcha y volviéndose.

-¿Qué te sorprende tanto?

Sandro fingió aclararse la garganta y aceleró el paso.

-No sé, pudiste contarme antes.

-¿Antes de qué, Javiera?

Ella sólo alzó los hombros. Desconocía la respuesta. Le dio la espalda otra vez. Darío la siguió, mirando sus vértebras como si marcaran la continuación del camino.

-¿Eso fue un reclamo Mrs. Pleasant?

-¿Cómo me llamaste? –frenó en seco otra vez y lo miró a los ojos.

-Mr. Pleasant, la canción. The Kinks…

-Conozco la canción, Darío. ¿Fue Zamudio el que me puso así, cierto?

-¡Encontré las flores! –gritó Sandro a 40 metros de distancia.

-Eres la prometida de Alterio.

-Todo mundo lo sabe.

-¿Crees que la gente no rumora? –la esquivó y pasó junto a ella para adelantarse.

Siguieron caminando, Javiera detrás, escuchándolo silbar la canción, reconociendo a qué fragmento se refería. Mr. Pleasant, how is Mrs. Pleasant? Did you know she was flirting around with another young man, and he’s taking her out when you have to work late?

Esa tarde no lo visitó en su oficina.

 

*

 

Darío dejó la ciudad tres días para cumplir otros compromisos. Durante ese tiempo Javiera vagó por el hotel como alma en pena. Le había dado por pasar las horas escuchando las historias de doña Remedios.

-Tú ya no quieres casarte –le dijo Sandro una de esas noches.

Compartían una botella de whisky en el bar.

-Creo que nunca quise casarme –descubrió aterrada y ya borracha-. Llegué a los 30 y obtuve todo lo que pensé que quería y resulta que no me basta, o en realidad no lo necesitaba. Soy un maldito cliché.

-Yo soy un cliché. Gay. Diseñador de interiores. Guapísimo. Pero no hay nada de malo en ser un cliché –le acarició el brazo.

-Lo quiero, a Enrique… pero quererse no es suficiente.

-¿Recuerdas a mis parientes judíos?

-No son judíos, Sandro, se apellidan Hernández.

-En fin... Me contaron una leyenda que dice que los niños, antes de llegar al mundo, lo saben todo. Conocen los misterios del cielo, tierra, agua,  absolutamente todo, vamos. Pero antes de dejar el vientre de sus madres, el ángel de la guarda baja, coloca un dedo sobre sus labios, para callar toda esa sabiduría y le susurra al niño: aprende.

-¿Eso qué?

-Ese ángel se ensañó contigo —Sandro presionó como un botón aquel mullido espacio de carne sobre la boca de Javiera.

-¿Quieres decir que soy estúpida? —casi gritó entre risas.

-¡No, Javiera!, pero deja de actuar como tal. Me refiero a que a veces todo te parece tan incomprensible… Y está ahí, justo debajo de tus narices. Sabes qué hacer.

 

*

 

El día que Darío regresó, Javiera lo supo a la hora del desayuno; no bajó a acompañarlos.

-Debe estar muy cansado por el viaje –comentó Alterio y enseguida puso mantequilla al pan y luego orden a su vida, enviando correos a través de su celular. Lo que no puso fue atención a las mejillas encendidas de Javiera, quien de inmediato se levantó de la mesa.

Quiero verte, escribió en una servilleta. Mientras caminaba a la recepción se dio cuenta de que por tres días cargó sobre el pecho una loza y tuvo las tripas enredadas. Se dio cuenta de que extrañar era más que un vacío un peso para su cuerpo y por fin sentía alivio. Entonces hizo trizas el mensaje y lo arrojó en la primera papelera que encontró.

Si corría a buscarlo cruzaría el límite. Los separaba la piel, ligera barrera que le impedía fundirse con él. Entonces emprendió la retirada, comenzó a desandar sus pasos, tan decididos segundos antes.  Entendió que Darío la rondaba como satélite. Tal como la luna influye sobre la marea, dependía de su distancia el calor que subía desde el vientre de Javiera para detenerse antes de llegar al corazón, antes de envolverlo.

Y entendió que tal como la luna, Darío siempre estaría lejos.

 

*

 

Alterio envió un mensaje a Darío para convocarlo con urgencia en el salón que les servía para las juntas.  Al llegar descubrió que también estaban ahí Zamudio y Sandro.

-Pasen, siéntense. Necesito su opinión –Enrique encendió el enorme televisor y apagó las luces-. Quiero mostrarles algo. Es un video que hice para presentar el día de la boda.

-Classy… –dijo Sandro.

Javiera fotografiaba niños, jugaba con un enorme perro labrador, corría con Sandro en un jardín, daba vueltas en un carrusel, caminaba por la calle, salía de una cafetería, todo con Starting over de Lennon al fondo.

-Elegí la canción porque es mi segundo matrimonio, para mí esto es un nuevo comienzo. Detallazo, ¿no?

-Brillante, hermano –aprobó Zamudio.

Javiera elegía flores en un puesto, tomaba un taxi, reía con todo aquel que se acercara.  Pero a Darío le pareció verla triste en todas las imágenes en que se encontraba sola. Miró de reojo a los demás, para ver si acaso notaban lo mismo. Pero Zamudio cantaba y movía los hombros al ritmo de la canción, Sandro murmuraba “es horrible” mientras se cubría los ojos, y Alterio sonreía de oreja a oreja.

Rumbo al minuto 3:15, Javiera se detenía en un parque y volteaba hacía todos lados. En la siguiente escena escribía en la mesa junto a la ventana de un café, y miraba angustiada hacia la calle.

-Ahí comenzó a darse cuenta de que el cineasta que contraté para filmarla la seguía- comentó Alterio-. Un chico muy talentoso, ha ganado concursos y esas cosas.

El video concluía con Javiera sorprendiendo al tipo de la cámara y corriendo furiosa a su encuentro.

-El genio del séptimo arte pudo editar esa parte, ¿no crees? –comentó Sandro.

-No había manera de llenar los últimos segundos de la canción, el resto del material era repetitivo y aburrido. No iba a cortar Starting over –explicó Enrique-, ¿qué otra cosa podría gustarle a Javiera?

-Los robots –respondió Darío mientras se acercaba a la ventana que daba a la alberca. La Javiera triste leía en el camastro de siempre.

Mientras los demás discutían sobre la aberración que acababan de ver, que seguramente la propia protagonista odiaría, Darío se escabulló y corrió hasta donde ella estaba.

-Yo siempre quise ser músico, no arquitecto –le dijo agitado, parándose frente a ella, cubriéndola con su sombra.

Javiera se quitó las gafas oscuras, levantó la vista y le sonrió como no lo hizo una sola vez en el video de Alterio.

-Yo quería ser aeromoza –dijo.

 

*

 

La noche de la reinauguración encendieron todos los candelabros del hotel, que Javiera llevaba dos meses preguntando si aún servían.

Doña Remedios hizo entrada triunfal bajando la enorme escalera alfombrada. Llevaba un sombrero tipo boda real y un vestido rosa tupido de lentejuelas. Cada peldaño provocaba en los presentes el temor de que cayera y se rompiera la cadera.

Sandro había colocado enormes peceras en la entrada al salón.

-Como en Romeo y Julieta- le gritó a Darío a través de una de ellas, saludándolo entre las criaturas de colores- ¡la película de DiCaprio! –explicó al ver la cara de desconcierto del otro.

En la pista, Javiera, envuelta en un vestido dorado, bailaba con Alterio My foolish heart de Carmen McRae. Darío no había hablado con ella en varios días.

Daba la impresión de que si Enrique retiraba el brazo con que le rodeaba la cintura, ella se desplomaría como marioneta sin hilos. En el lapso en que habían puesto prudente distancia de por medio, Javiera volvió a refugiarse en la protección de Alterio.

Y desde su viaje, Darío tuvo tiempo para pensar en el hotel como un espejismo, un reflejo de lo que podría ser o de lo que no fue, una extraña realidad alterna de la que escaparía al otro día.

Encontró a Javiera un par de horas más tarde fumando en la terraza.

-Llevo 20 minutos aquí esperando que vengas –dijo Javiera sin voltear a verlo, y le compartió el cigarro- y ahora no sé qué decirte.

Fijó la mirada en las manos de Darío, finas, blancas. Como una araña acercó la suya hasta entrelazar con su meñique el de él. La otra mano retrocedió enseguida.

-Me voy cuando termine la fiesta –dijo Darío.

-Nunca esperé nada.

-No había nada que esperar.

-Yo siempre espero –Javiera entrelazó las manos y dio varias vueltas al diamante amarillo. El anillo le quedaba grande.

Mientras tanto Alterio los observaba desde la mesa, parados con un espacio de al menos medio metro entre ellos. Ese espacio lo atormentaba más que si estuvieran pegados. Era el hueco que le correspondía, lo único que los separaba.

 

*

 

Tras el incidente del presunto cornudo, la crisis nerviosa de Sandro, el episodio de las manos entrelazadas, la policía determinó que el hotel volvía a ser un lugar seguro. Pero para todos ahora parecía maldito.

Nadie sabía exactamente cuántas despedidas habría en el estacionamiento, a donde el grupo volvió para reunirse por última vez. Zamudio abrazó a todos, había tenido tiempo suficiente para ponerse borracho y antes de que lo empujaran dentro del taxi que le pidieron pudo compartirles una última anécdota de Dave Davies en Tijuana.

Sandro, 100% recuperado, besó en la frente a Javiera, en la mano a doña Remedios y subió a su auto alejándose a toda prisa.

Después de apretar la mano de Enrique Alterio, Darío se acercó a Javiera, quien sin reparos lo abrazó como no tuvo oportunidad antes, estrellando sus costillas contra las de él, sabiéndolas la jaula de un corazón que nunca latiría al mismo ritmo que el suyo. Le estrujó los huesos, que no se correspondían como temía. Sonrieron una última vez. “Como nadie”, resonaba en la cabeza de ambos.

Luego de verlo alejarse, Javiera caminó hasta doña Remedios y guardó en su mano el diamante amarillo, cerrándole el puño, apretando los dedos rígidos. Recibió a cambio una enorme sonrisa de aquella boca desdentada, infantil.

Se volvió hacia Alterio y le envió un beso. No había nada que decir. “Mrs. Pleasant” echó un último vistazo al hotel antes de abordar su auto. Todo mundo cree que su historia de amor es extraordinaria, hasta que algo se rompe y acaba sin más, hasta que el corazón se desborda o encoge, hasta que quererse ya no basta.

 




***
Juana Adriana Rocha Luna. Originaria de Guanajuato capital, nació el 5 de marzo de 1984. Estudió Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato. Becaria del Instituto Estatal de Cultura de Guanajuato en las ediciones 2005 y 2009, en la categoría novela. Participó en el taller impartido por Daniel Sada, en el Centro de Investigación y Estudios Literarios de Aguascalientes (CIELA) en 2009. Ha publicado el relato "Cuando escampe" en las revistas Tierra Adentro y la antología Lletraferits. Actualmente trabaja como editora de contenidos en un diario estatal.

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