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CUENTO

A la sombra del sabino

Josefina Estrada

Josefina Estrada
A la sombra del sabino

 

Ahora que estás muerto, puedo decir tranquilamente que te odio. Esta noche, la última, te diré lo que nunca te importó escuchar, y recordarás lo que alcancé a decirte a lo largo de ocho años. Sabías, por ejemplo, de los horrores que me invadían cada vez que el sueño me devolvía a mi madre muerta. La misma que cada noche venía a darme un beso. Si tan sólo sus labios hubieran tenido la frialdad del silencio. Eran templados, como los tuyos, pero los de ella tenían la calidad del perdón. Ahora lo sé. Ella vino la misma noche de su muerte. Aun no sabías de su ausencia, y ella ya estaba conmigo. Y fueron tantas las veces que le pedí respuestas, pero nunca habló. Sólo me acompañaba su silencio y su sonrisa triste, la misma que tenía cuando me contemplaba mientras me enseñaba a leer y hacía a un lado el pelo. Pero nunca sonrió tan desolada como esa mañana cuando pidió verme, cuando me despertó la sirvienta para llevarme a su cama. Y otra vez nadie me dijo nada. Nadie me confió que mamá estaba muriéndose y era la última ocasión que me abrazaría. Y volví a quedarme dormida, creyendo que era una de esas mañanas en que me metía en su cama y ella se dejaba acariciar. Cuando murió, tenía treinta años; yo, doce. Las sirvientas bajaron al día siguiente al pueblo para pedirte que asistieras al sepelio. Les dijiste que no buscaran hombres, que tú solo la sepultarías al pie del sabino. Te recuerdo llegando con el cura, quien ya venía rezando por el descanso de mi madre. Y siguió murmurando plegaria durante horas, hasta que colocaste la cruz sobre la tierra. Desde la buhardilla, los miraba. Me pediste que me fuera a dormir, pero te desobedecí: desde esa noche, se inició la fascinación de mirarte en la oscuridad. El cura se marchó cerca de la medianoche. Aún conservo su imagen, bajando la loma, levantándose el faldón de la sotana negra, revuelta por el viento; iba encorvado, iluminado por la luna. Y lo recuerdo porque fue la última persona que vi. Con tu llegada se fue la servidumbre. Cada domingo, el día que bajabas al pueblo por víveres, te pedía que regresaras con cualquiera de las mujeres que ayudaban a mi madre, a sabiendas que volverías a regresar solo … ¿Estás escuchando? Sé que estás oyendo, tienes que oírme. Mamá me oía. Los dos me están escuchando. Esta tarde, cuando fui a buscan al sabino, a pesar de que tu gesto indicaba lo contrario, albergué la esperanza de que en cuanto cerrara la noche, subirías la escalera y te detendrías en el rellano. En cada uno de los doce escalones crujientes que faltaban por subir, iría sintiendo tu cercanía. Mi piel era como la tierra cuando empieza cubrirse de lluvia: poco a poco humedeciéndose, abriéndose morosamente. Después, la perilla giraba suave, como si temieses que algún día cumpliera mi amenaza de asegurar por dentro la puerta. Nunca entendí tu costumbre de abrir y quedarte de pie en el umbral: permitiendo que tu silueta me cubriera. Tu oscuridad me inundaba y me remitía al principio de los tiempos. Pausado, ibas acercándote para separar la luz de las tinieblas.

Así lo recuerdo, así me lo hiciste creer en los primeros días, aquéllos en que me leías la Biblia. Entre sueños te escuchaba, y sonreía porque sabía que en ese momento mi madre estaría mirándonos con su sonrisa afligida mientras hablabas de la miel y Jos frutos, de las mujeres y los varones hermosos. U na de esas noches tomaste mis pechos; tan parecidos, decías, a los frutos del huerto del Edén. Mis senos irían amoldándose al hueco de tus manos, madurando y engrandeciendo su aureola a través de tus caricias. Recuerdo que no quería que me dejaras sola, te suplicaba que te tendieras junto a mí. Intuía que a tu lado se irían los dolores que me mordían las entrañas. Ésos que también me acosaban durante el día y que eran mayores si detenías tu mirada sobre mi cuerpo, porque era como imaginar, de un golpe, tu lengua en mis oídos y en mis ojos y en mi propia lengua. Pero no hacías más. Llegó el momento en que te supliqué que ya no te detuvieras, que terminaras. Es cierto, yo lo pedí. A los trece años fui tu mujer. Para entonces, mi pensamiento sólo giraba en torno a nuestros cuerpos; todos los objetos de la casa y la realización de cualquier labor o descanso eran motivo de mi exaltación. Pero sólo accedías a mis exigencias en las sombras. Y no todas las noches. Eso jamás acabé por entenderlo. Sólo entrabas si tú lo querías. Subía a la recámara y, desde el lecho, tenía que esperar a que terminaras de cenar, de leer; escuchaba todos tus movimientos. ¿Cuántas veces toqué a tu puerta, si no te detenías en la mía? Pero nunca abriste. Tú podías pedirme,

yo tenía que esperar. Ocho años aguardando tu mirada, tu voz. Si tan sólo hubiese hablado a cualquier hora, durante el día. No me bastaba con que me permitieras hacerlo mientras comías. Tu silencio me calló para siempre, hasta esta noche. Las lecturas y los libros de mi madre me salvaron de la locura. Los libros me empezaron a dar respuestas cuando ya había dejado de preguntar.

Todavía no sé de dónde me nace tanta rabia súbita; ignoro en dónde aprendí el reclamo y la exigencia. Mi madre, lo veo, también me heredó su silencio y los sonidos de esta casona. Los ruidos que ahora me acompañan, los mismos que con tu sola presencia lograbas enmudecer cuando mis oídos se aprestaban para escuchar tu respiración, esa que por la voluntad de mi deseo perdía el control y el ritmo. Pero ya no. Estás muerto. Te moriste viendo la puesta del sol. Tus manos están más frías que todo lo frío que jamás hayas tocado. Pero, ¿qué les hice a mi madre y a ti para que se hayan ido sin despedirse? ¿Te interesa saber cuándo nació mi odio? ¿Quieres saberlo? No quieres, nunca querrás oír nada de la Elisa, de la niña que se hizo mujer a tu lado, que fue tu mujer. No, nunca podrás hablar conmigo. Porque si lo hubiéramos hecho, un día tendríamos que haber mencionado lo que tuviste mucho cuidado en callar.

Era mejor el silencio absoluto, como el que imperó en esta casa, desde que la soledad poseyó a mi madre abandonada. De lo que sí me hablaste fue del amor, pero después entendí que eran palabras robadas; pertenecían al libro. Quisiera, en pago, marcharme y dejarte con los ojos abiertos. No sólo eso, también quisiera irme y abandonarte allá afuera, desde donde ahora estás, anublado y sereno. Otra noche con un cadáver, y yo desde la ventana de la buhardilla contemplando el sabino. Pensé que sería admirable dejarte con los ojos abiertos por el resto de la eternidad. Pero sentiría tu mirada cenicienta, cubierta de hormigas, como si fuera una marca en mi frente. No voy a hacerlo, pero lo pensé, porque así te obligaría a mirar mi figura alejándose y constatarías que ahora sí tengo la fuerza para alejarme, que no estoy amenazando en balde. Pero dejarte insepulto, lo sé, significaría seguir viviendo entre las paredes de esta antigua casa, en donde alguna vez, apenas hace diez años vivía la familia Guadarrama. Tengo que irme lejos; deseo enterrarte. Mañana iré al pueblo, todos sabrán que la señorita Elisa Guadarrama anda buscando sepultureros. Pagaré para que caven tu fosa debajo del sabino, junto a tu esposa, la única y verdadera. No traeré al cura. Yo rezaré sola. Ahora mismo, y por lo que resta de mis días. Elisa, su hija, rezará por el descanso eterno de sus almas. Madre, padre, ¿por qué nunca me hablaron del pecado?




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Josefina Estrada (México, 1957). Periodista, profesora, editora y narradora mexicana; es autora de los libros de cuentos Malagato y Piel bandida, así como de las novelas Desde que Dios amanece y Te seguiré buscando. Ha publicado además libros de crónica, reportaje y otros géneros.

 

 

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