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Cine • La Llorona: Ahogar la impunidad • Fernando Cuevas

“Ojalá las leyendas populares pudieran derrocar dictadores o aplicar la justicia…”

La Llorona (Guatemala-Francia, 2019)
La Llorona (Guatemala-Francia, 2019)
Cine • La Llorona: Ahogar la impunidad • Fernando Cuevas


Ojalá las leyendas populares pudieran derrocar dictadores o aplicar la justicia a militares asesinos del signo político que sean, envueltos en un falso patriotismo que esconde intereses particulares. Sobre todo, esperar que quienes luchan por las injusticias no se convirtieran en lo mismo por lo que decían combatir, como el caso de Daniel Ortega, por mencionar uno actual, en primera instancia luchador contra la dictadura somocista: gobernantes intolerantes y enfermos de poder, como hemos visto en el amplio espectro político de Latinoamérica, desde los extremos derechos e izquierdos.

Desde las iniciáticas Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento y Amalia (1851) de José Mármol, estas figuras empezaron a ser objeto de obras literarias, prácticamente volviéndose un subgénero en las letras hispanoamericanas, sobre todo a partir de Tirano Banderas (1926), clásico escrito por el español Ramón del Valle-Inclán, al que le seguirían Cementerio sin cruces (1949) de Andrés Requena sobre el siniestro Léonidas Trujillo, sujeto también retratado con todas sus miserias en La fiesta del chivo (2000) de Vargas Llosa, una de las grandes novelas de lo que llevamos del siglo, llevada al cine por Luis Llosa el 2006.

Transitaron El gran Burundún Burundá ha muerto (1951) de Zalamea; La fiesta del rey Acab (1959) de Lafourcade; Maten al León (1969) de Ibargüengoitia; Yo el Supremo (1974) de Roa Bastos; El recurso del método (1974) de Carpentier; El otoño del patriarca (1975) de García Márquez; Una misma noche (2012) de Brizuela y Somoza. La novela del hombre que robó los sueños de una Nación (2021) de Urroz, entre otros textos que retomaron dictadores reales o los crearon en función del arquetipo largamente construido, incluyendo estos rasgos de contrastante cercanía con la familia, crueldad generalizada y actitudes machistas, y que se sigue presentando por más que avancen los intentos para tener sistemas democráticos.

El cine también se ha ocupado en retomar estos regímenes brutales y los profundos daños que han causado en las sociedades de sus respectivos países, como se advierte, por ejemplo, en las películas de Costa Gavras (Estado de sitio, 1973; Desaparecido, 1982); La historia oficial (Puenzo, 1985); La noche de los lápices (Olivera, 1986); Imagen latente (Perelman, 1988); Cuatro días de septiembre (Barreto, 1997); Garage olimpo (Bechis, 1999); Voces inocentes (Mandoki, 2004); El pueblo (Saguier, 1969) recuperada para su proyección en el 2013; Olvidados (Bolado, 2014); Migas de pan (Rodríguez, 2016) y La noche de 12 años (Brechner, 2018), entre otras.

En el caso guatemalteco, Miguel Ángel Asturias escribió la seminal El señor presidente (1946) y ahora, retomando el mito de la madre que ahogó a sus hijos y grita su arrepentimiento como alma en pena, con sus múltiples orígenes prehispánicos y fuerte presencia durante la etapa de la Colonia, el realizador Jayro Bustamante presenta La Llorona (Guatemala-Francia, 2019), relato en el que un militar genocida (Julio Díaz), después de participar en violaciones y asesinatos contra una etnia maya, es asediado por una vengadora presencia femenina, además de una manifestación permanente afuera de su casa para que sea juzgado, después de librar una primera sentencia gracias a las acostumbradas fuerzas de la impunidad que privan en nuestros países.

En su hogar y sin poder salir, se encuentran su raciclasista esposa (Margarita Kénefic), su hija médica (Sabrina de La Hoz) con cada vez más dudas, y la nieta (Ayla-Elea Hurtado), cuyo padre desapareció presumiblemente a manos del suegro, además de un guarura (Juan Pablo Olyslager). Ante la huida de toda la servidumbre excepto una mujer indígena (María Telón), quizá también hija del general llega una misteriosa joven (María Mercedes Coroy) para apoyar en las labores domésticas que empieza a convivir con la pequeña y a tener ciertos comportamientos extraños, relacionados sobre todo con el agua, además de provocar que las mujeres, de alguna manera, sientan lo que le ha tocado vivir. La cinta forma parte de una trilogía completada por Ixcanul (2015) y Temblores (2019).

La reelaboración del mito de la mujer que busca arrepentida a sus hijos, aquí vuelta justiciera por propia mano, y la integración que el guion coescrito por Lisandro Sánchez propone, retomando el genocidio de principios de los años ochenta del siglo XX encabezado por Ríos Montt, con la realidad de los conflictos y masacres a manos de los militares, funciona como una fuerte crítica social asociada a un doble tipo de horror: el sobrenatural con amenazas de seres del más allá que buscan un ajuste de cuentas ante la falta, y el peor de todos, el que sigue hiriendo profundamente a las pueblos centroamericanos en particular y latinoamericanos en general, soportando gobiernos totalitarios y criminales.

Con la fotografía de Nicolás Wong, que combina la penumbra del acecho nocturno con algunos poderosos encuadres, como los que capturan en el juicio a las mujeres que ocultan su rostro con un velo, el relato se desarrolla prácticamente en el interior de la casa, de las habitaciones y el jardín, rodeada por rostros que resultan cada vez más familiares; entre la música de Pascual Reyes y las distintas perspectivas de los personajes, incluyendo las realistas pesadillas, crece el asedio y la tensión en torno al oscuro pasado de un militar, representante de un régimen que se va hundiendo dados sus múltiples crímenes de Estado. Después de todo, el agua puede seguir corriendo cual aviso inevitable de que la impunidad al fin ha terminado.

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