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Tiburón a la vista

Oscar Luviano

Óscar Luviano
Tachas 368
Tiburón a la vista

Hace 45 años hicimos fila para ver Tiburón (Jaws, 1975) en el cine Tlatelolco. La cola se extendía hasta doblar la esquina en la que había un hospital ahora abandonado y en ruinas (como el cine mismo). Estaba tan emocionado que me pasé las tres horas que esperamos para entrar frotándome contra las superficies en las que me apoyaba para descansar los pies con tal entusiasmo que deshice el trasero de mi pantalón. Comimos tortas de queso de puerco y jitomate sentados en la banqueta. Mi madre estaba tan cansada que se quedó dormida en la butaca. Mis hermanos y yo nos acostamos debajo de la pantalla, que era como se producía el 3D en aquel entonces, para admirar en toda su magnificencia al gran blanco de goma que, de hecho, apenas se ve, pues Bruce, el tiburón mecánico, fallaba la mayor parte del tiempo. Esa incapacidad técnica fue suplida con un ingenio asombroso: la bestia se sugería con los objetos que arrastraba en la persecución de sus víctimas. Muelles, boyas, botes…

Era como, si de golpe, todo el mar fuese una criatura desapasionada, pero con un único objetivo: devorar a los intrusos.

Para vengarse del pobre Bruce, Spielberg cambió el final del guion, y en lugar de un homenaje a Moby Dick en el que el tiburón moría de cansancio antes de zamparse al jefe Brody (el hidrofóbico jefe policial de la isla Amity, interpretado por Roy Scheider), Bruce voló por los aires con una descarga de dinamita.

Esa explosión que acaba con la fuerza del mal como único final posible para el conflicto, fue parte de la normatividad que Spielberg vino a imponer con el nicho que su Jaws inauguraba: el Blockbuster. Desde ese momento, los tiburones tenían que morir a los ojos del público y de maneras creativas para que el Hombre Común sintiera que el pago del boleto estaba bien invertido.

(No sé, a la fecha, de dónde sacaba mi madre el dinero para llevarnos al cine: también se durmió, arrellanada en su butaca, tras las larga colas de El exorcista y del Episodio IV, con sus tres hijos recostados a sus pies —siempre nos íbamos a la primera fila— devorando tortas de queso de puerco sobre la alfombra tiesa.)

La novela de la que procede Tiburón fue escrita por Peter Benchley. Una primera novela que funcionaba como una puesta al día de Moby Dick, y que fue un éxito abrumador. A pesar de ello, Benchley solía decir de sí mismo que "cuando me di cuenta de que era un mal escritor era demasiado tarde: ya era famoso".

Disfrutó del éxito de Jaws, pero también fue consciente de que su obra alimentó el falso mito de los tiburones devoradores de gente y su cacería deportiva, que casi los lleva a la extinción. En 2018 se reportaron sólo cinco ataques mortales en el mundo. La Wikipedia afirma que “la posibilidad de que una persona sea atacada por un tiburón es de una entre 11,5 millones, y la probabilidad de que una persona muera como consecuencia de éste es de una entre 264,5 millones”. Benchley dedicó parte de su fortuna y de sus esfuerzos a la conservación de los tiburones blancos, del mismo modo que Rick O'Barry, el entrenador de Flipper (1964-67), luchó contra la cacería y tráfico de delfines después que la protagonista de la legendaria serie de la Metro-Goldwyn-Mayer muriera en sus brazos a causa de la depresión que le producía el confinamiento en una alberca.

Jaws es una película seminal, aunque solemos verla como una película de terror (muy buena, pero otra más). En realidad, es todo un manifiesto estético: diversos críticos han señalado el parecido entre el capitán Quint (Robert Shaw) con John Ford, que hizo del western el Gran Género Hollywoodense, y el del jefe Brody con el mismo Spielberg. Es un conflicto entre el hombre que confía en su experiencia y en maltrecho barco, el Orca, y aquel que ha descubierto que necesitamos un barco más grande.

La escena en donde los tres cazadores del tiburón exhiben sus cicatrices para establecer quién la tiene más grande, y que culmina con Quint narrando el aterrador episodio del naufragio del Indianapolis, remite a esas escenas de los ritos iniciáticos que tantos hombres atravesaron reunidos a la luz de una hoguera en los desiertos de Ford. Y también es la forma en que Spielberg reconocía que las cicatrices de Ford eran más profundas, pero que igual el tiburón se lo iba a comer.

Para mí, Jaws fue, también, un rito iniciático. Una revelación.

Con el avistamiento de tiburones y delfines en la Bahía de Acapulco (las parodias de aquel entonces trasladaban la acción a ese puerto y a Xochimilco, con el escualo devorando trajineras), con el regreso de tantas especies a los que eran sus hábitats, el niño que era entonces, con el pantalón desfondado (también me abrí los calzones y recuerdo, entre todas las emociones de esa función, el tacto rasposo de la alfombra del cine contra mis nalgas) vería con ojos cómplices y agradecidos ese aspecto de la pandemia: nuestra reclusión obligada significa la vida y la libertad para tantos animales, la recuperación de los hogares que les hemos arrancado en nombre del turismo, de las industrias extractivistas y de los megaproyectos.

Los virus zoonóticos sólo son otra versión de aquel tiburón de goma de cinco metros que cambió nuestra mirada sobre el mar y el turismo, y que nos hace otear en busca de la terrible aleta antes de entrar al agua.

Aquellas quietas aguas, en cualquier momento, pueden abrir sus fauces de dientes infinitos y cobrar venganza de nuevo.



 

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Óscar Luviano
(Ciudad de México, 1968). Narrador y poeta. Cuentos suyos se incluyen en Nuevas voces de la narrativa mexicana (Planeta, 2003) y en Así se acaba el mundo (SM, 2012). Colabora en diversos medios y publicaciones.

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