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CUENTO

No hay camino al paraíso / Charles Bukowski

Charles Bukowski

Charles Bukowski
Tachas 375
No hay camino al paraíso / Charles Bukowski

Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio, el tiempo, los perros… Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.

Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.

–escocés con agua –contesté.

–Y sírvale al señor un escocés con agua –le dijo al cantinero.

Bueno, esto no era muy normal.

Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.

–Ahora los hacen así –dijo ella–. Son muy caros. Me costaron cerca de 2,000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2,400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.

Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.

–¡Tú, perra! –dijo–. No quiero saber nada más de ti.

–¡No, George, no puedes hacerme esto! –gritaba ella llorando–. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!

–No me importa –dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo–. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.

–Si tú no la quieres –dijo el otro hombrecito– yo me quedo con ella, la amo.

–Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.

–Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.

–Lo sé, pero lo amo de todos modos.

Entonces, el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.

–Creo que se me está formando un triángulo –dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.

–¿No es triste mirar todo esto? Eh… ¿Cómo te llamas?

–Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.

–Yo soy Hank. ¿Pero no es triste…?

–No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.

–Todos tenemos una suerte horrible.

–Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.

–¿Son sexys?

–¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!

–¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.

–Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.

–¿Y lo hacen a menudo?

–Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.

Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.

–Escucha –decía Marty–, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna…

–No –decía la pequeña Anna–, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.

George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.

–Ruthie está empezando a calentarse –le dije a Dawn.

–Sí que lo está. Está empezando de verdad.

Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.

–Mira –dijo ella–, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.

–Pero entonces no podré verlo.

–Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.

–De acuerdo –dije– vámonos.

Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones… Los hombrecitos le habían costado 8,000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.

–Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? –me preguntó.

–Sí que lo es –contesté.

Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.

–Perdona –dijo– pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?

–Soy escritor.

–¿Y vas a escribir algo acerca de esto?

–Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.

–Mira –dijo Dawn– George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?

–Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.

–No sé –dijo Dawn–, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.

–Entiendo lo que quieres decir.

–Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.

–Sí, allá van.

–¡Míralos!

–¡Dios o la puta!

Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.

El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.

–Mira –decía Marty–, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!

–¿Oíste eso? –le pregunté a Dawn–. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?

–Espero que sea verdad –dijo Dawn.

La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.

–Te amo –dije.

–¿De verdad? ¿De verdad?

–Sí, de alguna manera, sí…

–De acuerdo –dijo la pequeña Anna al pequeño Marty– podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.

Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada…

Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.

–Estuvo tan bien –dijo.

–Fue un placer –contesté.

Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.

–¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? –me preguntó.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.

–No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.

Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.

Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.

–¡Oh, Dios mío!

–Qué ha pasado?

–Anna se lo hizo.

–¿Qué le hizo?

–¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!

–¡Uau!

–¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!

–Ese hijo de puta –decía la pequeña Anna desde la mesita de café– si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.

–¡Ahora las dos me pertenecen! –dijo Marty.

–Ah no, tienes que elegir una de nosotras –dijo Anna.

–¿A cuál prefieres? –preguntó Ruthie.

–Yo las amo a las dos –dijo Marty.

–Ha parado de sangrar –dijo Dawn –se está quedando frío.

Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.

–Quiero decir –dijo Dawn– que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.

–Creo que te amo, Dawn –dije.

–Mira –dijo ella–. ¡Marty está abrazando a Ruthie!

–¿Crees que van a hacerlo?

–No sé. Parecen excitados.

Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.

–¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! –gritaba.

George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.

–¡Mataré a todo el mundo! –gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.




***
Henry Charles Bukowski, nacido como Heinrich Karl Bukowski, fue un escritor y poeta alemán, nacionalizado estadounidense. La obra literaria de Bukowski está fuertemente influida por la atmósfera de la ciudad de Los Ángeles, donde pasó la mayor parte de su vida. Elaboró una obra singular, entre cuyos títulos destacan El cartero (1971), Escritos de un viejo indecente (1969), Ordinaria locura (1976) y Música de cañerías (1983). Título original del cuento: “No Way to Paradise”, South of No North, 1973.

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