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Cuento • La ofrenda • Enrique Adonis

Enrique Adonis
Enrique Adonis
Cuento • La ofrenda • Enrique Adonis



Cuando entré al local, lo primero que percibí fue su perfume: mandarina con lavanda. No es común que dentro de un negocio en donde abundan la arena y el cemento uno se encuentre con aromas agradables. La casualidad ayudó a que contratara a Guadalupe, lo hallé mientras él colocaba un letrero con su nombre y su teléfono en un panel de corcho de una casa de material para construcción, “Albañil, trabajo de alta calidad” anunciaba el papel con una caligrafía impecable; Guadalupe andaba por la calle buscando chamba y yo andaba por la calle buscando albañiles.

–¿Qué sabes hacer? –le pregunté.

–De todo, jefe. Lo que no, lo aprendo.

–¿Puedes empezar hoy mismo?

–Sí, jefe. Nomás déjeme ir por mis cosas.

–No necesitas nada, acá te facilitamos todo ¿O hay algo en especial que quieras llevar?

–No, jefe.

–Pues vámonos.

A Guadalupe le costaba encajar en el mundo de la albañilería, pero ese oficio era el único que sabía ejercer. No importaba su fuerza y su juventud, ni que fuera bueno para la mezcla, para el cálculo y para cargar, todo eso quedaba sin importancia porque le gustaban los hombres. Me lo confesó por adelantado al enterarse de que tendría que convivir con otros trabajadores. 

–Jefe, no me apena ser como soy, pero le voy a pedir un favor: no le diga a los muchachos que soy maricón. La verdad es que eso siempre termina mal y necesito el trabajo. Si se dan cuenta, pos ni modo, ya veré –me dijo mientras caminábamos a la obra.

–No te preocupes. En este mundo cabemos todo tipo de personas y todos somos importantes para algo –le contesté.

Las manos toscas eran lo único que revelaban su oficio; gruesas y curtidas por el constante manejo de la cal y del cemento. Su cara de tés bronceada no tenía cicatrices o impurezas, era limpia y sumamente agradable a la vista, con ángulos marcados en la barbilla y en los pómulos, cosa que se sumaba a su complexión osuna y daban como resultado rasgos sumamente masculinos. No obstante, tenía formas de moverse, de mirar y de actuar, que, aunque discretas, lo hacían verse amanerado. Con todo y eso, conseguía levantar los suspiros de las mujeres que nos encontrábamos en el camino.

Guadalupe nunca había sido invitado a un proyecto tan grande “puras casitas y arreglos de plomería y electricidad” decía él, cosas que podía hacer solo. Tampoco había trabajado antes para el gobierno, eso le emocionaba, aunque los que estamos en este negocio sabemos que suele ser un viacrucis, al menos para los de abajo. Primero llega el ingeniero responsable de la obra y sale con una fecha bien complicada pero posible, yo agarro a mi gente y la animo a cumplir, luego cuando ya están encarrerados llega de nuevo el jefe y dice que vayamos más despacio porque habrá nuevas licitaciones y más gente quiere moches; con esos cambios los albañiles salen de ritmo y no saben si ir más rápido o más despacio o de plano no hacer nada. Luego para rematar llega de nuevo el jefe, pero ahora diciendo que la obra tiene que estar lista en la fecha que pusieron primero, que porque fue promesa del presidente y lo que dice el presidente se hace. Ahí empiezan las prisas, los errores y los accidentes. Justo en ese momento nos encontrábamos. Pero eso no se lo conté a Guadalupe porque no quería desanimarlo.

–Agarra un casco y un chaleco –le dije antes de entrar por la puerta de lámina que tenía el letrero de “sólo personal autorizado”.

No disimuló su alegría al ver el túnel y descubrir que se trataba de la ampliación de la línea del metro. La obra se encontraba muy avanzada, casi terminada; lo que restaba consistía en detalles finales: retiro de cascajo, pintura, resane, rellenar algunos agujeros, cosas relativamente simples que no llevarían más de medio año. Tiempo suficiente para que Guadalupe conociera todo el lugar.

Caminamos juntos a mi oficina, un cuarto improvisado en un camper que cada semana tenía una fila de trabajadores esperando su raya. Abrí la puerta e invité a pasar a Guadalupe, cuyo cuerpo era casi del tamaño del marco de la puerta. Un titán. Aún recuerdo que el vehículo se inclinó sobre sus suspensiones cuando Guadalupe entró.

–Toma asiento, por favor –le dije. 

Mientras yo sacaba mi libreta y una pluma para recabar sus datos, Guadalupe recorría con la mirada mi pequeña oficina. Procuraba tener ahí sólo lo básico; un ventilador, un garrafón con agua y algunos conos de papel y un cuadro de la Virgen de Guadalupe que me regalaron los albañiles el día de la Santa Cruz. Yo no soy creyente, pero prefería tener esa imagen ahí y no en mi casa.

–De dónde vienes.

–De Guadalajara, jefe.

–¿Tienes familia aquí? 

–No, ni aquí ni allá.

–¿Y eso?

–Pues ya sabe. Por como soy.

Esa fue toda la entrevista, no quise incomodar más a Guadalupe y lo que él me dijo era suficiente y grato de escuchar. Funcionaba y necesitaba a alguien como él, así que estar ahí no fue más que una formalidad. Le di la mano y le comenté que estaría contratado el tiempo que restara de la obra y según su desempeño, se le podría invitar a otros proyectos. Eso último, aunque no siempre fuera cierto, se lo decía a todos para que le echaran ganas. Acordamos los días de paga y los montos, y aunque seguramente él ya lo sabía, le mencioné que a pesar de que procurábamos garantizar todas las medidas de protección necesarias, nadie estaba libre de sufrir algún accidente. Por eso insistí, necesitaba estar seguro de su respuesta:

–Si algo te llegara a pasar ¿A quién le podemos avisar?

–A nadie.

–Debe haber alguien que te extrañe cuando no estás.

–No jefe, ya no hay nadie. Quizá mi madre, pero los muertos no extrañan.

–Pues el tiempo que estés aquí, encontraras una familia en mi –le dije para darle seguridad.

–Pues bienvenido. Vas a formar parte importante de la historia de la Ciudad. Anota en este papel la talla de tus botas, camisa y overol.

Nos dimos la mano y salí con él de mi oficina para enseñarle donde estaban los baños, el área de comida y descanso, la zona en donde podía dejar sus pertenencias y demás espacios, Guadalupe me escuchaba con atención, en su cara se notaba el gran deseo que tenía de ingresar a las profundidades de la tierra, yo le garanticé que tendría su lugar ahí.

 Lo llevé con uno de los maestros responsables de la obra y se lo presenté. Los dejé solos para que se conocieran y para que Guadalupe se integrara con su nuevo equipo de trabajo. Desde la ventana de mi oficina observé que Guadalupe se esforzaba por controlar sus ademanes para pasar desapercibo entre sus compañeros. Estrechó varias manos, tuvo una entrevista más con el encargado y en menos de media hora ya estaba trabajando.

Los días pasaron y Guadalupe demostró ser un extraordinario albañil; cargaba bultos y entraba y salía del túnel sin parar, como si el movimiento de su cuerpo estuviera impulsado por engranes. Sus músculos se hinchaban con el esfuerzo y era hipnotizante ver a esa escultura de carne cruzando entre la graba y los montículos de arena. Lo mismo causaba verlo empujar una carretilla que revolver la mezcla con pala o preparar unos huevos con frijoles sobre la tapa de un tambo. El sujeto era hermoso hiciera lo que hiciera.

Su fortaleza y su aspecto lo hacían destacarse entre sus compañeros, quizá más de lo que a él le hubiera gustado. Pues aunque al principio pudo convivir sin problemas con los otros albañiles, entre más atención le prestaban más fácilmente pudieron notar sus modos, los cuales terminaron delatando su orientación sexual, esa que me pidió mantener oculta. Se dice que los niños son crueles, pero la verdad es que los adultos somos mucho peores.

Los otros albañiles empezaron con agresiones pequeñas, casi disimuladas, como palabras que le decían en susurro. Ni mencionar los albures en los que eran expertos. Luego siguieron con los chiflidos cada que Guadalupe pasaba por algún lugar; el hombre aguantó todo eso, sereno. Yo no tenía manera de reprimir esas actitudes, al menos no amenazando con despedirlos o condicionando su paga, pues a fin de cuentas todos seguían haciendo el trabajo para el que se les había contratado y cargábamos con la urgencia de terminar la obra en el tiempo que prometió el presidente. Guadalupe aguantó, ya sea por necesidad o por el compromiso que hizo cuando llegó conmigo.

Una tarde, durante el turno nocturno, un alboroto fuera de lo común me hizo salir de mí de mi oficina. Al centro de un grupo de albañiles, se encontraban Guadalupe y un hombre llamado Salvador, trenzados uno a uno. No sé si fue algún insulto en particular o la acumulación de estos, lo que colmó la paciencia de Guadalupe y se inició la pelea. Ambos hombres eran corpulentos y su lucha semejaba a una de monstruos. La pelea resultó tan pareja que los otros albañiles comenzaron no sólo a alentar a Salvador, sino también a Guadalupe, quien se movía con la destreza de un boxeador profesional, todo el tiempo cuidando su cara. Fue evidente que no era la primera vez que se metía en problemas de ese tipo, se sabía defender muy bien.

La pelea iba muy pareja, hasta que Guadalupe aprovechó un descuido de Salvador y logró conectar un volado directo a la mandíbula de su contrincante quien cayó noqueado de espaldas sobre el piso. Hubo silencio, luego un alboroto alegre. La gente estaba tan satisfecha con el espectáculo que ni siquiera se había dado cuenta de que yo también era parte del público. Guadalupe se acercó hacia donde estaba Salvador recuperándose del golpe y se puso en cuclillas junto a él.

–Seré puto con el culo, pero con los puños soy más hombre que tú –sentenció, envalentonado por la arenga de sus compañeros.

Salvador no pudo contestarle, así que también perdió el duelo verbal. Me acerqué caminando hacia donde estaban Salvador y Guadalupe y la fiesta se terminó.  Mandé a todos de regreso al trabajo y exigí a los involucrados en el pleito que pasaran a mi oficina. Algunos albañiles, aún con la cabeza gacha, ayudaron a Salvador a ponerse de pie y se retiraron del lugar.

–Espero que con esto sea suficiente, otro numerito de esos y los dos quedan fuera y sin paga ¿Queda claro?

–Sí, jefe –contestó Guadalupe, aún con la victoria en su tono. 

–…

No le exigí una respuesta a Salvador, pues sabía que no podía provocar más a un hombre humillado. Menos aún si era un hecho que los siguientes días seguirían trabajando juntos.

–Salgan –ordené.

El tiempo continuó sin aparentes rencillas, pero en los ojos de Salvador se podía leer el deseo de venganza, así que procuré mantenerlo vigilado. No podía poner en riesgo a Guadalupe, pero tampoco podía permitir que se notara mi interés en él. Luego de la pelea, el grupo de albañiles se dividió, estaban los que reconocieron a un hombre en Guadalupe y los que no. 

A unos días de terminar la obra, cuando había menos trabajadores en horario de la noche, le pedí a Guadalupe que me visitara en mi oficina luego que terminara su turno, cuando todos los de su cuadrilla se hubieran ido, le dije que deseaba hablar con él sobre un nuevo trabajo, que tenía que ser en privado para no generar sospechas de favoritismo entre sus compañeros. Le comenté que mi luz estaría apagada, pero que yo estaría ahí, esperándolo. Pude notar como el color de sus mejillas cambió de tono. Mi intención, sería convencerlo de bajar al túnel a solas conmigo. Estaba seguro que aceptaría sin la mínima resistencia.

Llegó la noche y Guadalupe no se aparecía, me extrañó porque la puntualidad era otra de sus virtudes, salí de mi oficina para buscarlo y con sorpresa distinguí a lo lejos a Salvador saliendo del túnel acompañado de otros dos hombres que pude reconocer como mis trabajadores. Estaban riendo y festejando, hablaban de cómo suplicó el maricón, pero que de todos modos le había gustado.

Dejé que se marcharan y me metí a toda prisa al túnel, bajé las escalaras y busqué rastros que me ayudaran a encontrar a Guadalupe, no lo podía perder. Llegué al andén y no vi nada, así que tomé una de las lámparas y avancé por las vías tras algún vestigio que me ayudara a dar con él. Después de un rato, justo entre el espacio de lo que serían dos estaciones, escuché unos gemidos que me llevaron Guadalupe, quien se encontraba sangrando y con la ropa desgarrada, encogido sobre sí mismo en uno de los huecos de la pared. Sobre el suelo había un martillo con el mango ensangrentado, el cual levanté para confirmar que había sido el arma con la que lo habían lastimado y lo guardé en mi cinturón. Salvador y sus secuaces lo interceptaron antes de que llegara a nuestra cita.

Su hermoso rostro estaba deforme, uno de sus ojos estaba cubierto por usa masa de carne morada y el otro a penas se asomaba por una rendija de piel del mismo color. No tenía ni pantalones ni ropa interior. Lo ayudé a ponerse de pie, él no decía nada, sólo lloraba y exclamaba frases que no podía entender por lo hinchado de su boca y la ausencia de algunos de sus dientes. Las piernas le temblaban y era notorio el daño que había recibido, un hilo grueso de sangre escurría por sus piernas. Me sorprendió que se pudiera poner de pie y que ya erguido, tomara una postura amenazante y defensiva con la que logró intimidarme, por lo que me acerqué con cuidado.

–No te preocupes, te voy a ayudar. No lo sabes, pero de entre todos tus compañeros eres el más importante para mí –le dije acariciando su cabeza a pesar de su rechazo. Lo abracé y poco a poco respondió al abrazo. Pude reconocer el aroma del perfume que traía cuando lo conocí, se había preparado para estar conmigo. Guadalupe de nuevo se sintió seguro y bajó la guardia ignorando a su instinto.

–Te prometí que formarías parte de la historia de esta Ciudad –le dije antes de golpear su cabeza con el martillo. Nunca me había tenido que mover tan rápido en mi vida.

Me sentí frustrado por la fortaleza de Guadalupe, pues a pesar del castigo previo, no cayó con el primer golpe, fue necesario asestarle un segundo, incluso creo que le di un tercero, pero eso no lo puedo recordar muy bien; mientras iba en picada alcanzó a girar su cuerpo para aterrizar de espaldas y contemplarme con sorpresa y resentimiento. De verdad creí que se levantaría, me quitaría el martillo y terminaría siendo yo el que tomaría su lugar dentro del concreto, así que asesté otro golpe y otro golpe hasta que su ojo dejó de fijarse en mí.

Mi espalda crujió cuando subí el cuerpo de Guadalupe a una carretilla y lo arrastré hasta el agujero de un castillo sin rellenar. No podía simplemente arrojar el cuerpo ahí, las cosas tienen su manera de llevarse a cabo, así que metí primero sus pies y lo bajé despacio, para colocarlo en una postura vertical. En el túnel había lo necesario, yo lo había preparado todo; lazo, tabiques, piedra y cemento, además de toda una noche para tapar el hoyo y cubrir para siempre a Guadalupe, el emparedado, quien sería la pieza más importante para sostener ese tramo de la obra.

–Muchas gracias Guadalupe –le decía mientras vaciaba el cemento sobre su cabeza –todas las construcciones requieren de una ofrenda, de un pilar que se encargue de sostener el peso de la construcción. Lo más importante es que tiene que ser alguien que haya estado algún tiempo por el lugar, deambulando, conociendo, alguien como tú. No sé si sea superstición o no, pero preferimos no arriesgarnos. Hay un emparedado en cada edificio, en cada construcción, alguien sin familia, sin nadie que extrañe. Gracias de nuevo, Guadalupe.

La noche me dio suficiente tiempo para enterrar a Guadalupe y para cubrir cualquier evidencia del crimen. Al otro día llamé a los trabajadores y les anuncié la recta final de nuestro proyecto. A parte, pedí que se acercaran Salvador y los otros dos hombres que fueron sus cómplices.

–Guadalupe habló conmigo –les dije –ya se fue de aquí y ustedes van a hacer lo mismo a menos que quieran terminar en la cárcel por violadores… y ya saben lo que les espera ahí adentro. Yo no voy a decir nada y ustedes tampoco.

Los hombres permanecieron callados, les entregué la parte proporcional de su paga y les ordené que salieran de mi oficina. Obedecieron y se marcharon sin indicios de remordimiento. La obra siguió su curso y se terminó en el tiempo pactado. Guadalupe tenía razón, nadie lo extrañó y nadie volvió a preguntar por él después de ese día.

Hoy vamos en el recorrido inaugural. El presidente viaja en el vagón contiguo al que yo voy, no alcanzo a escuchar lo que dice, pero seguramente está repitiendo lo mismo que ha dicho desde que entramos al túnel: “que con él lo prometido es deuda, que su partido sabe cumplir y que agradece a todos los hombres que formaron parte importante del proyecto, que ellos son el sostén y el soporte de la nueva línea”. Sonrío. Pasamos por el tramo que custodia Guadalupe, siento que el tiempo se torna lento y observo a través del cristal de la ventana; superpuesto en mi reflejo está el rostro hermoso de Guadalupe, como se veía antes de quedar desfigurado. Sé que lo veré hasta que se me olvide o se me pase, hay que darle su tiempo a los fantasmas.

–¿Ha escuchado hablar sobre los emparedados del metro?– dice un pasajero curioso que interrumpe mi meditación.

–Son sólo un mito, una leyenda urbana –contesto mientras me pregunto cuándo empezaré con una nueva construcción.




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Enrique Adonis R.M
. (Ciudad de México, 1984) cuenta con estudios en Letras Clásicas por la UNAM y en Creación Literaria por la UACM y el INBAL. Fue ganador del "Premio Nacional al Estudiante Universitario" de la Universidad Veracruzana, del Premio "Los Excéntricos II" de la Lapicero Rojo Editorial y del segundo lugar del concurso de "Cuentos Sobre Alebrijes" del Museo de Arte Popular. También ha sido reconocido con menciones honoríficas en los Premios Nacionales de Cuento “Amparo Dávila” y "Beatriz Espejo” y en el concurso Internacional de Narrativa Infantil y Juvenil “Invenciones”. Entre sus publicaciones destaca H2O (Nostra Ediciones), libro que actualmente cuenta con una traducción al coreano. Sobre "La ofrenda": fue el texto ganador de la Mención Honorífica del Premio Beatriz Espejo y actualmente se encuentra antologado en el libro: "El Espejo de Beatriz Volumen II" (2020) bajo el sello de Ficticia Editorial a cargo de Marcial Fernández.



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