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DIARIO DE CALLE

Diario de calle • De cuaresmas • Leopoldo Navarro

Leopoldo Navarro

 Instituto Cultural de León Altar de la Virgen de los Dolores (La Dolorosa)
Tachas 403
Diario de calle • De cuaresmas • Leopoldo Navarro

 


Para Leticia, que lo vivió desde otras miradas.


Era sobrecogedor. Supuraba en esos días todo sentimiento de culpa cultivado a lo largo del año. El tañido de la campana de la parroquia del Sagrario acentuaba sus invitaciones a la depresión. Las tinieblas imperaban en este templo, el de casa, pues la casa de uno era el centro de la ciudad. Alguien caminaba en las alturas, haciendo claquear una enorme castañuela con golpes secos, de madera, tal vez para advertir al Diablo que estaba a punto de perder una feroz batalla en la que el bien sería necesariamente resucitado. El nicho-altar dedicado a las Benditas Ánimas del Purgatorio agravaba su iluminación con un papel de celofán rojo, exigiendo apresurar el paso y el santiguamiento.

Había pasado ya el viernes de Dolores en que uno debía visitar todos los altares caseros a su alcance, para pronunciar en cada uno las palabras mágicas, ¿Ya lloró la virgen? Y recibir en respuesta las evidencias: una virgen llorando a mares el agua de chía y limón, que primero saciaría la sed y luego hartaría, apenas a tiempo para iniciar la visita de las Siete Casas, atiborradas de multitudes que hacían abandonar a medio camino la tradición, para reponer fuerzas en cualquier puesto de buñuelos con atoles de puzcua y champurrado.

La vigilia era rigurosa: durante toda la cuaresma se debía realizar algún sacrificio, por pequeño que fuera, como ofrenda para acompañar la pasión de Jesús. No a las cosas superfluas; cada viernes se consumiría pescado y hasta se podría comer en las fondas del mercado de La Soledad un plato de capirotada —que uno no entendía muy bien por qué debía ser privilegio de la cuaresma-, como culminación de las habas, las tortas de camarón con nopales o esas lentejas caldosas de ingredientes mágicos como la cebolla y el cilantro, elevadas al nivel de sinfonía por unas simples rodajas de plátano.

Casi siempre, el Sábado de Gloria tenía la capacidad para liberar a uno de la opresión vivida en el pecho durante esos larguísimos días. Entonces –en realidad, siempre- ya se podía disfrutar la alquimia de reunir a la lechuga con rodajas de zanahoria, nabo, naranja y azúcar, en un preparado al que se debía llamar, simplemente, agua fresca. Ese día ya era posible volver a los puestos junto al mercado de La Soledad por los judas de cuetes, envueltos en sarapes de papeles lustre y de china, para tronarlos bajo el propio riesgo.

A los retiros espirituales de cuaresma, los cuaresmales, no dejaba de inquietar la posibilidad de conocerlos alguna vez, cuando seas grande, aunque con toda la posterior pena del proyecto frustrado, pues la desazón del descreimiento llegaría antes que la edad propicia.

De cualquier manera, uno se otorgaba el permiso para vivir otra vez la cotidianidad.

 

 

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