Es lo Cotidiano

MEMORIA

Una caña de marzo

Una caña de marzo


 

Para Gabo y Alita, mein zonnebloemen


 

Sin el ánimo de "echarle mucha crema a mis tacos", como dijera el muy "hippie" de mi papá, según dichos, que me conste, de las Torres. No creo en ánimas en pena, ¨se enciende y apaga la luz del comedor¨ ni aparecidos. Me es más digno de crédito el riesgo de los "desaparecidos" llevados por la corriente.

Como dijo el Bachiller Sansón Carrasco al Ilustre Hidalgo, al preguntarle por el éxito de sus memorias; y traducido al llano tarsiciano que dice que no siendo muchos los listos y menos pocos los pendejos, tercio mi sota de oros:

Era cuando se amarraba a los perros con longaniza. Y se llamaban Solovino, Terry, Boby o Pirata. (Luego llegaron los Reagan y Tatcher en casa de mis tíos, pero se la rifaban cerca de la antena de la radiodifusora con los coyotes, en campos que eran de ajo o cebolla, que entonces era un alucine de girasoles, no para impresionar a nadie, sino para el aceite.

Nunca hemos sido ricos, pero la lucha de clases existe. "Unos quieren subir/Yo me quiero bajar/si no saben qué hay arriba/ dejen de fastidiar": cito textual a un filósofo contemporáneo del de Güemes. Era la época de la "fayuca", cuando la Tienda del ISSSTE era el mentidero más famoso de la región: electrodomésticos, vinos, licores, embutidos, ultramarinos. "Los encargo a Houston", decían las encopetadas, y uno las veía echar músculo a la par del chofer y de "La Chata", equivalente a Yalitza Aparicio, por la época, de a par o tercia por familia "decente". Sin changarro, pero cuando menos un renolito o vocho, aplanábamos los baches de Tartufópolis durante los domingos en que no íbamos de "piquiniqui".

Yo recuerdo haber visitado las instalaciones a principios de los 70, y el ruido de las turbinas de la Hidroeléctrica de El Salto era ensordecedor cuando uno atravesaba las impecables instalaciones.

Mi papá me explicó que allí "hacen/producen la luz que consumíamos (y que pagábamos en la esquina del callejón de Hidalgo)". Yo, especialista en "regarla" que he sido siempre, exclamé muy entusiasta: —"Ah, la pinche luz de La Marranera, la que se va a cada rato, y que dice mi tía Atenea que casi todas las noches "pareshe un sherillito"!-. Repitiendo la salmodia paterna desde marzo hasta bien entrado septiembre, que era "las lluvias", antes de los cañones "antigranizo" tan populares en estas tierras de Melchor Ocampo.

Mi papá nomás dijo, tras las vidrieras verde botella de los lentes de carey, enmarcados en un patillón tipo Elvis Presley, usando una voz silbadita, aguda y de muuuuy bajo volumen, que sólo sus hijas y nietos conocimos como presagio de una cintareada: "Ándale. Veeete a juuuuugaaaaar con tus primitoooooooos".

Esto último causó más conmoción que mis incorrecciones, ya que invariablemente me sentaba sobre un mantel de manta oaxaqueña, regalo de la difunta viuda del Pfr. Bonfilio. (Ese mantel se colocaba sobre una esterilla de bambú con almohada inflable, que se averió por el alcohol con que se bañaba el kit de picnic: canasta de vara de San Juan del Río, thermo para los tacos (amarillo, promocional de Pfizer), manteles bordados/deshilados y perfectamente almidonados y planchados), thermo para las aguas (metálico, negro de bolitas blancas con tapa roja), platos iguales "de departamentos" para mí y mi hermana (verde guacamole y azul cielo), respectivos vasos con popote (amarillo y rojo), y la vajillita roja del thermo del agua, que mis primos adoraban y que podían prestarse e intercambiar; yo no: mis trastes estaban "señalados".

Recuerdo que éramos el centro de la "comidilla"... claro, ahí estaba el "comunista" (que no faltaba a misa los domingos, a las 12, con sus pimpollitos vestidos de blanco), las doñitas admirando la pulcritud /y coquetería/ de mi mamá, que combinaba las servilletas con el bordado del mantel, que iba variando (como si fueran kimonos japoneses) acorde con la estación y el clima, con un look que recordaba a Neil Armstrong —por el abuso de la "laca"-... bueno, los chiquillos tenían mucho qué hablar de mí: sentada en "flor de loto" sobre una mesa, de espaldas al espectáculo de la cascada y la majestuosidad del caudal en época de lluvias: con la derecha sostenía un pañuelo que olía a lavanda y a sol, a almidón y plancha de carbón (mi papá no consideraba suficiente la potencia de la eléctrica para exterminar los bichos), y con la izquierda, algún buen libro "para grandes": letra chiquita, sin "monitos" y muchas, muchas páginas.

Bueno, pero también las chiquillas tenían sus comadreos: yo traía un sombrero de cowboy verde fileteado de blanco, con estrella de sheriff texano a la altura de los "detentes" cristeros y ambelievers, misma estrella fijada en la bolsa izquierda de la camisa a cuadros "Medalla" que me compraban por docena en "La Alfonsina", pantalón de mezclilla Levi's y botas, vaqueras, por supuesto. Un revólver "Smith & Wesson" plateado hacía juego con la insignia del rango texano. Paliacate al cuello. Si algo estorbaba mi placer, era el "tupé" que se atoraba en las pestañas de los ojos bovinos que me caracterizan.

(Una vez que vi la foto de Ana Frank, me sorprendí —y corroboré en el espejo de bronce a juego con el candil y un "velador" de la sala de la casa de adobe de aquella época, que ahora cuelga garboso el primero en el baño; las lámparas son el tema de la escalera-. Ya luego, en las fotos de época, poso imitando sus gestos en las pocas que le sobrevivieron, supongo que guardadas por Miep.)

Hablaban de mí, pues. Las mamás que abiertamente criticaban lo que en los 80 hubiera sido "trasvestismo" ("sólo le hace falta hacer pipí parada"... jejejeje, si supieran, es la menor de mis habilidades!), y que ahora, en mitad de la pandemia del siglo XXI, no es sino una apariencia de "identidad de género": Madonna y Angelina Jolie se parecen a mi mamá, nomás ella más hermosa y sin tanto reflector. Y a las fotos me remito, otra vez.

Pinches escuincles todos: armados con coladores viejos y los pomos de mayonesa robados a las cocinas maternas... bien piteros, comparados con mi red para atrapar mariposas. Bien Pro. Me la compró mi pa en una armería en Irapuato. Que duró en mi poder hasta que intenté "atrapar" a mi hermana, embellecida en su leotardo y malla con zapatillas verde oscuro (en el tono perfecto, obvio), oro musivo en la caireleada natural cabellera negro gitano, recogida en un chongo francés y tupé a la moda, que se aderezaba con unas alas de mariposa que le prestaron a "x" chiquilla, y que su mamá "tiró a la basura" en vez de devolverlas. Pura pinche envidia.

De mi mamá aprendí que las cosas que originalmente tienen un propósito, vale la pena comprarlas o mandarlas a hacer, o hacerlas de propia mano. Siempre habrá un clóset o ropero donde almacenarlas, porque siempre habrá quien las necesite. Y se me viene a la memoria un mantel blanco, que compró en "El Tiradero" del martes, que es como en Marranópolis llamamos a "La Línea de Fuego". Es la versión local de "El Audi" de Morelia. El wanna-be del Chopo, pero sin la cultura. Quisieron revivirlo en el sabatino del "Diana", pero le falta el savoir-faire del de Santa Ana. Orgullosa, le oí decir en el "puesto" de las telas finas y "pentecosteseadas" a una chica de la "high", allá por los tempranos ochentas: "A falta de hipódromo, de ópera o casinos, tenemos El Sorrento. Ahí lucimos el domingo lo que aquí compramos el martes". Tal cual.

El famoso mantel era blanco. Punto. Un mantel blanco, liso. Punto.

Ah, pero "americano". Yo siempre sospeché que fuera chino. Pero, señor, qué tela! Dijera Ana Rosa mi amiga: "de caras y gestos, de risa y llanto". Lo prestamos para un altar de difuntos de la secundaria de mis hijos (mínimo, 20 años de buen uso...) pero ya no volvió. Desapareció. Se lo robaron. Grave pecado en mi familia. Era mi culpa. Por eso, cuando la mustia de mi hermana necesita desviar la atención por considerar que es demasiada (aún hoy, un regaño leve, un tema incómodo) hace la cara de astucia que ya me sé, entorna sus ojos que de pacíficos van a ígneos como de gato, que tan bien conozco y que anteceden a un pescozón mío y a otro doble —tan arteramente como preciso y puntual- de mi mamá, uno a cada una de las hijas, en el leve segundo que sucede al —"Y tu mantel blanco... El que trajimos de La Paz..." (Baja California, y que la tradición familiar remonta a su supuesta compra en "La Perla", y que mínimo tengo cuarenta años repitiendo que allí sólo sólo sólo se vende lencería de fantasía muy, muy, pero muy fina..)- Y entonces la pescozoniza me llueve, independientemente de que ya tenga una nieta que lee y escribe. Situación que ella, menor que yo, la némesis sine-qua-non de la infancia e inspiración y soporte de la adultez, aprovecha para retirarse, riendo entre dientes, como cuando hacía cómplice a su amig@ imaginari@...

Off the record, sólo para que conste: he comprado, hecho, conseguido, mandado hacer una docena de manteles; de todos precios, materiales, tamaños, formas. Siempre blancos. Pero ninguno como aquel que un día reté a mis consanguíneas a describirlo con precisión, porque de ser necesario, iría a La Paz, a China, a La Chingada, por conseguir uno igual. En la bruma del recuerdo se pierde la descripción. Pero permanecen el rencor, la ira y la burla zumbona.

En esta madrugada de cuarentena, dejo constancia de que todo pasa pero la memoria queda. El viejerío que se estacionaba con su agua de límón con chía, "aguarrás" y chinguirito al pie de "La Cascada Chica", se hacía pedazos "tijereando" el mantel de La Prieta, sus vajillas siempre a juego, sus canastas que eran dignas de un pincel renacentista o de la escuela de Brujas, por los claroscuros de la naturaleza muerta de Vermeer bajo los pirules, eucaliptos y sauces, sobre los cenadores de "El Salto". La "gente de razón" atravesaba la sala de máquinas. La perrada, el infelizaje, la naquiza, el proletariado, no (era lo que se quería hacer creer, porque la diferencia "de clase" era el cincuentón de propina al velador. No pagas, no pasas).

Los chiquillos que en un día "de visita" (cuando la disciplina arreciaba pero el castigo era aplazado o minimizado, como cuando el gato sale y los ratones hacen fiesta, con los señores entre el humo de los Raleigh, el café y el exquisito pastel "dominó"; las señoras el humo de los Kent, Baronet o Salem, casi juraría que mi mamá les daba la receta de su famoso "kilo con kilo" —kilo de azúcar, nuez, harina, huevo, mantequilla, embebido en rompope artesanal o doméstico- o el "anillo de piña" —no el volteado, ése todas lo hacían, era la moda-) me retaron: a que no me atrevía a ir con ellos "hasta donde ya no había gente". Eran más grandes, eran varios... eran hombres.

Era día "de visita", y las señoras de la familia hacían de anfitrionas de la de marras y los señores —tíos unos, primos otros, pero todos con la morrada de mi edad y poco menos, me descuidaron-. Ese día no llevaba botas, sino zapatos negros de charol. Y de regreso, por la orilla del río, perdí el pañuelo de mi papá (hasta ahora nadie sabía por qué me conmovía tanto oír al "gachupas" Iglesias "Tiré tu pañuelo al río/para mirarlo cómo se hundía.../". Había llovido mucho y el cauce se desbordó, llenando de pestilente lodo las piedras pulidas (el río-estercolero era el desagüe de las granjas vecinas). Yo perdí pie.

El instinto/disciplina/entrenamiento jedi hicieron el resto. La corriente me arrastraba, inexorable, hasta la zona donde había un remolino. Me acordé de Tom Swayer, que en idénticas condiciones se dejó llevar, flotando, con la cara seca (con tal de no mojarla, lo que es una anécdota "verídica" de Samuel Langhorne Clemens, quien desarrolló un verdadero trauma —no lo que llaman ahora- a lavarla por aseo, y que mantuvo hasta su muerte), hasta topar con las raíces de un ahuehuete. Las trepé. El menor de mis problemas (ahogarme) estaba solucionado. Ahora, el padre de todos, la génesis del Armagedón: llegar mojada, oliendo a zahurda... con mi papá. Sueño guajiro. Sería más fácil con mi mamá, a la que aplacarían las otras señoras y la visita.

Un arroyito cristalino y candoroso corría a espaldas de los cenadores. Ahí los bebés se mojaban los pies, y los niños chiquitos, con sus coladorcitos, tratando —en vano- de atrapar champujones. Ocasión, la de cuidarlos, para apartarse las jovencitas a confiarse "secretitos". En tal ubicación, la última vez que visité Las Turbinas, el Lic. Roberto me dijo que no tenía secretaria. El lunes me presenté a mi trabajo "formal", con el recuerdo del "caldo de chapo" (en Uruapan se llama así al camarón de río o acamaya. Dícese vulgarmente en otros estados, de quien es de corta estatura), fresco como el día de hoy.

El tal arroyito proviene de del rumbo de la Hacienda, como a quince minutos de los cenadores, y tiene como afluentes las escorrentías cercanas, que a trechos cruzan la carretera libre a Guadalajara, que interseca el cauce del Río con "El Puente de Fierro", desde el que se aprecia la cascada de El Salto. El agua es extremadamente fría, y en su curso lavé cualquier rastro de impureza fluvial. Era domingo, y yo con los zapatos "de la escuela"... qué me llevaría al día siguiente (si sobrevivía a la cintariza, al baño inmediato con tequila o Brandy "Fundador", sucedáneo etílico del desnaturalizado con el que siempre se me desinfectaba, antes o después de cada actividad, previo lavado con agua hervida (transportada en un bidón ex-profeso, 24/7 en la cajuela del carro o la camioneta del trabajo) y jabón "Escudo" y "Nórdiko"; sin obviar el Isodine.

Meche mi prima fue la que me preguntó:

—"Qué te pasó... contesta... mi tío no te va a regañar... nadie te va a hacer nada..."

Las señoras me rodearon y mi tía Chabela consiguió ropa de niño para cambiarme. Me cubrieron con cuanto mantel, cobija, esterilla, petate, etc., hubo a la mano. Y entonces, ya con el pelo seco, los señores le hicieron barullo a mi papá. Mi tío Pacho, el pediatra del pueblo a quien no hay familia que no le deba por lo menos una vida, se ofreció a llevarme "con los primos" en su vocho blanco. Dejó a su descendencia en el domicilio de Madero y regresó "a seguir la plática" al de 25 de julio. Otro "Fundador".

Menos de una hora más tarde, yo ya ardía en fiebre, según mi costumbre.

—Qué le haría daño... a lo mejor, lo frío de donde se sentó... es que cuando ya nos veníamos, refrescó... no traía suéter... y qué traía, sombrero o gorra... ya ves que tantito que se asolee, le sale sangre de la nariz y luego se prende en calentura...

—Lo bueno, es que mi tío, el pediatra "traía, casualmente" el maletín en el carro...

Más de cuatro décadas más tarde, el que fuera mi secreto más grande, se lo cuento a mi mamá. Ya pasada la media noche, luego de su película ("Una árida estación blanca" —1989-, Marlon Brando como Ian McKenzie). De esta noche no recordará nada mañana.

De mi parte, esta noche concentraré la memoria en las Señoras de Palo Fierro, gente de mi clan, que fueron solidarias con una que era de las suyas. En la madrugada también pasará el resabio de toda la mierda de la vida, a tragos, de una tarde de verano.

Yo no soy de Palo Fierro. Apenas una caña de marzo.