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EL HOMBRO DE ORIÓN 

Fugarse del tiempo en el cine

Juan Ramón V. Mora

Juan Ramón V Mora
Tachas 389
Fugarse del tiempo en el cine


El tiempo no es un monolito unívoco, nuestra idea usual al respecto tiene mucho de cultural y poco de observación experimental. Muchas civilizaciones durante la historia han poseído dos calendarios, uno para llevar la cuenta del tiempo profano y otro para calcular los ritmos de lo sagrado. El tiempo de la luna no es el mismo que el del sol. Es posible que el tiempo sea una facultad perceptiva antes que un curso implacable, algo que tiene más que ver con nuestra subjetividad que con lo material objetivo.

Los símbolos del tiempo suelen dirigirse hacia lo implacable —el rigor de los granos de arena o la crueldad de una guadaña. Nos sentimos aprisionados en la trama finita de nuestros días, sin escape posible. Hay, sin embargo, fisuras que nos muestran otras posibilidades. Una de las características más desconcertantes en los estados modificados de consciencia es la aparente flexibilidad del tiempo. Hay distintas vías de acceder a esa maleabilidad. En los sueños, por ejemplo, el tiempo es otro. Si experimentamos placer, todo fluye distinto a cuando sufrimos. Estas sensaciones están al alcance de cualquiera, sin necesidad de drogas psicodélicas o ejercicios espirituales. Muchas veces sólo hace falta concentrarse para cambiar la manera en que sentimos ese transcurrir, o poner un poco más de atención a las cosas que damos por hechas.

Podría decirse que cada arte tiene una relación especial con algún aspecto de nuestras facultades —esto es, de la realidad.  Por ejemplo: la arquitectura y el espacio, la pintura y el color, la escultura y la forma. Por supuesto que experimentamos estas manifestaciones a través de nuestra percepción completa, igual que todo lo demás. La arquitectura incluye el color y la forma, pero su característica primordial, aquello sin lo cual dejaría de llamarse arquitectura, es el componente espacial. Asimismo, creo que el matrimonio fundamental del cine es con el tiempo.

Las cintas de película nos permiten una comparación útil: el devenir es un fluido no-simultáneo, accidentado, lleno de titubeos y compuesto por moléculas que sólo se perciben como continuas al ser barridas por una mirada. Éste es un proceso que, en el cine, incluso puede revertirse, ralentizarse, acelerarse, etcétera. Del mismo modo en que el microscopio nos revela cosmos insospechados pulsando en la más pequeña gota de agua, el cine nos permite desmembrar el flujo de nuestros momentos.

En otra escala, nos es lícito describir el trabajo de un cineasta como alguien que imagina momentos, los elige, manufactura y luego los recorta y ordena a su gusto para crear efectos estéticos. De esta manera, dos películas con metrajes similares pueden ofrecer sensaciones temporales muy dispares. Las películas tienen ritmos propios, independientes de su longitud como entidades espaciales —justo como nosotros, o lo que percibimos como nosotros.

Estas características inherentes al arte de la cinematografía multiplican su complejidad al ejecutarse el acto de la percepción. Como cualquier obra, una película no está completa sino hasta que es habitada. Hacen falta ojos que descifren sus arcanos, y con cada nuevo par asisten al acto otros mundos, todos con características propias. Así, el espectador aporta ritmos que tendrán que enlazarse en una danza ceremonial con los ritmos que el cineasta intentó. Es de ese ritual —llevado a cabo en altas y oscuras galerías— de donde surge el nuevo tiempo, la sensación de fuga trascendente que proveen algunas obras fílmicas. Nos queda la sensación de que la eternidad tiene sus templos repartidos entre el suelo gris de cualquier ciudad moderna.

 




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Juan Ramón V. Mora (León, 1989) es venerador felino, escritor, editor, traductor y crítico de cine. Ganó la categoría Cuento Corto de los Premios de Literatura León 2016 y fue coordinador editorial en la edición XXII del Festival Internacional de Cine Guanajuato. Escribe sobre cine en su blog El hombro de Orión.

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