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Space Dogs: el fantasma de Laika

Oscar Luviano

Oscar Luviano
Space Dogs (2019)
Space Dogs: el fantasma de Laika

I.

En la cruenta secuencia final de Apocalipsis Now (1979), cuando Martin Sheen se desliza entre pantanos filipinos para asesinar a Kurzt (Marlon Brando), se muestra de manera paralela una ceremonia del culto pagano del general renegado, en la que se mata a machetazos a un buey. En Manderlay (2005), orillados por el hambre, los aldeanos matan a un burro a cámara, en una plantación de la Alabama de la Gran Depresión. En Andrei Ruvlev (1971), una vaca es quemada viva y un caballo cae por unas escaleras durante una batalla y queda empalado. En Oldboy (2003), el protagonista se come un pulpo vivo. Guy Ritchie presenta la persecución de una liebre por una jauría en su comedia Snatch (2000).

Podría seguir citando ejemplos del maltrato y sacrificio de animales en el cine, pero me parece que este listado que me vino a la cabeza de manera automática es suficiente para decir lo que quiero decir sobre el documental ruso Space Dogs (2019) que versa sobre la indiferencia humana ante el sufrimiento animal, incluso en aquellos casos en los que el sacrificio de otras especies acarrea beneficios para la ciencia, la economía o la salud, como fue el caso del uso de perros callejeros del programa espacial ruso, entre los que figuró una perrita moteada llamada Laika.

Hablo de sacrificio: Coppola, Lars Von Triers, Tarkovski, Park Chan-wook, el exmarido de Madonna y la crew del falso documental Canninal Holocaust (1980) donde se desmiembra a una tortuga viva, matan animales con fines narrativos, metafóricos o provocativos, para reflejar el mundo demencial de un general demente, representar la barbarie de la guerra, la indefensión de un personaje ante su entorno o ajustarse a la precisión histórica.

En cada caso, al momento de su estreno o al ser sometidas al revisionismo, estas películas provocaron algunas voces de protesta por la tortura a animales que mostraban. Algunas se convirtieron en el centro de comunicados y protestas de PETA (el blanco preferido por los carnívoros que parecen llenar las redes) y organizaciones de su calado, pero en general el sacrificio de animales que mostraban (ellas y otros tantos títulos) no ha impedido que tomasen un lugar en la memoria fílmica como obras apreciables o en los registros de la taquilla.

Habría que preguntarse qué parte de tal validación obedece a la eficacia de este recurso extremo, que a los ojos del espectador termina por justificarlo. O si la crueldad sobre los animales está tan normalizada que sólo a aquellos que militan a favor de los derechos de otras especies les importa y mueve.


 

2

Space dogs, dirigida por Elsa Kremser y Levin Peteres, es un documental sobre la más común y gratuita de las crueldades humanas contra los animales: el abandono de perros en las calles, y sobre la más santificada de estas crueldades: el uso de perros en la exploración espacial.

Se trata, esencialmente, de una cámara que sigue a dos perros callejeros en la Moscú actual. Su punto de partida es una voz en off que asegura que, tras morir en el espacio, la perrita Laika bajó a la tierra en la forma de un fantasma, y que ahora deambula en las calles junto con sus descendientes anónimos.

A la par de que sigue a estos dos perros sin nombre en su búsqueda constante de comida y refugio, se insertan imágenes de archivo de Laika y sus compañeros del programa espacial, sin otra explicación que el audio original y las huellas de la investigación en el cuerpo de los perros (injertos y cables para hacer biometría). También se incluyen imágenes de los perros dentro de las cápsulas en el espacio antes de morir por el calor y la asfixia.

La cinta carece de explicación alguna, fuera de esa voz poética que aporta un lirismo que poco puede ante la brutalidad de lo que se muestra y que brinda muy poco contexto. Uno de los pocos datos que aporta es que los únicos dos perros que volvieron de orbitar la Tierra, fueron obligados a tener camadas para mostrar a la prensa que el viaje espacial no afectaría la capacidad reproductiva de los astronautas, sin que se supiera nunca cuál fue el destino de esos cachorros tras la conferencia de prensa. La mayor parte del metraje se compone de registro, desde su perspectiva y con dolorosa cercanía, de los perros de Moscú, con la breve intervención de un chimpancé y de dos tortugas.

(Los perros, nos informa el evasivo narrador del documental, fueron incorporados al programa espacial ruso tras la negativa del primer chimpancé a subir a la cápsula tras una primera sesión de centrifugado, y las primeras astronautas que murieron de hambre orbitando la luna fueron un par de tortugas.)

Filmado al nivel de los animales, con los humanos como sombras borrosas sin rostro, el documental es una experiencia sensorial dura. Parece que la intención de sus realizadores no es explicar la crueldad contra los animales (y contra los perros en concreto), sino hacer que los espectadores se sumerjan en el sufrimiento animal.

De ese modo, tal y como David Bowman, el astronauta de 2001: A space odyssey se sumerge en la cuarta dimensión dentro del monolito negro en un viaje sin retorno, acompañamos este vagabundeo sin rumbo de los perros presos de la violencia sonora y lumínica de la calle, con el hambre como único motor, entre el acoso constante de otros perros y de los humanos. Un sopor sin sentido en el que los pocos humanos que muestran compasión brindando agua o alimento a los perros, carecen de relevancia.

Una precariedad vital que no se diferencia mucho de lo que experimentaron los perros capturados en las calles de Moscú por el ejército ruso en 1954, para morir encerrados en cajas de metal en gravedad cero.


 

3

Ante lo que se muestra entre toda la desesperanza que retrata, sorprende que Space dogs se haya dado a conocer más que por sus méritos, por las quejas ante una de sus escenas, en la que los perros protagonistas capturan y matan a un gato, presentada con lujo de detalles.

La escena es terrible y su inclusión cuestionable, pero al final sirve para mostrar esta nueva barbarie a la que hemos orillado a la fauna urbana: las epopeyas del National Geographic donde los leones cazan a los ciervos en la sábana africana, rebajadas al nivel de lo que un planeta destruido puede ofrecer.

También hay que decir que esta sola escena nos sacude ante la normalización que hemos hecho de la crueldad contra los animales y abre, de paso, un debate sobre el uso que el cine ha hecho de ella, por los motivos que sea. No se puede olvidar que uno de las primeras películas por las que se pagó una entrada fue un corto de Thomas Alva Edison: una pieza con la que intentó apropiarse del desarrollo de los Lumiere y, de paso, promover el uso de la corriente de alto voltaje. “Electrocuting An Elephant” muestra la ejecución de Topsy, una elefanta condenada a muerte por haber atacado al entrenador que le daba de comer cigarros encendidos. La compañía de Edison diseñó el cadalso para ese fin y filmó toda la operación. Topsy, al igual que Laika medio siglo después, murió en nombre del progreso. Y del cine.

No hay consuelo ni descanso en Space dogs: la crueldad vista desde el punto de vista de los perros es algo inexplicable, un enigma que devora al mundo. Se sale de este documental del mismo modo en el cachorrito de la última secuencia que, tras sobrevivir al envenenamiento de su familia, se asoma al bosque aturdido, donde no quedan respuestas, aunque cientos y cientos de su especie hayan sido sacrificados en aras de comprender al universo.




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Óscar Luviano (Ciudad de México, 1968). Narrador y poeta. Cuentos suyos se incluyen en Nuevas voces de la narrativa mexicana (Planeta, 2003) y en Así se acaba el mundo (SM, 2012). Colabora en diversos medios y publicaciones.

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