martes. 16.04.2024
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Alfredo Carrera

Alfredo Carrera

Mi viejo llegó con Susana a la playa, pusieron las sombrillas como lo habían hecho cada sábado. El lugar era un desierto, el mar estaba tan tranquilo que más parecía formado por dunas que por olas. Esas tardes las dedicaban a ver cómo se transforma el horizonte.. A veces ella corría al agua, pero al poco tiempo salía. Era mi madrastra, aunque nunca me permitió decirle de ese modo, para mí era Susana y para mi viejo también.

Mi madre se ahogó unos años antes de que llegara ella. Ya desde entonces, el viejo

iba al mismo lugar cada sábado. Ese día el mar estaba picado, pero ahí nadie pone banderas de colores para indicar si es prudente bañarse.. Mi madre conocía el mar, estaba muy confiada en la lectura que hacía de él, en la comunicación que tenían. Ella no fue a la escuela como yo para que le dijeran que a la naturaleza es imposible entenderla. Cuando me dijeron eso en la primaria, mi madre, aunque era muy joven, ya se había muerto.

Susana es una mujer pequeña y delgada. Pensé que así las buscaba mi viejo para

cargarlas y cuidar de ellas. Después me imaginé que a lo mejor era para que no se dieran cuenta que en esta familia tenemos el pene chico. No estoy seguro si el de mi viejo era así. A lado de Susana llegué a la adolescencia y me hice un joven, uno que terminaría por abandonarlos para ir a la ciudad a estudiar una licenciatura.. Mi viejo decía que era para recibir instrucción como si me fuera a la armada. Él era un almirante retirado, no es necesario decir que era muy viejo, que lo único que pudo lograr después de años de servicio fui yo. No he decidido si arruinó mi vida teniendo un hijo único cuando era tan mayor y mi madre tan joven, y mi madrastra igual. Me gusta pensar sólo que me dio la vida.

Cuando era chico íbamos los tres a la playa. Susana se metía desnuda al mar, y yo

creo que así se enamoró mi viejo de ella, pero hasta que me convertí en adolescente descubrí lo qué significaba una mujer desnuda. Mi madrastra era más bella que mi madre. No sé si su piel era más suave. Creo que la palabra es tersa. Sus senos eran muy delicados, eran tan tiernos que cuando se le acercaba una ola ellos también subían. Nos saludaban. Imagino cómo hubiera sido recorrer su piel con mi piel, se deslizaría sin que nada me detuviera. Sus brazos, sus manos eran también así, una cobija que todavía huele a nueva. Cuando salía se acostaba a mi lado para abrazarme. Mis labios se llenaban de sal y me gustaba, ella no ponía cuidado si mi boca quedaba en su brazo, en su axila o en el pezón. Recuerdo la sensación de hundirme en ella, como si fuera una extensión del mar, pero uno en el que podía tocar fondo y sentir su cariño. Sé que me quería, que estaba enterada de la muerte de mi madre. A veces lo repetía: no te preocupes, nunca me voy a ahogar. A mi viejo le molestaba, pero no le impedía hablar del asunto. La primera vez que lo dijo, lloré. No me podía controlar. Para calmarme ella ahogaba mi ruido entre sus senos. La aparté después de unos segundos con pequeños forcejeos. Le dije que la odiaba y corrí a buscar un lugar seguro para berrear y maldecirla. No pude reconocer si mis labios tenían el sabor de mis lágrimas o del mar.

Mi viejo llegó por mí, cansado, vi en sus ojos unas ganas de matarme. Corrí de nuevo. Sabía que él me amaba, pero también sabía que la amaba más a ella y me supo distinto todo. Sentí que odiaba a mi viejo porque la tenía y yo no tenía nada, lo tenía a él. Dejé que me alcanzara, tuve miedo de que me golpeara como no lo había hecho, pero me abrazó; lo hizo como nunca más lo volvió a hacer. Un abrazo fuerte. Me dijo que me amaba, que Susana también, aunque era muy joven. ¿Muy joven para qué? Le pregunté, y me dijo sin pensarlo: muy joven.

Mi viejo tenía el torso lleno de cicatrices, en la playa tomaba cerveza y vodka, el

primero para el calor, el segundo por si el frío. Susana besaba las marcas en su cuerpo cuando a él le costaba trabajo levantarse de la silla, decía que era para despertarlo y entonces nos íbamos a casa. Jugábamos damas chinas y el sábado terminaba.

Tenía trece cuando reconocí su piel en mi boca por primera vez, la abrí cuando ella

me abrazó. Soltó una risita cuando mi pene se levantó y mi traje de baño parecía una antigua casa de campaña. Pasó su mano encima de mí para pegarlo a mi piel. Yo me puse todavía más rojo. Mi padre estaba dormido. Susana me besó la boca, después me dijo que ya no era un niño. Se vistió sin prisa, yo quedé paralizado, no dejé de verla hasta que sentí humedad y corrí al mar. A la distancia descubrí que darme cuenta de esa desnudez significaba que era un hombre, que mi cuerpo cambiaba, que era un humano que abandona la niñez.

Estudié derecho sin saber qué hacía, mi viejo pensó lo mismo. En la ciudad conocí

diferentes mujeres, pero con cada nueva mujer volvía a mi cabeza el cuerpo de Susana. Y rebuscaba en mis recuerdos para saber cómo habría sido el de mi madre, si no lo hubiera sentido igual cuando pusiera mi cara en ella, si hubiera sido distinto. Mi viejo no hacía mucho en su vida. En la licenciatura descubrí que no todos los padres hacen lo mismo y que las familias no son así, que la mía no era como todas. Volví cada mes a casa, íbamos a la playa los sábados; mi padre ya no tomaba tanto, pero llevábamos más cervezas para que yo las tomara y le hablara de mi vida y mi futuro. Susana iba como siempre, pero ya no se metía desnuda al mar, tampoco decía que no se ahogaría. Mi viejo además empezaba a perder la vista. Me di cuenta en esas vueltas a la casa que la vida que envidiaba era la de mi

padre, ahí frente al mar, como esperando a que se lo llevara. Él no hablaba, a mí no me paraba la boca y de vez en cuando me pedía una tregua. Susana me contaba las novedades, aunque nada nuevo había pasado desde que me había ido. La vida frente al mar no les daba mucho: los hacía felices. No recuerdo cómo llegó Susana con mi viejo, un día se apareció en la casa y me dijo su nombre antes de entrar a la habitación principal, antes de apagar la luz y desaparecer tomando la mano de mi viejo. Algo más tuvo que haber antes. Cuando conocí la historia de Alfonsina Storni la sentí cercana, como si mi madre ya supiera de Susana, de una infidelidad y ella se hubiera metido al mar para morirse.

El viejo llegó con Susana a la playa, pusieron las sombrillas como lo habían hecho

cada sábado hasta ese día. Yo no estuve ahí, sólo sé que no llevaron cervezas, que Susana se había enojado por algo que ni ella recuerda y que mi padre ya casi ciego se fue al mar de manera inédita hasta ahogarse, hasta que el mar lo abrazó para luego echarlo ya sin vida a la arena. Ella no lo vio hasta que el océano escupió el cuerpo. Al verlo no pensó en besar las cicatrices, porque sabía que no podía despertarlo; cuando me llamaron sentí un trago de agua salada, como el cuerpo Susana y el mar.

Llegué a abrazarla cuando ya había enterrado a mi padre. Era sábado, como siempre que vuelvo, como siempre que voy a la playa. La hice soltar su maleta, tomé un montón de cervezas para arrastrarla hacia la arena. Fue la primera vez que le vi tomar una cerveza tras otra. Se levantó, algo la inquietaba en serio, caminó en dirección al mar y sus prendas las dejó tras sus pasos. Yo había tomado suficientes cervezas para no levantarme. “No saldrá viva”, pensé y cerré los ojos.

Un abrazo desnudo me despertó. No me había equivocado, mi mano recorrió su

espalda completa hasta las nalgas: ella era suave todavía. Sus labios volvieron a los míos y sus manos no sé dónde estaban. Mi pene no pudo imitar la casa de campaña porque tenía el pubis de Susana encima. La hice a un lado para tomar otra cerveza. Encendí un cigarro. Mis dedos de la mano derecha no dejaron de moverse, las nalgas que tocaban se apretaban de vez en cuando. Su mano fue a mi entrepierna y cerré los ojos para dejarme llevar.

Al oscurecer volvimos a casa e hicimos el amor en la cama de mi viejo. No era más mi madrastra porque entré y salí de ella sin que volviera a ser concebido. Susana se quedó muy quieta, con los ojos cerrados, observé la puerta como si mi padre fuera a entrar. Me vestí sin prisa para que me observara y salí con el resto de mis cosas. Algunos sábados me despierto con la sal ahogándome.




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Alfredo Carrera (Morelia, 1984) Ha publicado los libros de cuento “Urbanodontes” (Pictographia/INBA, 2013) y “Amniótico” (Paraíso Perdido, 2016); el cuento infantil de terror “Los últimos días” (Colibritos, 2010) y la novela juvenil “Vida extra” (Pearson, 2016). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones. Obtuvo el IX Premio Nacional de Poesía Desiderio Macías en 2017.


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