martes. 16.04.2024
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Roadside Prophets • Terror Azteca, de José G. Cruz • Óscar Luviano

Óscar Luviano

Santo, El Enmascarado de Plata - Portada de la historieta
Santo, El Enmascarado de Plata - Portada de la historieta
Roadside Prophets • Terror Azteca, de José G. Cruz • Óscar Luviano

 

Una serie de reseñas sobre libros que retratan la vida en Ecatepec, Estado de México. El hecho de que muchos no se hayan escrito todavía, o que nunca serán publicados, no nos impide leerlos, de esa misma manera en que en Ecatepec hay casas sin número, en calles sin nombre, que la gente habita y llama hogar.

*

 

El longevo autor del cómic y algunos de los guiones que elevaron al estatus de leyenda a la figura de El Enmascarado de Plata (de cuyas batallas legales prefiere no hablar), crea un nuevo personaje (luchador, desde luego) y lo introduce al ecosistema del Estado de México. Cruz es consciente de lo mucho que se ha degradado la figura del más clásico superhéroe mexicano, y no se hace ni nos deja hacernos ilusiones. Su Máscara Azteca es un viejo gladiador, adicto a los analgésicos, que se malgana la vida como empleado de limpieza subcontratado.

Cruz va directo a lo suyo y apenas en la primera viñeta presenta a Terror Azteca (a quien nunca se refiere por su nombre verdadero) encorvado y con el puente de la nariz en rebote, a punto de ingresar al supermercado en donde le ha tocado en suerte limpiar los pisos de falso mármol. En la puerta de ingreso de los empleados hay un grupo de mujeres. Jóvenes y una mayor. Se apuran en entregarle volantes. En ellos se ve el rostro de una muchacha y, sobre ella, la palabra “Desaparecida”.

Los tonos sepias que son la marca de la casa de Cruz hacen aún más inescrutable el rostro lleno de pliegues y cicatrices del luchador. Permanece interpérrito cuando el policía de la empresa corre a las mujeres.

Ingresa a la tienda. Se pone su overol, prepara sus polvos (detergente, aserrín, sosa, cristales de pino) y empuja su estación de servicio al piso de ventas. Sin embargo, de tanto en tanto, se lleva la mano al bolsillo, desdobla el cartel y observa el rostro de la muchacha.

Cruz hace un flashback. Extrañamente, esta página es a color. En ese segmento brillante recoge la rutina de todas las tardes de Terror Azteca. A las cuatro de la tarde en punto la muchacha del cartel, Ana Hernández, tomaba su relevo. En cada ocasión, llegaba corriendo, acomodándose el pelo, los ojos cansados, pero con una sonrisa que destella en cada viñeta, y una sola frase: “¿Cómo le va, Don?”

Terror Azteca en ningún caso responde. Se limita a entregar la estación, pero Ana nunca se da por vencida, y cada vez, cada tarde, apretaba el hombro del luchador, aunque tuviera que pararse de puntitas en los tenis de colores para hacerlo.

No es necesario decirle al lector que esas manos, esa sonrisa y esos silencios son lo que mueve a Terror Azteca para no esperar a su relevo. A volcar la cubeta de aguas jabonosas a los pies de escandalizados clientes en el pasillo de Caballeros, y a salir por la entrada de clientes, prohibida a los empleados y sobre todo a los tercerizados, y a buscar a las mujeres aquellas, para ofrecerles… ¿qué?

No las encuentra, aunque sí alguno de sus volantes, arrastrados por el viento aquí y allá en el estacionamiento. Cruz sabe que el ofrecimiento de ese cuerpo roto y con lonjas no hace diferencia, y quizá por ello hace que Terror Azteca haga a pie el camino hasta la pensión cercana al Río de los Remedios donde sus pertenencias abultan un catre revuelto, para buscar entre ellas la bolsa de lona con recuerdos de otra vida (el cinturón del título 1990 de la AMLC, la cabellera de Juan el Hermoso, los carteles de sus batallas más legendarias, un fajo de boletos de su despedida del pancracio). Los revuelve con su mano inmensa, requemada por el cloro y el detergente (no hay guante que le quede) y extrae la máscara terrible, en color jade, con el rostro de Tonatiuh al frente: la boca que demanda corazones sangrantes.

No se la pone, no la observa siquiera. Como la toma la hace bolita y la guarda en el bolsillo del overol, con cuidado de no arrugar el cartel con el rostro y las señas de Ana Hernández.

Como es un detective inexperto y no tiene la menor idea sobre dónde comenzar, acude al lugar obvio: la Fiscalía de Búsqueda de Desaparecidos del Estado de México.

Le toma dos peseras llegar. El edificio es blanco, y su ojo profesional no puede pasar por alto la pésima técnica que han usado para pulir los pisos. Opacos, tristes. Le toma diez minutos recoger el valor para acudir a informes. La señorita resulta ser muy amable y le guía hasta la puerta de una oficina acristalada. Se sienta al final de una fila en la que reconoce a la mujer mayor que repartía los volantes afuera de la tienda. Se levanta las solapas del overol, como si eso lo hiciera irreconocible.

En la siguiente página, sin aviso de nuevo, Cruz cambia de paleta, y entramos en el blanco y negro del noir más puro. O eso parece. La puerta de la oficina se abre y un hombre esbelto, en traje elegante y afeitado impecable, pintado a colores (su rostro es rosado, saludable) señala la salida a una mujer. La mujer abraza una bolsa negra de plástico.

Terror Azteca está muy familiarizado con este tipo de bolsas. Por ello entiende que lo que esa mujer carga no es basura. Los ángulos afilados que tiran del plástico, las formas que se adivinan en su fondo… Una etiqueta oficial al frente esboza un informe forense.

“Apúrese, señora, que tengo otras cosas que hacer”, dice el que (ahora lo sabemos) es el Fiscal.

La mujer sale. Se queda a mitad del pasillo, observada por aquellos que esperan. Sólo la mujer de los carteles atina a levantarse y abrazarla.

El Fiscal truena los labios. Está por volver a su oficina, pero entonces parece percatarse de algo, y evadiendo a las mujeres que comparten el peso de la bolsa negra, truena los dedos y le señala la oficina a Terror Azteca.

“Apúrate a limpiarme el despacho: esta señora lo dejó apestando”.

Sólo entonces se da cuenta de que lleva el overol de Servicios de Limpieza Silario. Como el Fiscal está pintado a colores y él en blanco y negro, el luchador obedece a un instinto primario, y se levanta, dice “Sí, señor”, y va al sitio donde siempre se encuentra la Oficina de Limpieza: al final del pasillo. Y ahí lo encuentra.

Toma la estación de limpieza de algún otro trabajador tercerizado. Al momento de empujarla las ruedas rechinan, y Terror Azteca se detiene. Y se aprieta a sí mismo el hombro. Llora en la Oficina, con la estridencia de quienes nunca pudieron ser niños y por ello no han dejado de serlo.

Comprende que la fiereza del Fiscal es la de un empresario, y que la humillación que ha infringido a esa madre con los huesos de su hija es la de alguien que defiende un negocio exitoso. Ese hombre conoce las respuestas que Terror Azteca necesita.

Regresa, pues, al despacho del Fiscal, que ha ido a tomar un café. O a alguna otra dependencia. O a dar entrevistas. En todo caso, Terror Azteca encuentra las llaves de su coche en el primer cajón que abre. Se las guarda, cuidando no arrugar el cartel de Ana Hernández. Deja brillante el piso. Pasa entre las personas que buscan a sus hijas perdidas y devuelve la estación a su lugar.

Baja al estacionamiento. El policía le pide que saque la basura. Presiona el llavero del Fiscal. Se acerca al auto que responde con un parpadeo de sus luces amarillas. Lo abre con otro clic. Saca la basura. Al paso le dice al policía que encontró unas llaves y se las entrega. Deja las bolsas de basura en el depósito. Regresa al estacionamiento. Entra al asiento posterior del auto del Fiscal. Se pone la máscara terrible.

Pasan tres horas de inmovilidad. Al fin, justificando el retraso por la pérdida de las llaves, el Fiscal ingresa al coche. Envía un beso tronado y cuelga. Entonces Terror Azteca lo jala de la barbilla contra el respaldo. Ejecuta la llave que en su momento lo hizo famoso: La Cangreja. Llamada así por los movimientos espasmódicos que la víctima —con la columna arqueada al límite– ejecuta con las manos, como si fueran tenazas.

Otra característica de La Cangreja es que inhibe el habla del torturado. De manera que Terror Azteca puede decirle, con tranquilidad, lo que va a sucederle si no responde. El Fiscal, rojo en su colorida representación, asiente con la cabeza. Lo libera y lo azota contra el tablero. Mientras el Fiscal se revisa los dientes quebrados, Terror Azteca le entrega el cartel de Ana Hernández.

Entonces el luchador traga saliva: el Fiscal le devuelve el cartel con una sonrisa roja y vacía.

“No quiero que la devuelvan en una bolsa negra”, le dice de cualquier manera.

“¿Te la quieres echar antes, no?”, el Fiscal niega con la cabeza, divertido: “A lo mejor abarcamos más de lo que merecemos, pero no es para ponerse así. ¿Quién te manda? No me digas. Lo que importa es llegar a un acuerdo. Hay que seguir respetando las zonas: eso te lo concedo. Y para que vean la buena voluntad, les damos a esta changuita. Y las que quieran…”.

Como el Fiscal se ha quedado esperando con las manos abiertas una respuesta a su oferta, Terror Azteca asiente.

Con tranquilidad empresarial, el Fiscal echa a andar el coche y conduce el auto fuera del estacionamiento, hacia las avenidas oscuras que se internan hacia Texcoco.

“No hacía falta jalada, somos hombres, nos entendemos…”

Terror Azteca se siente cansado, espantosamente cansado.

“Esa mascarita es una gran idea, eh. Se me hace que te la vamos a copiar”.

Lo que sigue son viñetas oscuras, cada vez más negras.

 

Terror Azteca
José G. Cruz
Editorial Vid
120 páginas


 

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