Es lo Cotidiano

REFLEXIÓN

Mis muertos. Los muertos

Ricardo Trinidad Velázquez

Ricardo Trinidad Velázquez
Tachas 390
Mis muertos. Los muertos

A todos mis muertos.


 

La muerte ya está en la semilla del árbol cuya rama nos ha de matar. Espera en la oscuridad de la tierra dormida en el acero del arma que nos ha de arrebatar la vida. Desde que nos formamos la traemos alojada en alguna aurícula, en algún ventrículo; nace con nosotros; crece con nosotros; siempre nos acompaña, hasta que llega el momento cuando su mano fría detiene el latir que le dio forma y arranca el corazón como fruto madura. O a lo mejor, a lo mejor, uno se contagia de muerte: se siembra en los ojos si vemos morir. Se queda germinando, extiende sus raíces, se derrama por nuestras venas y, reverdecida, florece en el último aliento. Ninguno está libre de la siembra o de la siega, a fin de cuentas, tierra somos.

Nadie nos quita la impresión de la primera muerte: el cese del movimiento, el paroxismo del estertor, la pupila que se opaca. La simplicidad del instante cualquiera que marca la diferencia entre el ser y estar y el ya no. No más. Si hemos tenido algo de suerte, será el pollito que ya no pía, el gatito o el perro que tocó que viéramos en su instante final. Si no tenemos tanta suerte, será un desconocido que representa su hora final, la hora de la estrella, ante nosotros.

Si no tenemos nada de suerte, será alguien conocido o alguien cercano que, con su deceso, nos obliga a rozar el áspero manto de la muerte. A veces de golpe, nos fuerza a agacharnos para besar su sayal dejándonos un rancio gusto en la boca, en los labios. Otras veces con la elegancia de una reverencia bien elaborada y bastante protocolaria: la luz amarillenta y mortecina, los sollozos apagados, el olor a enfermedad, a vejez, a cera y a flores que anuncian la cercanía del funeral. A partir de ahí, una parte del corazón de uno se transforma en cementerio. La memoria no, porque ella está acostumbrada a enterrar, pero el corazón no.

No todos los seres humanos anunciamos nuestra muerte como los árboles que se van secando lentamente; matizando su follaje verde con los tonos apagados marrones y grisáceos, perdiendo la vida y las hojas con lentitud, anticipaciones que avisan a la tierra que a ella pronto ha de volver. Aún muertos, sus ramas se siguen meciendo al viento, el tronco sigue dorándose con la luz del amanecer, siguen decorosamente de pie. El reino vegetal tiene la posibilidad de la muerte elegante, la muerte prevista, la muerte digna. Pero no todos nosotros.

Quizá lo que nos aterra de la muerte es que, frente a la abundante variedad intrincada, compleja, bulliciosa y activa de la vida, se impone la inevitabilidad de su impasible, sencillo y absoluto silencio. La terrible maldición y la dulce bendición del asesino es no saber todo aquello arrebatado por su arma, a cambio de las monedas de plata prodigadas por sombras morfeicas disfrazadas de odio, venganza, placer, error ocioso, codicia, indiferencia.

Tarea imposible es pensar que todos aquellos a quienes conocemos están destinados a morir. ¿Qué será del amigo ocasional de la infancia? ¿Cómo ha muerto? ¿Qué será de mi amigo de toda la vida? ¿Cómo ha de morir? Terrible pensar en la muerte de quienes aún son infantes: ¿qué sorpresa les guarda el destino? ¿Morirán rodeados de quienes les aman en la tranquilidad de su alcoba? ¿Quién morirá a los 10, quién a los 15, quién en la flor de la juventud? Quién en el tropel del accidente; quién en la plancha fría rodeado del olor a desinfectante, a cloroformo y sucedáneos; quién en alguna guerra que a los humanos se nos haya ocurrido inventar; quién en el terror y la desesperación de la muerte violenta con las agujas del miedo atravesando sus ojos… quiénes los verán morir y qué último auxilio les prestarán a sus cuerpos o a sus almas… Dónde estaré yo, ¿estaré? Si asisto o no a su muerte, quién lo sabe. En el fondo de mi alma, no quiero que mueran solos.

Dicen que uno es de donde sus muertos están enterrados. ¿De dónde soy? De todos lados. Sus huesos me rodean en el aire que respiro. Mis muertos no sólo son los familiares, sino aquellos a quienes la tierra se ha llevado de vuelta a su vientre, pero han dejado un hueco en mi vida: la señora de la papelería, cómplice de tareas a última hora; el prefecto de la escuela, más querido que cualquier profesor; el señor de la cafetería cuyo café acompañaba con su aroma las mañanas escolares; el maestro enfermo que no resistió más; la amiga cuya operación nunca llegó; los hermanos de mis amigos que decidieron bajarse del mundo; el amigo mordido por una bala; las y los desaparecidos; las y los encontrados. También son los abuelos, los tíos, los primos, los animales queridos. Las vidas que se nos han ido entre las manos y en cuyas caras vemos un reflejo.

A veces pensamos que hay muertes pequeñas, insignificantes, que no cuentan… Muertes de todos los días, de cada hora, muertes que no son pérdida… El mar, sin alguna de sus gotas, no es el mismo mar. Entonces, ¿por quién doblan las campanas? Doblan por ti y doblan por mí.




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Ricardo Trinidad Velázquez es egresado de la Licenciatura en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Interesado en la crónica de la vida diaria, personal o comunitaria, la cultura pop y los acontecimientos pretendidamente simples. Interés en la lectura y estudio de la literatura de horror, la ciencia ficción, el género autorreflexivo y autobiográfico.

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