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Ray Bradbury: el astronauta devorado por la pantalla / Oscar Luviano

Oscar Luviano

Óscar Luviano- Ray Bradbury
Óscar Luviano- Ray Bradbury
Ray Bradbury: el astronauta devorado por la pantalla / Oscar Luviano


Las pantallas siempre son amenazadoras en los relatos de Ray Bradbury (1920-2012). En La llanura (contenido en El Hombre ilustrado), la gran pantalla que ha tomado el lugar de las paredes de una casa para mostrar apacibles imágenes de la naturaleza, termina por abducir a los inquilinos y los lleva a una llanura para ser devorados por leones. En Fahrenheit 451 permiten seguir a todo el mundo la cacería en tiempo real de Guy Montag, el bombero quemalibros que termina por unirse a la resistencia probibliotecaria: un sabueso metálico con cámaras como ojos lo persigue, para goce universal de los ciudadanos en cadena nacional. Cuando el monstruo mecánico pierde la pista del exbombero, elige a un peatón al azar y lo asesina, sin que nadie repare (o le importe) que no se trate del fugitivo.

Las pantallas, advertía Bradbury, son las dueñas de la realidad.

Sin embargo, como les pasa a muchos autores, éste, saludado como el mayor autor de ciencia ficción de la historia, parece no haber atendido sus propias advertencias, al menos en su última encarnación como autor.

Cualquier lector de Bradbury (siempre que no haya pasado por el Colegio Nacional) sabe que hay varios Bradbury: el veinteañero lovecraftiano (El país de octubre, que para quien esto escribe incluye sus mejores cuentos), el de la ciencia ficción hard (con ese tríptico insuperable que conforman El Hombre ilustrado, Crónicas Marcianas y Fahrenheit 451), el de la nostalgia infantil que hizo de Illinois el modelo del paraíso norteamericano (El vino del Estío y La Feria de las Tinieblas), y el de la novela negra más bien guanga, que se confunde con la autoexaltación al guionista hollywoodense que no fue (La muerte es un asunto solitario, Cementerio para lunáticos y, desde luego, Sombras Verdes, Ballena Blanca).

Todos estos autores tienen picos de producción y de excelencia dentro de la vida de Bradbury, aunque pueden solaparse y atentar entre sí (el Ray maduro acallaba a cualquiera que le llamase escritor de ciencia ficción, fandom del que el joven Bradbury era orgulloso y activo miembro). Por debajo de todos ellos operaba otro Bradbury: el guionista, que tomaba ideas de todos los demás, adaptaba sus propias historias o renegaba de ellas, convencido de que los medios eran el futuro en que su talento narrativo alcanzaría el reconocimiento que el canon no estaba dispuesto a darle.

Ahora que se cumplen 100 años del nacimiento de Bradbury, el Colegio de México celebró un encuentro en YouTube alrededor del autor. Apenas hacer las presentaciones de los ponentes, el moderador Vicente Quirarte estableció que Ray Bradbury “no es un escritor ciencia ficción, no es un escritor de fantasía: es un gran escritor”.

 

Ni siquiera su centenaria calidad logra que Bradbury escape al trato que el canon mexicano reserva a los autores de subgéneros. Un menosprecio que, además de todo, es innecesario: Bradbury no deseaba el reconocimiento académico (a diferencia de su heredero, Stephen King), sino el de Hollywood.

En 1953, apenas con unos créditos como guionista televisivo y con uno de sus cuentos adaptado al cine (It Came From Outer Space), Bradbury fue elegido por John Houston para una tarea monumental: adaptar la novela insignia de la literatura norteamericana, Moby Dick de Herman Melville. Para imbuirlo en el espíritu del original, Houston se llevó al joven autor a un pueblo de balleneros irlandeses.

Ahí, a lo largo de seis meses, Houston le aplicó el maltrato psicológico con el que solía forjar a sus guionistas, y lo obligó a convivir con los locales (que veían al gordezuelo escritor como una aberración) y a leer 150 veces la novela. A pesar de ello, Bradbury consiguió la que se celebra como unas de las mejores adaptaciones cinematográficas de la historia, en donde capturó la esencia trágica del original, que se resume en el enorme sermón que Orson Welles dedica a la tripulación condenada del Pequod.

Ray Bradbury recuerda esta odisea en Sombras Verdes, Ballena Blanca (una de las novelas del Bradbury guionista, publicada en 1992), acaso una de sus obras menos conocidas. Nos presenta a un narrador que justifica todos los abusos y megalomanía de su director en nombre del Cine. En contraste, la obra que referencia Bradbury en su título, Cazador Blanco, Corazón Negro, de Peter Viertel, denuncia, desde la mirada del guionista de La Reina de África, la miseria humana del alcohólico y megalomano Houston, quien planea todo un rodaje en una reserva para cazar a su propia Moby Dick: un elefante.

Extrañamente, a pesar de premios y elogios por su trabajo, Bradbury no volvió a ser llamado para un proyecto de las dimensiones de Moby Dick, y debió conformarse con adaptar una de sus historias para La Dimensión Desconocida (una serie donde brillaba como guionista uno de sus rivales menores, un tal Richard Matheson), a escribir seriales radiofónicos y episodios de Alfred Hitchcock presenta.

El reconocimiento cinematográfico le vino, sin embargo, de la ciencia ficción y de la nueva ola francesa: Francois Truffaut adaptó y dirigió Fahrenheit 451, la novela distópica sobre aquel cuerpo de bomberos que quemaba bibliotecas para desterrar a los libros del futuro. El director de Los cuatrocientos Golpes comprendió a la perfección la escritura de Bradbury, y la reflejó como un mundo de colores saturados y tecnología de papel maché, en donde lo caricaturesco del retrofuturo no nos eximía de los peligros sobre los que advertía. La escena de la mujer que prefiere arder con sus libros antes que claudicar ante los censores posee resonancias que nunca van a agotarse.

Ignoro la opinión de Bradbury sobre este filme (que le valió a Truffaut aparecer como el científico jefe en el contacto con los extraterrestres en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo), y prefiero no buscarla. Su trabajo posterior al estreno de este título (con autoadaptaciones indulgentes como las de la muy olvidable miniserie Las Crónicas Marcianas o casi todos los episodios de El Teatro de Ray Bradbury) muestran a alguien que comprende el medio, pero que sigue en el retrofuturo, escribiendo la televisión de los cincuenta a finales de los ochenta: blanca, ingenua…

De hecho, las adaptaciones ajenas de la obra de Bradbury que vendrían después de Truffaut (El hombre ilustrado, La feria de las Tinieblas, El ruido de un trueno, y un largo etcétera que, me temo, casi nadie se molesta en recordar) muestran estas limitaciones de la obra bradburiana. La primera de ellas, y acaso la más importante, es que su poesía (como casi toda la poesía de los grandes narradores) es intransferible a las pantallas.

El resto de estas limitaciones proviene de su mirada como autor: leer al Bradbury de El país de octubre en contraste con el Bradbury de Sombras verdes… es una apuesta arriesgada.

En aquel primero volumen de cuentos la fantasía se aliaba con causas como la marginación (los pagos que libraban a los familiares de ver a sus deudos en el escaparate de las momias de Guanajuato), la identidad (la niña que solo se siente viva cuando invade telepáticamente el cuerpo de una mujer que creer hermosa) o la ecología (la espantosa soledad del último diplodoco que emerge del abismo oceánico para enamorarse de un faro). En la novela sobre Houston, Bradbury trata de investirse ingenuamente, de un aura de escritor cinematográfico exitoso. Algo que nunca existió, y que antes devoró también a Faulkner y Chandler.

La última gran adaptación de Bradbury es elocuente a este respecto (sobre un estilo que poco tiene que ver con las pantallas, pero que no paro de advertirnos sobre de ellas, aunque esas advertencias ya resultan ingenuas y hasta contraproducentes): en 2018 HBO subió una nueva adaptación de Fahrenheit 451, a manos de un más bien desconocido Ramin Bahrani.

Las redes sociales celebraron esta adaptación como muy ad hoc para revertir el relato trumpista, pero (una vez vista), a pesar de contar con un Guy Montag afroamericano, la nueva versión resultaba muy cercana al espíritu de Trump (y, tal vez, a las opiniones que Bradbury solía soltar en sus últimos años).

En una de sus escenas, el bombero jefe explica a Montag las razones de a quema de libros: títulos que ofendían a afroamericanos, neonazis y feministas. De modo, que al final fue más fácil arrasarlos todos. Sin embargo, más adelante se nos presenta a los hombres libro, que han memorizado “grandes obras” para irlas recitando por los caminos a quien quiera escucharlas. Todas son obras del canon blanco inglés, una selección que seguro complacería al Colegio de México. Sin fantasía o ciencia ficción de por medio.

Los otros Bradburys, los que nos hicieron soñar con los ejércitos de insectos metálicos de Marte y con toma una copa de la materia del sol, están en sus libros.




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Óscar Luviano (Ciudad de México, 1968). Narrador y poeta. Cuentos suyos se incluyen en Nuevas voces de la narrativa mexicana (Planeta, 2003) y en Así se acaba el mundo (SM, 2012). Colabora en diversos medios y publicaciones.

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