miércoles. 24.04.2024
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Distanciamiento moralizante y distanciamiento crítico [II]

Anonimo
Tachas 351
Distanciamiento moralizante y distanciamiento crítico [II]

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Es muy común la creencia de que si los individuos tuviesen mejores “valores morales” su comunidad operaría de un modo más justo. Se trata de una creencia que pasa por alto dos cuestiones de hecho: que todo contexto tiene una realidad material específica y unos criterios morales arbitrarios que escapan a los límites de la buena voluntad de los individuos. Así, en México, sin importar cuán honestos sean todos los gobernantes o cuáles niveles de excelencia consiga la educación, jamás se podría llegar a los índices de bienestar que Canadá ofrece a sus ciudadanos. Hay cierta realidad geopolítica que no resulta de la simple mezcla de las buenas o malas intenciones de cada individuo que conforma la humanidad.

Más aún, por el modo en que hoy opera la realidad económica, el hecho de que los individuos tengan un mejor nivel de vida en Canadá no es independiente de la miseria de otros países. Cuando se admite esto, pero sin superar el distanciamiento moralizante, aparece entonces una cierta “moral de competencia” en la que, dicen, cada individuo debe preocuparse por contextos que le otorgan identidad: por sí mismo, por su familia, por su barrio, por su equipo, por su patria.

Este individualismo identitario es el que llega a permitir afirmaciones tan absurdas como aquella de que “el pobre es pobre porque quiere”, otro síntoma de la inercia que ignora o minimiza la confusión entre ser de hecho y deber ser ideal, propio del distanciamiento moralizante, la trampa del pensamiento detrás de todo voluntarismo. Este consiste en asumir que cierta parcela de lo real depende de la combinación de la voluntad individual de sus actores y que, por lo tanto, basta tener una “mejor voluntad” y alinearla colectivamente para resolver sus problemas (en su expresión más simple: “querer es poder”).

A pesar de todo esto, tampoco podemos simplemente confiarnos de que la experiencia espontánea (de hecho) es completamente heterogénea del distanciamiento moralizante (ideal), hay en realidad una co(i)mplicación. Si bien nuestras reacciones espontáneas no pueden ser absolutamente inerciales, pues seríamos enteramente predecibles (y al menos todavía no lo somos), reaccionar de manera “normal” supone que algo ha sido normalizado. Esto se vuelve muy claro en el cine: sabemos que hay ciertas fórmulas (más o menos complejas: ángulo, tipo de encuadre, iluminación, sonido, línea del diálogo… y sus mezclas) planeadas para generar ciertas reacciones que de hecho generan en la mayoría de los casos.

Que esta planeación funcione no significa que “mágicamente” el cineasta nos provoque reacciones, sino que toma elementos de la normalidad que alcanza a percibir (o sencillamente copia fórmulas de cineastas anteriores). No depende, pues, de su voluntad, sino de aquello que previamente estaba normalizado. Las experiencias espontáneas efectivamente responden, en buena medida, a normalizaciones, pero lo que se normaliza no depende sencillamente de alguna voluntad individual o colectiva, sino de una mezcla de saberes, instituciones, conceptos disponibles, configuraciones políticas, etc.

Pero esto implica que, en esa cotidiana (y ya milenaria) confusión del ser con el deber ser, propia de un voluntarismo que se ha vuelto inercial, se normalizó que el primero se asimilara al segundo. Así, acontecimientos que causaban cierta reacción moral espontánea en el cine mexicano de los cincuentas posiblemente hoy no la causen y, de a poco, cierto tipo de acontecimientos que no nos causaban reacción moral van comenzando a causarla “espontáneamente”. Al entender esta co(i)mplicación la noción misma de “espontaneidad” pierde entonces una aparente pureza que quizá jamás tuvo: el ser no es mucho más que un deber ser normalizado. Esta intuición ha generado recientemente una doble percepción correctiva de la normalización.

Por un lado, la acusación de que ciertas acciones normalicen cosas que no deberían de ser normalizadas, el famoso “dejemos de normalizar…” tal o cual cosa. Por ejemplo, veo con facilidad que alguien podría acusarme de apologista del racismo porque con mi ejemplo (de la entrega anterior) estoy “normalizando” que los chistes racistas causen gracia. El ejemplo sólo intenta poner de manifiesto que estamos en un umbral histórico (como siempre, por lo demás) en que algo que era de hecho considerado normal en cierto contexto (al grado de que fácticamente se trató de una reacción inercial) es puesto en cuestión desde un distanciamiento moralizante. Claramente el problema no es el chiste sino la normalidad racista que respalda su existencia: el distanciamiento moralizante tiende a quedarse en la superficie del problema, como si combatiendo algunos síntomas evidentes en algunos individuos se llegara a erradicar la epidemia.

Por otro lado, esa puesta en cuestión propia del distanciamiento moralizante tiene por finalidad “normalizar” algo, y con frecuencia nos hallamos con la frase “normalicemos…” tal o cual cosa. En este ejemplo podría ser un “normalicemos ofendernos por los chistes racistas”. Esta perspectiva comporta voluntarismo y, como intenté explicar, además de confundir ser y deber ser (que están co(i)mplicados, pero no a voluntad), ignora una realidad material específica y la arbitrariedad propia de los criterios morales.

En nuestra realidad capitalista, que un grupo “salga adelante” necesariamente tiene un costo para otro grupo. Esto significa que los criterios morales (lo que debe ser un bienestar económico, por ejemplo) que consideramos para nuestro grupo identitario tienen que ignorarse respecto a los grupos que resulten afectados. No es gratuito que una película llamada El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens) se haya convertido en estandarte nacionalsocialista. Lo cierto es que la buena voluntad fracasa de antemano, sólo llega a “triunfar” cuando es violenta, cuando excluye a otros de la moralidad que defiende para los suyos. Por otro lado, para esos “triunfos” resulta crucial la realidad material de su contexto. El voluntarismo no ha sido más que una estrategia inercial carente de creatividad, una fe incuestionada que comporta una esperanza vacía.

Uno de los ejemplos actuales más claros del “normalicemos…” es lo “políticamente correcto”. Pareciera que genuinamente se va creyendo que, censurando las reacciones primeras o al menos siendo demasiado duros ante éstas (en lo individual y en lo colectivo), conseguiremos corregir el orden de lo fáctico en función de lo que ciertas coordenadas espaciotemporales consideran correcto. Lo paradójico (lo co(i)mplicado) es que de hecho esta normalización va ocurriendo, pero no del modo en que se espera: lo que se va volviendo normal es reprimir las reacciones espontáneas por miedo a las reacciones (espontáneas o no) moralizantes, que pueden ir desde ser juzgados hasta ser linchados (mediática, social o hasta corporalmente), lo cual no excluye el automartirio culpabilizante.

Esto hace que fácticamente podamos experienciar algo tan paradójico como un “distanciamiento previo”. Y no es que sea la primera vez que ocurre en la historia, pero hoy se va normalizando un reaccionar que cuida la reacción misma en función a la corrección política del acontecimiento, es decir, se va normalizando volvernos estrictos guardianes y jueces de nuestra espontaneidad, una cierta parálisis ante los acontecimientos e, inmediatamente después, una reacción moralizante, más o menos excesiva, casi siempre en razón de hacia dónde apunten los vientos de nuestras autoridades morales predilecta. Esto implica que se han ido constituyendo (o fortaleciendo) los saberes, las instituciones, los conceptos y las configuraciones políticas que favorecen esa represión y ese enjuiciamiento.

Mucha gente no hallará ningún problema con todo esto. Yo encuentro que ciertas violencias que antes podían tener un carácter evidente, y que por lo tanto funcionaban como alarmas que nos avisaban de qué podíamos cuidarnos, ahora se irán refinando. Hoy hay sistemas de acumulación de capital moral en los que, en función a la percepción colectiva de la medida de la autoridad moral (del capital moral acumulado), se permiten ciertos autoritarismos: por ejemplo, son tomados en cuenta con mayor fuerza sus pronunciamientos respecto a tal o cual tema sin importar en qué medida lo conocen. No tiene ninguna novedad que haya lobos disfrazados de ovejas, quizá la novedad es que la acumulación de capital moral ahora les permite también ser pastores (a quienes generalmente acompaña la función de cazadores).

Está además el ejemplo importante y complejo de cómo el ser víctima otorga capital moral, y cómo eso está haciendo que se vuelva una ventaja retórica victimizarnos y, como parte de la co(i)mplicación antes señalada, incluso nos podemos ir convenciendo de que efectivamente somos víctimas (sirve que así no nos culpabilizamos cuando lo usamos como ventaja retórica, es decir, se produce un bucle de este dispositivo moralizante). Quizá en otra época sobraría decir que eso no quita que haya víctimas reales, la cuestión ni siquiera es que tenga algún carácter nocivo reconocer cuándo en nuestras vidas hemos sido víctimas, sino que esos hechos nos ofrezcan rendimientos retóricos a la hora de opinar sobre cualquier tema. Convencer más por el grado de sufrimiento percibido por el espectador es, sencillamente, arbitrario (por más que responda a una clara racionalidad histórica: la culpa como deuda a saldar).

Hay, entonces, un segundo modo de distanciarse de la experiencia espontánea y es el distanciamiento crítico, el que precisamente permite percibir esa clase de arbitrariedades y, en general, distanciarse de estas inercias. Su principal diferencia estriba en que no pretende corregir, en el sentido de “establecer qué es lo correcto para modificar la conducta”, no pretende conducir a donde debería conducirse el modo de ser. El distanciamiento crítico no pretende instituir un mejor modo o “normalizar” algo, por el contrario, realiza una crítica permanente a lo normalizado porque precisamente lo normal es lo que se admite acríticamente. La normalización, que de hecho trasciende todo voluntarismo, es la neutralización de la crítica, por lo que el distanciamiento crítico no parte de una fe en algún “progreso”, no pretende que se llegue a superar la crítica, no sueña con un estado ideal en el que ya no sería necesaria, su interés está en reconocer siempre la apertura propia de la vivencia, en que, en general, nos volvamos menos predecibles.

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