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ESTA CANCIÓN PODRÍA SER TU VIDA [NOVELA POR ENTREGAS, 14]

The only living boy in New Cross (Carter the unstoppable sex machine, 1992)

José Luis Justes Amador

Esta canción podría ser tu vida, 14
Tachas 358
The only living boy in New Cross (Carter the unstoppable sex machine, 1992)

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Con el tiempo, al terminar la carrera, aprendí amar la física. Fue así, de repente, como uno de esos días que se ve un rostro, una manera de agarrar el cigarrillo o de decir las cosas y uno se dice a sí mismo “ella”. Fue un día, al ver la ecuación de Dirac en la clase de cuántica. Antes, mucho antes de que se pusiera de moda como tatuaje de amor entre niñatos criados en Wikipedia. Podía intuir lo que ponía ahí. Sabía que había algo, aunque —era lo único que estaba escrito en el pintarrón el primer día de clase- no pudiera entenderlo todavía. Ni entonces. Era algo parecido a lo que dicen los matemáticos puros que sienten al ver la identidad de Euler.

Pero, como en la vida real, cuando nace el amor aparecen también las pruebas para demostrar si es verdadero o es una de esas flores que se ven hermosas en el invernadero pero mueren a las pocas semanas de que alguien, engañado o autoengañado, las lleva a casa.

Gracias al promedio y a que, por suerte, me cayeron dos temas que dominaba en las oposiciones a maestro de física de secundaria —en las que tampoco había tanta demanda ni competencia-, conseguí mi primer trabajo, de por vida a no ser que lo estropeara en un instituto de educación secundaria en un lugar a mitad de camino entre el pueblo y la ciudad. Unos cincuenta mil habitantes, los suficientes como para que la máxima separación fueran dos grados, aunque en la mayoría de los casos eran uno, y los bastantes como para que los infiernos no lo fueran tanto.

La mudanza fue rápida y práctica. Tampoco tenía tanto que llevarme de casa de mis padres. Apenas dos maletas. Eso sí, repletas. Lo demás, sobre todo recuerdos que con el paso del tiempo desecharía, porque no tenían ya ninguna memoria asociada, libros y discos, cupo en dos cajas que llegaron a las dos semanas.

Alquilé una casa enorme y en buen estado, apenas a dos minutos andando del anodino edificio donde daría clases en un par de semanas. Y esas dos semanas la pasé familiarizándome con el lugar, con la estructura medieval del centro que se deshacía, de repente y sin aviso, en un conglomerado de edificios de departamentos tan semejantes entre sí como lo eran con los de la ciudad de la que venía. La distinción, la zona límite la marcaba el río, un río que se correspondía con ese gran dios marrón del que había leído, no recuerdo en quién, en mi último año de crítica literaria. (“Los hombres de ciencia tienden a establecer una fijación con un artista”, leí años después.)

Era, no por primera vez en mi vida, el nuevo. Pero sí el intruso, la especie no endémica que llega a un ecosistema, el signo mal colocado que rompe el delicado equilibrio de una ecuación ya casi al final de la resolución.

Así me sentí el primer día. El día de las preguntas idiotas.

—¿Qué tenemos que hacer para pasar esta materia?

Supuse que habían elegido, no sonaba a pregunta natural, a propósito, a la rubia natural delgada y de ropa descocada para hacerla.

—Amar la física. —Me corregí. —Y estudiar para los exámenes, aunque no la amen.

Si la pregunta me había resultado absurda, mi respuesta me había dejado como un absoluto imbécil ante la desconcertada clase a la que imaginaba, viendo sus caras, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no reírse en la mía. Di la peor sesión de toda mi vida.

Al llegar a la sala de maestros, enfadado conmigo mismo por el ridículo de aquella primera clase, no esperaba la segunda pregunta del día.

—Tú eres el nuevo maestro de física. ¿Qué estudiaste?

No podía quedarme callado. Contesté lo primero que me vino a la cabeza.

—Defensa contra las artes oscuras. —En aquella época Harry Potter ni siquiera era un esbozo en la cabeza de Rowling. Salí a mi siguiente clase sin esperar la cara de la maestra que había formulado la pregunta.

El día fue mejorando de desastre total a simplemente desastre. Ni se me ocurrió pararme en la sala de maestros, imaginando que el chisme ya se habría extendido entre mis futuros compañeros. No me quedaba otra opción que regresar a casa al terminar. Mi ronda vespertina de bares podría esperar.

Dejé caer al azar la aguja sobre el primer disco que saqué de la caja recién llegada. No sé si era un oráculo o mi eterna manía, y deformación profesional, de conectar todo con todo, o una simple coincidencia. Así me sentía. El único ser vivo de aquel ambiente, de aquel ecosistema al que sabía que no pertenecía ni pertenecería.

La siguiente canción del disco era “Suppose you gave a funeral and nobody came”. Si me muriera ahí mismo, tendrían que llevarme a mi ciudad natal para que alguien fuera a mi funeral.

Me levanté para cambiar el acetato. El segundo en la caja era Slint

 


***
José Luis Justes Amador (España, 1969) es filólogo con un posgrado en Cambridge sobre poesía inglesa contemporánea. Sus publicaciones más recientes son "99" (2019, UAA) y "El poeta, enamorado, escucha 'The Velvet Underground and Nico'" (2018, IMAC).
 

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