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DISFRUTES COTIDIANOS

Fronteras e identidades

Fernando Cuevas
Girl (Dhont, 2018)
Girl (Dhont, 2018)
Fronteras e identidades

Seres en tránsito que buscan entenderse a sí mismos en contextos que por momentos les resultan ajenos o desconocidos, añorando un pasado que tampoco termina de absorberse. Cambios de hogar, diferencias en relación con los demás y una sensación de ausencia continua, derivada de decisiones propias o producto de destinos y orígenes inciertos. Extranjeros, outsiders, extraños, anomalías que no encajan en países ajenos, aunque sea el propio. Como le sucedía a la chica bailarina transgénero en Girl (Dhont, 2018), al joven gay iraní en Luciérnagas (Khoshnoudi, 2018), a la adolescente china en El futuro perfecto (Wohlatz, 2016) o a la niña pequeña de Verano 1993 (Simón, 2017), por mencionar ejemplos recientes. Tres cintas al respecto: la primera se puede ver en Cinepolis Click y las otras dos en Netflix.

Oliendo el origen

Una oficial de aduanas de rasgos animalescos (Eva Melander, indagadora) es capaz de oler el miedo, la vergüenza y la culpa, entre otras emociones humanas, por lo que su trabajo es muy valorado para detectar actos ilegales y criminales en el tránsito e ingreso de personas a Suecia por la vía marítima. Vive con su pareja, un entrenador de perros con quien no intima en ningún sentido, y mantiene una relación distante con su padre en pleno inicio de Alzheimer, buscando mientras tanto, entender su propia naturaleza y condiciones distintivas, dado que se percibe diferente a quienes le rodean y siente que no pertenece del todo a ese contexto: de hecho prefiere vivir en una casa en medio del bosque.

En un día normal de trabajo, identifica a una persona (Eero Milonoff, esquivo) que llama poderosamente su atención y a quien no consigna a pesar de la detección de alguna irregularidad en su equipaje; posteriormente, mientras está encargada de participar en un caso de pornografía infantil por ella descubierto en parte y con antelación, vuelve a entrar en contacto con el misterioso personaje con el que se se identifica pronto, física y afectivamente, incluso dándole asilo en su casa: este encuentro resultará fundamental para aclarar su camino hacia la comprensión de ella misma y su lugar en el mundo, si bien los descubrimientos en ese sentido implican nuevas búsquedas.

Coescrita por John Ajvide Lindqvist (Déjame entrar, 2008) y basada en un cuento del iraní-danés Ali Abbasi, entregando aquí su segundo largometraje como director tras Shelley (2016), Criaturas fronterizas (Border, Suecia-Dinamarca, 2018) es un relato de autodescubrimiento desde la perspectiva de la diferencia como ingrediente esencial para construir la propia identidad, comprendiendo el origen personal para entenderse como ser interactuante en el presente, dentro de un contexto que parece ajeno pero en el que al final se sigue cohabitando, acaso como una extraña en su propia tierra.

El guion consigue navegar fluidamente por la fantasía, el drama social, el thriller policiaco y hasta el romance con sorprendente flexibilidad y control del timón narrativo, retomando elementos de estos géneros y amalgamándolos para construir un relato que nos conduce por parajes inesperados, como si estuviéramos en uno de esos imponentes bosques nórdicos en los que se puede tomar cualquier rumbo para extraviarse, concluyendo con un desenlace que nos termina por desarmar en varios niveles, tanto por la sorpresa como por la integración fulminante de muchas señales que se fueron dejando a lo largo del relato.

A partir de una fotografía que se interna en los distintos ambientes, tanto de los amplios parajes arbolados y acuáticos que sirven de escenografía para el desarrollo del intenso vínculo entre los dos personajes, por momentos salvaje y portando eficaz trabajo de maquillaje, los acontecimientos se van sucediendo en compañía de un score de Christoffer Berg (productor de Fever Ray) y de Martin Dirkov, encontrando el tono justo de intensidad de acuerdo con los eclécticos momentos que nos regala esta cinta en constante mutación, una de las mejores que se exhibieron por acá el año pasado, cuando todavía se tenía la costumbre de ir a unos lugares muy iluminados por fuera y oscuros por dentro llamados salas cinematográficas.

Glocalización cumbiera

Un joven cholo perteneciente a una banda conocida como los “Terkos”, que gira alrededor del gusto por la cumbia y el baile (de ahí el nombre de la vertiente cultural de los “Kolombianos”) y que forma parte de un ecosistema más amplio de grupos que se mueven en la frontera de la delincuencia con diferentes niveles de violencia, tiene la necesidad de irse de su barrio en las afueras de la gran ciudad industrial por una confusión en la que se le vinculó con el asesinato de otros miembros de una pandilla. A sus 17 años, tiene que abandonar a sus amigos, a su gritona madre y a su hogar para huir de las amenazas y volverse un inmigrante ilegal. Por lo menos se lleva el dispositivo donde están las canciones que le remiten a su tierra y su gente.

El destino será una inhóspita urbe de hierro, alumbrada con apagadas luces neón, de calles estrechas y multiculturales, en donde empieza a trabajar un tiempo haciendo remodelaciones en una cuadrilla de albañiles con quienes se pelea y tiene que recurrir a resguardarse en la azotea de la casa-negocio de un anciano oriental, cuya nieta adolescente establece con él una relación motivada por el exotismo de su imagen, reflejo de su idiosincrasia y que llamaba la atención de fotógrafos de ocasión: solo las cumbias parecían mitigar la sensación de aislamiento y soledad, distraída también por la necesidad de sobrevivir buscando cualquier apoyo, incluyendo el de la veterana prostituta del tugurio cercano.

La historia va y viene en el tiempo del barrio de Queens en Nueva York a las afueras de Monterrey y en el tránsito de una a otra, justo en los años en los que la ciudad norteña vivió una fuerte crisis de violencia en el sexenio calderonista que partió, y lo sigue haciendo, a muchas regiones del país, aquí representada con gran sentido contextual, cual telón de fondo que se aparece de manera puntual, a través de reveladoras manifestaciones: los anuncios radiales con mensajes del presidente, evitando simbólicamente que el protagonista pueda comunicarse con los suyo a través de ese medio; la balacera en la que una maestra, vuelta heroína, tranquilizó a los niños a través de una canto y pidiéndoles que se protegieran en las bancas y, por supuesto, las rencillas incrementales entre distintos grupos, la llegada de armas y la fallida política de seguridad.

Dirigida y escrita por Fernando Frías (Calentamiento local, 2008; Rezeta, 2012), Ya no estoy aquí (México-EU, 2019) transcurre a partir de una notable fotografía llena de logrados encuadres que enfatizan la fragilidad escondida en vestimentas y rostros de curtida valentía, sustentada además en una destreza técnica para el manejo de cámaras, con esos desplazamientos panorámicos por Monterrey y los movimientos por los estrechos espacios neoyorquinos. La sensibilidad narrativa se refleja en una oportuna edición que anuncia con certidumbre el desarrollo de las secuencias. Encabezado por un convincente Juan Daniel García Treviño, el reparto gana en transparencia y los diálogos se escuchan naturales, cualidad no muy frecuente en el cine mexicano, produciendo una constante sensación de verosimilitud en la historia, sin caer en el tremendismo fácil o en la apología simplona.

Frontera distante

Escrita y dirigida con apuntes biográficos por el debutante en largometrajes Alan Yang, conocido por las series Parks & Recreation, Forever, The Good Place y Master of None, Cola de tigre (EU, 2020) es una sencilla y evocativa historia de un hombre que decide en su juventud salir de su natal Taiwán, dejando a su novia y madre, para ir a buscar fortuna a Estados Unidos, a través de un matrimonio arreglado. Vemos su infancia con la abuela frente a la ausencia de sus padres; su etapa más feliz de joven trabajando con su recuperada madre en una fábrica y divirtiéndose con el amor de su vida; su adultez adusta ya cargando con las rutinas y amarguras, y su vejez, tratando de reconstruir la relación con su hija también en problemas, y mirando a ese pasado que suele idealizarse en estos casos.

Con esperables cambios en el tiempo que viaja de un presente solitario a un pasado lleno de expectativas poco a poco volviéndose rutinas aplastantes –ahí está la secuencia de cómo se baja y sube la cortina de la tienda cuyo piso hay que lavar con esmero-, la historia se cuenta desde una perspectiva nostálgica sin profundizar demasiado o por momentos cayendo en ciertas obviedades, aunque bien reforzada por una fotografía que alude a épocas extraviadas de grandes plantíos o del escondite secreto ante la llegada de los soldados, cuando todavía quedaban fuerzas para aguantar un trabajo rutinario, ganas de bailar o ímpetu para salir corriendo de algún restaurante sin pagar la cuenta. Un relato acerca de cómo se va perdiendo la emoción de vivir y de seguir buscando nuevas experiencias, paradójicamente, cuando más estabilidad material parece tenerse.