jueves. 18.04.2024
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El ferrocarril subterráneo: una alegoría escapista • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

El ferrocarril subterráneo- una alegoría escapista
El ferrocarril subterráneo- una alegoría escapista
El ferrocarril subterráneo: una alegoría escapista • Fernando Cuevas

El movimiento abolicionista en Estados Unidos se fue consolidando a inicios de la década de los treinta del siglo XIX, en particular para luchar contra la esclavitud, sobre todo presente en los estados del sur de manera institucionalizada. Entre sus diversos miembros y acciones, hubo una que se dio a conocer como el Ferrocarril subterráneo, organización clandestina de avanzada que ayudaba a los esclavos a huir hacia los estados libres del norte y Canadá, desafiando la ley promulgada en 1850 que planteaba penas muy duras, incluyendo la muerte, a quienes participaran en esta red de apoyo. Si bien ni siquiera naciendo libre en aquella región se podían sentir seguros, como podemos leer en las dolorosas memorias de Solomon Northup tituladas 12 años de esclavitud (1853; De Bolsillo, 2013), llevadas magistralmente al cine por Steve McQueen en el 2013.

La labor de esta secreta y rebelde asociación consistía en brindar acompañamiento en ciertos tramos, entregar mapas orientadores e información sobre rutas seguras, proveer disfraces cuando fuera necesario pasar desapercibido y alojamiento para que los fugitivos pudieran curarse la heridas, comer y descansar, como si fueran estaciones de tren interconectadas; también se denominaron de esa forma por el lenguaje en clave que utilizaban, recurriendo a términos del mundo de los trenes, según los roles que jugaban los activistas, quienes se conocían sólo por apodos y no contaban con todos los detalles para mantener con mayor seguridad la clandestinidad y, en consecuencia, la red de puntos de contacto y encuentro.

A partir de esta organización progresista del siglo XIX, el escritor Colson Whitehead escribió El ferrocarril subterráneo (2016; Random House, 2017, ganadora del Pulitzer y el National Book Award), novela en la que retoma la alegoría ferroviaria y la lleva al terreno literal, estableciendo una auténtica red de trenes que se desplazan por debajo de la tierra y que tienen sus estaciones ocultas a las que se llega por dentro de las casas de los abolicionistas. Con estilo depurado que integra el tono íntimo con la épica escapatoria, un realismo brutal y pasajes de aliento y esperanza ensoñadora, retoma la travesía de Cora, una joven esclava huérfana que escapa de la plantación de Georgia junto con Caesar, llegado de Virginia por una transacción, para aventurarse por distintos territorios en busca de su libertad.

La persecución la realiza Ridgeway, cazador de esclavos que no pudo encontrar a Mabel, la madre de Cora, junto con Homer, su pequeño fiel escudero de raza negra, siguiendo la pista por las dos Carolinas, Tennessee e Indiana, donde se viven contextos distintos en torno a la esclavitud y se desarrollan sucesos decisivos tanto para la protagonista como para los demás personajes, notablemente descritos y suficientemente profundizados, de acuerdo con su papel en el relato, por el también autor de Zona uno (2011) y Los chicos de la Nickel (2019), quien a través de la literatura ha expresado su pertenencia a una comunidad sufriente y que aún hoy en día experimenta dificultades simplemente por su color de piel.

De ahí que en el recorrido que hace Cora por distintas realidades de la América profunda, se encontrara con la crueldad de su plantación en su natal Georgia, donde se quemaba sin miramientos a un prófugo, cual enfermizo espectáculo y escarmiento, a los tratamientos experimentales disfrazados de cuidado y protección; o bien la furia y barbarie generalizada de todo un pueblo capaz también de linchar a quien protegiera a los esclavos en fuga, en contraste con un entorno de mejor convivencia social, aunque con los elementos racistas al borde de la explosión, bajo cualquier pretexto, sobre todo cuando se empieza a observar un cierto empoderamiento e independencia económica de comunidades formadas por mujeres y hombres ya en libertad.

En el texto cabe un amplio abanico de posturas de los blancos en cuanto al lugar que debían ocupar los afroamericanos, si bien el sistema en cuanto tal dificultaba o negaba la posibilidad de la igualdad: desde quienes los consideraban animales de trabajo y objetos de explotación, hasta los que los trataban como iguales y luchaban por el cambio social, pasando por quienes se mantenían al margen en la certeza de que así tenían que ser las relaciones establecidas, o los que aprovechaban alguna situación específica para su beneficio personal, sin importar demasiado el trato hacia sus congéneres.

Están presentes los discursos en tiempos del antebellum que rebotan en la actualidad de los Estados Unidos sobre del destino manifiesto, cual justificación ideológica sobre el llamado expansionista a la nación y, por ende, la superioridad moral de los blancos sobre otras razas con la perspectiva colonialista de enseñarles el camino correcto e imponer una cultura, justificando así el dominio territorial y económico, y, por ende, el abuso. También se revisan posturas contradictorias de ciertos afroamericanos, convirtiéndose en cómplices de los esclavistas, o de otros más que buscan la integración a la sociedad blanca como si de un propósito vital se tratara.

Vías libertarias: la luz al final del túnel

Barry Jenkins, responsable de las sensibles y visualmente evocativas Luz de luna (2016) y Si la colonia hablara (2018), acordó con Whitehead realizar la adaptación de la novela en formato de serie televisiva para tener mayor amplitud en el desarrollo de su personaje protagónico y los contextos sociales e ideológicos en los que se despliega el relato. Con productores como Amazon y Brad Pitt, entre otros, y un equipo liderado por la escritora Jihan Crowther, quien participó en la serie Here and Now (2018) y se responsabilizó de la arriesgada adaptación de El hombre en el castillo (2019), se estructuraron con sentido narrativo los diez episodios de la serie –la novela tiene doce apartados, seis de 12 páginas o menos- ampliando la presencia del perseguidor, sintetizando ciertos pasajes, cambiando algunas resoluciones y ajustando la amplitud en el desarrollo de ciertos personajes secundarios, sin afectar la profundidad del relato literario.

La serie se conforma por diez episodios que van de los veinte a los setenta y siete minutos: Georgia, horror del que escapa la heroína; Carolina del Sur y sus vasos comunicantes con ¡Huye! (Peele, 2017); Carolina del Norte y el racismo recalcitrante que castiga alcanza a quienes esconden esclavos en escape; El gran espíritu, sobre la juventud del cazador Ridgeway y la relación con su padre; dos en Tennessee, uno titulado Éxodo, sobre la travesía en un ambiente devastado y el otro llamado Proverbios, mostrando el regreso a la casa paterna del mismo antagonista, junto con su ayudante y su prisionera; Fanny Briggs, breve episodio sobre este joven que logra escapar de la muchedumbre enardecida; dos más en Indiana, Otoño e Invierno, donde se asienta la granja Valentine, administrada por afroamericanos libres pero acechados al fin, y Mabel, en el que conocemos el destino de la madre de Cora (Sheila Atim).

Además del propio sufrimiento, la protagonista (Thuso Mbedu, entre la resiliencia y la angustia) va recibiendo terribles noticias relacionadas con sus seres queridos, tanto de sus amigas como de los hombres a quienes añora (Aaron Pierre y William Jackson Harper): una heroína que contrasta con Kunta Kinte (el personaje de la novela y serie Raíces) o Django (en la versión tarantinesca), dada su condición femenina y situación de fuga constante. Por su parte, como en casa del herrero, azadón de palo, Ridgeway (imponente Joel Edgerton) no consigue poseer y entender del todo la idea expresada por su padre (Peter Mullan) acerca del gran espíritu en el que creían los pobladores nativos de Norteamérica, inalcanzable para el implacable predador, al fin descubriendo su actividad en contraposición a los designios paternos y asumiéndose como una especie de elegido, incluso protegiendo a su presa de otro tipo de abusos.

De ahí que resulten reveladoras las posturas del matrimonio linchado por esconder en su casa a esclavos (Damon Herriman, angustiado y Lili Rabe, en plan evangelizador) y la contraria de la mujer que les ayudaba (Lucy Faust), así como las de los líderes de la comunidad negra en la granja (Peter De Jersey, Chukwudi Iwuji y Amber Gray), entre el orgullo racial, la solidaridad sin miramientos, el temor latente y la necesidad de encajar. No faltan, como ha sucedido en distintos pasajes de la historia, que surjan personajes que traicionan a los suyos en aras de obtener algún beneficio, convirtiéndose en aquello que más odiaban o asumiéndose como parte de una cruzada particular, como el niño con sombrero Homer (Chase Dillon, notable) en absoluta fidelidad para con su jefe y con sus lances captores.

Cortesía de James Laxton, quien ha trabajado con el director, la fotografía de los luminosos y sombríos paisajes de los estados del sur contrastan con los interiores de las casas y los túneles, aprovechando la iluminación de las lámparas o las velas lánguidas, si bien coinciden en el encierro acentuado por la penumbra. La cámara atrae las miradas directas, posándose firmemente sobre los rostros dolientes y cargados de rabia e impotencia, o flota por los personajes que muestran un semblante que parece ser de hoy, preguntándose acerca de las formas en las que el racismo ha permanecido y renacido en tiempos trumpistas y sus secuelas: encuadres con indicativas composiciones que remiten a la soledad del esclavo ante un mundo del que no forma parte como sujeto o bien a grupos amplios que se mantienen expectantes, de frente, para eventualmente ser testigos de su propia libertad.

Se captura un realismo cruento por momentos, en oposición con ciertos pasajes coloridos, casi de ensueño, así como los vínculos sentimentales retratados en las manos dañadas aún con semillas por germinar, la piel lastimada por la barbarie y un alma que parece sobreponerse para mantenerse viva y empezar de nuevo, las veces que sea necesario y ante un ambiente permanentemente apocalíptico, reflejado en valles convertidos en cenizas, permanentes jinetes acechantes y látigos de chasquidos infernales. De pronto, también la cosecha de algodón y otras prácticas se pueden convertir en espectáculo de feria, incluso contrastando la ropa habitual de los esclavos con vestuarios elegantes, propios de las clases acomodadas blancas como para hacerlos sentir parte de una engañosa realidad.

La tensa música de Nicholas Britel (La gran apuesta, 2015; Succession, 2018-2019), también colaborador habitual de Jenkins, acentúa en momentos críticos la constante situación persecutoria y de violento abuso caprichoso que padecen los esclavos, al tiempo que acompaña otros pasajes donde los cielos azulosos parecen abrirse al día o bien reciben la llegada de la oscuridad. Y en términos de ruptura, distintas canciones hipoperas se insertan para acompañar los créditos de cada episodio. Quizá Cora pueda contar algún día, como Gulliver, los viajes realizados por esos territorios inhóspitos y extraños, violentos muchos de ellos, para llegar a tierras libres, anunciadas justo desde la luz al final del túnel.

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