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El Diablo y Syd

Óscar Luviano

 

Óscar Luviano
El Diablo y Syd

Have you got it, yet?, repite Roger Waters, imitando el canto de Barrett unas horas antes en el ensayo, con burla, o eso cree David Gilmour, pues en la voz de Waters hay un niño que se ríe del asombro, y aunque celebra la gracia con palmadas, poco a poco se queda quieto. El silencio en el auto y las miradas que sostienen la suya desde el retrovisor le hacen  comprender, mal y tarde, que le han elegido para echar a Syd del grupo.

San Francisco fue demasiado, dice Nick Mason. Richard Wright se cubre la cara: Y ahora esto. El auto se detiene frente a la casa de los Barrett. Las fachadas de ladrillo desnudo y los enrejados cubiertos por hiedra se repiten mansamente. Waters cuenta de nuevo, como si no lo hubiese narrado todos los días desde que volvieron de la desastrosa gira. Mientras la multitud apretujada (8 dólares la entrada) en The Fillmore festejaba a gritos y lanzando vasos de cerveza al escenario por lo que creían otra excéntrica expresión del genio de Syd, Interestellar Overdrive fue cayendo en un pozo de reverberación que terminó por chirriar en los micrófonos y reventó un amplificador. The Pink Floyd Sound sostenía una nota infinita a la espera de que Barrett iniciará la mímica de su solo, pero lejos de fingir que tocaba la Gibson, como habían acordado estratégicamente, se fue poniendo de rodillas, lento y con una mirada de terror, bajo la luz cenital del spootlight, para depositar la guitarra en el piso, con un cuidado gazmoño, y luego abandonar el escenario a la carrera.

De no ser por  que O´List era quien interpretaba en realidad sus partes en el backstage, habríamos tenido que devolver la recaudación, termina Waters, sosteniendo la mirada de Gilmour en el retrovisor. Era como si hubiera visto algo o alguien o un fantasma que bajaba del techo del Fillmore, dice Wright sin descubrirse la cara. Sodding bollocks, ataja Waters, al tiempo que abre la portezuela a Gilmour. El único fantasma de San Francisco era el LSD. ¿Necesitas que te repita lo que tienes que decir?

Gilmour obedece. Es por el bien del grupo, se dice mientras abre la reja de los Barrett. El contrato con EMI tras Arnold Layne involucra varios ceros y hay que hacer tres discos más. Algo que, en el estado actual de Syd, como lo llama Waters, es imposible.

Mrs. Barrett recibe a Gilmour como el amigo de la temprana adolescencia que es, y una vez más lo confunde con Waters. Inevitablemente hace el comentario: ¿No es maravilloso que el mejor amigo de mi hijo comparta su nombre? El guitarrista debe bajar las escaleras al sótano haciendo equilibrios con una tasa de té y un plato de galletas. Roger ha estado ocupado en un nuevo happening en el sótano. Para ella, todo lo que hace Syd, desde The Mottoes, es un happenings. De la penumbra del sótano sube un terrible e intenso olor a pintura. Para ir a tientas, Gilmour deja galletas y taza en un escalón. Cuando llega a los últimos escalones, el terror: le atenaza la sospecha de que el siguiente paso es el vacío o la nada o un tiempo anterior a que las sombras cuajaran en la Creación.

Pensé que sería Roger.

La voz de Syd se extiende en la penumbra como un puente hecho de vidrio pulverizado sobre la risa de un niño. Aunque debía saber que al final serías tú, el reemplazo del reemplazo. ¿Puedes encender la luz? No quiero tocar las paredes y arruinar tu trabajo.  Vas a tener que encenderla tú: no puedo subir hasta ti desde aquí.

De manera que Gilmour da el paso, y el piso lo recibe con una succión breve pero firme. El suelo, bollocks, ha pintado el suelo. Mientras despega sus zapatos antes de cada nuevo paso, escucha a Syd cantar  Have you got it, yet?, ese único verso que nombra las órdenes imposibles de ejecutar.

Fue la gota que derramó el vaso, lo que les hizo dar vueltas y vueltas entre campiñas cuyo verde terminaba por ser un eco sin sentido a los diez minutos, a bordo del Austin de Waters, pagado en efectivo y aún oloroso a cuero recién nacido, tras el ensayo de la mañana. La primera sesión desde la vuelta de San Francisco.

En lo que parecía un intento por calmar los ánimos y demostrar que seguía siendo la voz de la banda, Syd había llamado a todos la noche anterior: Tengo una nueva canción. Aunque Waters le había retirado la palabra y Wright era incapaz de presenciar sus episodios sin echarse a llorar, el 80% de la canciones de The piper… eran obra de Barrett, y quedaron a las 8 am.

También había llamado a Gilmour, aunque el amigo de la adolescencia temprana había pasado apenas a ser el sustituto del sustituto (Waters lo convocó apenas y bajaron del avión, pues David O´List se negó a seguir tocando en lugar de Syd Barrett tras el episodio Fillmore por tan poco dinero).  Pero al momento de colgar, Syd habpia dicho a Gilmour: Hay que ser diplomático con el diablo cuando viene por nuestro sitio.

Mientras esperaban sentados en las escaleras de Abbey Road, Gilmour le repitió la extraña frase de despedida a Waters, como si no entendiera su sentido. Recibió a cambio una carcajada y un Syd, oh boy!.

Se cambió el nombre después de ese día en que su madre lo llamó y acudimos lo dos. A la pobre mujer le costó horas tranquilizarlo. Unos días más tarde, me arrastró a los baños del colegio. Voy a hacer un pacto contigo, me dijo. Tú puedes ser Roger. ¿Eh?, dije. Me pidió que no me preocupara, que el tomaría la identidad de su jazman favorito: un tal Sid Barret, de quien no has oí y no vas a escuchar. Otro de la línea de Anderson y Council. No me preguntes de dónde los saca. Encendió su zippo y prendió fuego a una foto de Barret y a una carta del Tarot: El Diablo. Hay un alma en el abismo, y del cielo, del cielo, desciende el auxilio: unos pies acabados en pezuñas.  Mezcló las cenizas y las tiró al excusado. Desde entonces es Syd, No me preguntes por la ye y por la te extra.

¿Y eso que tiene que ver conmigo? ¿Por qué me llama a mí el diablo? ¿Me reprocha lo que estoy haciendo. Waters se encogió de hombros y se ajustó la bufanda, de esponjoso pelaje de zorro.

Syd, para sorpresa de todos, sólo llegó dos horas tarde a la sesión, y no fue necesario arrastrarlo al micrófono. Sin esperar que el resto de The Pink Floyd tomara sus lugares, empezó con la que sería, en los hechos, su última canción como parte de la banda, y la mejor que Gilmour, Waters, Mason y Wright escuchasen jamás. Era Bike pero con las ocas dementes presentes bajo la superficie de la canción en todo momento. Sus versos hablaban de un ángel que descendía a una tierra hecha de alka seltzers, donde al llover las montañas y los hombres cedían la existencia con un rumor de feliz espuma, y de la espuma surgían otros hombres y otras montañas hechos de un merengue que no podía llamarse tierra. Have you got it, yet?, reprochaba el ángel antes de fundirse químicamente en un grito de cristales. Wright, como era de esperar, lloró, pero dichoso. Hubo abrazos. Incluso Gilmour se atrevió.

Todo fue muy distinto cuando hicieron el primer jam para ajustar la sección rítmica.

Esta vez, la canción se extendió por varias horas, sin interrupción. El ingeniero de guardia se negó a seguir gastando cinta. Una de las baquetas de Mason rajó la piel del tom izquierdo. Syd había cambiado totalmente la canción: volvía y giraba sobre el motivo original, una y otra vez, chirriante y doloroso, como si su única intención fuera consumir la guitarra con una llama nacida de la pura fricción, y la letra se redujó a una sola frase, escupida por turnos a Waters, Gilmour, Mason y Wrigth: Have you got it, yet? Con una sonrisa demente. El primero en abandonar fue Waters. Cuando Gilmour guió a Wrigth a la calle, pues se cubría los ojos con el brazo, encontraron a Mason y Waters sentados en el Austin.

Lo peor para Gilmour no fue la infinita mutación del tema; lo que temía encontrar de nuevo cuando por fin encontrara el hilo de la lámpara era aquella sonrisa indescriptible. ¿Cómo le diría si llegaba a tener ese signo indeleble en la cara? Y además el piso convertido en papel matasmoscas gigante…

Pero no: cuando se hizo la luz el rostro de Syd se ocultaba tras los barrotes de su cabello. Estaba sentado al otro extremo del sótano, al que había liberado de todo mobiliario para extender capas y capas de pintura negra sobre el piso. Las ondulaciones que brillaban en la superficie y las huellas dactilares multiplicadas por doquier evidenciaban que la falta de una brocha no había sido un problema. Syd permanecía en un círculo sin pintar, apoyado contra la pared, ensimismado en la tarea de reducir al polvo, una por una, pastillas blancas en un mortero. El sudor le goteaba de la barbilla.

¿Qué es eso? Gilmour había renunciado a acercarse. No sabía como iba reaccionar Syd al descubrir las suelas impresas en la pintura. Mandrax. ¿El tranquilizante? Voy a mezclarlo con Brylcreem. Ya. Últimamente el pelo me está dando muchos problemas. Gilmour rió por compromiso. Tú también vas a quedarte calvo, dijo Syd. Gilmour se puso en cuclillas en un intento por encontrar los ojos de su amigo de la temprana adolescencia. Fue inútil. Por alguna razón el rostro de Syd resultaba deslumbrante bajo la luz de 40 watts. Han decido que dejarás el grupo. Van a anunciarlo oficialmente en los primeros días del mes que viene. Esta noche tocarás por última vez. Roger está negociando que grabes un disco solista con tu nuevo material. Y no te preocupes por tus royalties: yo estoy de tu parte.

Syd dejo de moler las pastillas, pero sólo porque había llegado el momento de añadir la crema para el cabello. Vació el tubo, lo arrojó por encima de la cabeza de Gilmour, y sacó una cuchara de su bolsillo para mezclar. ¿Y esto del piso, de qué se trata?  Syd intentó peinarse el cabello con los dedos ennegrecidos. Eso ya no importa: ya viste que no sirvió de nada.

Gilmour avanzó. Un paso más. La suelas como un desgarro. ¿Me estás reprochando que haber tomado tu puesto? Syd sonrió con benevolencia y hoyuelos mellizos. Me alegra que al final el Diablo fueras tú, y no Roger: al menos cumplió con esa parte del pacto. Por lo menos tocas mejor que ese idiota de O´List. Abrió los labios como para decir algo más, pero fue para chuparse el índice. Sostenía una cucharada rebosante de Bylcreem. Gilmour le tocó el brazo. ¿Por qué, Syd?

Syd probó la crema alaciadora. Suspiró complacido. Después dijo: The Rolling Stones.

¿Te parece que debimos seguir haciendo covers de los Stones? ¿Crees que debimos esmerarnos es tomar su lugar? ¿En ser los Beatles? No los nuevos Beatles, sino los Beatles. Lo peor del Diablo no es… ¿Recuerdas como nos hicieron celebrar la firma con EMI?

Gilmour recordaba al ejecutivo que depositó la estilográfica bañada en oro de nuevo en su estuche y los llevó por pasillos y puertas y con la venia de guardias hasta el estudio de los Beatles en Abbey Road, el mismo en donde habían intentado grabar Have you got it, yet? Lennon estaba al otro lado del cristal. Tenía un gallo parado sobre las piernas, y cantaba burlón una límpida canción de amor dedicada a la agente de los parquímetros. Yo cerré los ojos, dice Syd. Yo me negué. Y creo que no tengo valor para abrirlos otra vez. ¿Quieres un poco?

Gilmour rechaza la cucharada de Bylcreem. Syd le anuncia con sincera lástima: Tú serás quien toque mis partes esta noche en el UFO. Tú harás playback sobre mi voz en el vídeo de Orange and Apples. Van a meterlos en un estudio con huacales de madera, y Mason ni siquiera va a rozar los tambores.

Gilmour se pone de pie. ¿Quieres que pasemos por ti? ¿A las ocho? Let's not bother, dice Syd mientras estrecha la mano de David Gilmour. Y añade: Lo peor del diablo es que nunca sabrás con certeza las razones por las que deberías temerle. Gilmour se mira la mano: tatuada con la mano de Syd.

¿Le temerás por que se posesione de ti y ocupe tu lugar bajo el sol? ¿O lo que te aterra es que, si te decides al fin a hacer un pacto con él, pidiéndole tus más caros deseos, Él responda inndignado: Have you got it, yet? Vuelve sobre tus pasos, así no tendré que repintarlo todo.

La última vez que Syd Barrett compartió escenario con Pink Floyd, el 25 de febrero de 1968, fue tal y como las presentaciones del grupo en ese año: la guitarra y el micrófono de Syd permanecieron estratégicamente desconectados, y Gilmour, ocultó en el backatstage, tocó y cantó las partes de Syd. Esa vez, sin embargo, Barrett no salió corriendo.

Tocó, no se sabe qué, sin que el lleno total del UFO distinguiera la canción secreta sepultada por los temas que integrarían, meses después, A saucerful of secrets. No la escuchó el público, ni Waters, Mason o Wright (colocado, estratégicamente, dando al espalda a Syd).

Tampoco la escuchó Gilmour, ocupado como estaba en reproducir, acorde por acorde, la música que Barrett había renunciado a tocar.

Sólo hubo una mácula en la actuación: en un momento, Syd miró por encima del hombro, y sus ojos se encontraron con los Gilmour entre bambalinas. El Bylcreem le chorreaba por la cara, como la cera de un muñeco encendido. Movió los labios. Quizá dijo ¿Es que aún no lo tienes? O quizá no. Lo cierto es que los dedos de Gilmour vacilaron y Waters le insultó al micrófono.

Fue que, por un momento, del mismo modo que temió en el último escalón del sótano, Gilmour creyó descubrir otra verdad: los deconectados eran ellos, y Syd ya no estaba a salvo en su círculo blanco. No era para menos, y es que la sonrisa que le dedicó de Syd, la misma del último ensayo, era la de un hombre en llamas que se acerca para darte la mano, divertido ante el asombro que te provoca su condena.

 

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