miércoles. 24.04.2024
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CUENTO

Tiburcio

Yara Ortega

Tachas 31
Tachas 364

— Con dieciséis años, y mi criatura a cuestas...

Ya casi acabalaba los diecisiete. Y como le entraba al jale como si fuera mayor, pues ganaba mejor que cualquier maistro. Y empecé a llevar dinero a la casa, pero entre más ganaba, menos llevaba.

Y no llegué el sábado, luego de rayar. me fui con unos compas (todos ya muertos), a echar unos alcoholes. Amaneció el domingo, y con los dos pesos que me quedaban, me fui para la casa. Al llegar, estaba la rinconera con una cara bien larga. Y mi santa madre, que Dios tenga en su santa gloria, no me dijo nada. Su mirada me reprochaba todo. Sin decir nada, más me hubiera valido una chinga.

—Tu mujer, que no acaba de parir. Esto se va a ver feo...

pero más peor que peorcísimo... Al mediodía, luego de dos noches casi con dos días, nació mi primera hija. Ya venía muerta.

La envolví en una garra de rebozo, y me dejé bajar desde el cerro. Venía descalzo, pero no sentía los golpes de las piedras en los pies desnudos. Llegué al templo. Pregunté por el cura. Me dijo el sacristán que andaba en la fiesta patronal de Señora Santa Ana.

—Bueno, ancá doña Anita Sánchez, tienen comelitón. Qué se ofrece, para darle el recado.

Nomás le enseñé mi bultito.

—No pues así no se puede. Consíguete primero los seis pesos que cuesta la misa de cuerpo presente, más los cuatro del bautismo. En el panteón te van a cobrar otros diez.

Y que me compro con los Galván un peso de alcohol puro. Y me senté, onde siempre me miras, en la plaza, bajo un árbol. Siempre el mismo. Y me lo bebí de golpe, que ni sentía el cuerpo lo que recibía.

—Y ora, compa, que pasó.

Y le platiqué a un individuo. Y que me dice:

—Amos ancá el "Padre Gordito". Ese viejo es riata, y verás qué buena solución nos da.

Llegamos a una casita igual o más destartalada que la mía. Y al tocar con la aldaba, él mero nos atendió.

—Mira hijo, no es problema el dinero.

Y de una pila agarró agua, le echó la cruz, y me bautizó a la difuntita, que ni bulto hacía. Ana se llamó.

—A la Madre del Cielo le gusta que a los chiquitos les pongan su Dulce Nombre y el de su Hijo, por tanto, todos los niños son José o María. Llégate en paz.

Ya con la pena partida en dos, donde la mitad más grande era que mi angelito no se fuera al limbo, me dijo el compa:

—Ire maistro, véngase pa'cá.

Y agarramos de las Ocho Esquinas a las afueras. Llegamos al pantión. Nos brincamos la barda de piedras, donde es ahora la calle Libertad. Un chiflido largo y uno corto. Y se asomó el velador del camposanto.

—Quihubo vale?

—Quihubo vale?

Y que mi valedor le platica al velador, que andaba yo desde la hora de la comida con mi muertita en brazos.

—No se agüite maistro. Vale de mi hermano, valedor mío. Véngase para acá.

Y caminamos, primero entre los monumentos de granito y mármol, pasamos el "descanso"... Luego, las cruces de fierro forjado, chambireteadas. Después otras de mezcla, malechonas. Luego las de palo, que ni nombre o fecha tenían.

A espaldas de la "Escuela Nueva", cerquitas del pozo artesiano que surtía las primeras obras de agua potable. Ahí nomás, junto a las jacaranditas que empezaban a crecer y ya floriaban, con las manos apartó la tierra. Y con ese sentimiento, que no he vuelto a sentir ni cuando se me murió la difunta, ni mi madre, dejé a mi niña. Entonces le miré la cara, y estaba afaccionadita, morenita como mi jefa.

Le saqué al velador el peso que me quedaba. Un último billete de a peso. Más arrugado y mugroso que mi conciencia. Quería pagarle, aunque fuera en partes, los diez pesos que valía el entierro. —Guárdelo m'ijo. Ese peso hace falta en su casa. Aquí no, esto es terreno santo. Aquí todos los cristianos tienen derecho a descansar. Échele la tierra, con su mano. Que sienta aunque sea un poquito las caricias que le iba a dar, de haberse logrado.

Y no sé cómo, llegué a la casita. Ya bien de noche, nomás la luna creciente me acompañaba en medio de los ladridos de los perros. Ah, cómo lloraban los chuchos, con unos ullidos y lamentaciones que hubiera querido para mí. Qué ganas de ser bestia del mal, que me hicieran pedazos, porque traía unas ganas de peliar a muerte, con quien fuera. Ganas de matar. de morirme.

A la puerta, mi viejita y mi mujer.

—Onde andabas m'ijo... no te apures, no fue culpa nuestra. Dijo la partera que fue la "andancia", que hay mucha bronquites, que se lleva a los tiernitos antes que miren la luz del día. Que nomás le echemos un Padrenuestro, unas avesmarías. Que pronto nos la vamos a reponer.

Me decía mi costilla, mi María Ana. Mientras, me arrimaba una palangana de agua caliente.

—Mira tus patitas, cómo las trais. Cuántos días tendrás sin zapatos, tú que tienes piecitos finos, como de niño rico.

Y mi jefita, sacando árnica, para cocer y darme una friega en todo el cuerpo.

Ya después supe que me dieron una canela. Piloncillo. Migajón, para recogerme la bilis. Y como pudieron, me metieron bajo el sarape, a sudar la pena. Perdido, abrí los ojos después de muchos días.

—Viejito, ya recordaste, bendito sea Dios y las Ánimas del Purgatorio. Ven, cómete una gordita calientita. Hay chile picoso y café nuevo. Ya con el buchecito lleno, vamos a ver al patrón, que te devuelva la labor. Vas a ver, ya que te repongas, qué buen jale vamos a hacer entre todos.

Mi María Ana, cuidándome. Mi jefecita, consintiéndome. Cuando mi vieja (bueno, estaba nueva, con dieciséis años), que en lugar de guardar cama la cuarentena por el parto, más otra cuarentena por el malogro, ya andaba en pura chinga consiguiendo ropa para lavar y planchar. Con sus oídos tapados con algodón y vaporub, la cabeza envuelta, los chiquiadores en las sienes; alzaba un espumarajo en el lavadero, cantando como un jilguero. Mi vieja, debajo del pirul, nomás me veía con los ojos aguanosos. Por muy hombre, me arranqué a la obra, y le dije al arqui que le chambeaba de a oquis medio jornal de ese viernes y lo del sábado; pero que me repusiera en mi puesto.

Y de ai'enmás, nadie me vio nunca llorar. Cada criyita que me iba dando Dios, apenas nacida, la empinaba en el lavadero. Le jincaba el "José" o el "María", según el caso. Y de segunda, el santo del día que cayera. Pero si no se lograba, con mis manos de albañil escarbaba la tierra, abajo del pirul, y ahí mero eché a dos varoncitos y una niña más. Pero ya bautizados. Al cabo el "Padre Gordito" me enseñó el modo derecho de no quitarles escalones para que suban al cielo.

Dios le dé la gloria al vale del cementerio, que me enseñó a sepultarlos con todo el amor que les hubiera dado de haber vivido. Acariciándolos con mis propias manos, como si hubieran crecido, de haberse logrado.

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