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NOVELA POR ENTREGAS SOBRE LAS ÁNIMAS DEL GRAN CANAL Y OTRAS MEMORIAS FAMILIARES

La ciudad de los huérfanos [VI] • Alicia • Óscar Luviano

Óscar Luviano

Óscar Luviano
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La ciudad de los huérfanos [VI] • Alicia • Óscar Luviano


El remordimiento que le provocó a mi abuela Ricarda la negación de su hijo Alfredo el confundirlo con una de las ánimas perdidas del Gran Canal, la llevó a incluir a mi tío en sus oraciones, aquellas que también pedían librarme de la suerte de los apóstatas en la feligresía de Fray Beristáin.

—Esa criatura no está bautizada, Yolanda.

—El Káiser tampoco y no le ha dado ni la sarna.

—Eso es debido a que es una exigencia de Nuestro Señor para con las criaturas de cuatro patas— razonó mi abuela, que en la titánica tarea de cocinar, lavar y remendar para mi abuelo, nueve hijos, una nuera y tres nietos, no andaba con tiempo para comprender sarcasmos—. Ándale: vamos a llevarlo el domingo con el padre Beristáin. Es cosa de un ratito nada más.

—Ese demente ni padre es. Y no voy porque se la pasa viéndome las piernas. ¿Y con qué lo va a bautizar? ¿Con agua de las pipas? ¿Del canal? Se bautizará cuando se tenga que bautizar y sin que contraiga una salmonelosis. Y con el nombre que le dé su madre. O sea yo.

—Lo que pasa es que no quieres darle el derecho de un lugar en el Cielo.

—Ricarda, usted sabe que la respeto a pesar de todo, pero de ahí a seguirle el juego y dejar que mi hijo se convierta en la burla de todos en el futuro por llamarse como un emperador balín…

—El último de los nuestros, Yolanda.

—¡Lo mataron de una pedrada! Ni los pajaritos se mueren de una pedrada. Y, además, ni lo pueden pronunciar… A ver, inténtelo.

Mi abuela Ricarda, aunque removió las muelas, no se molestó en tratar de pronunciar el que sería, para ella, mi nombre secreto. Tomando la cesta con pañales, overoles, camisas y medias, le dio la espalda a mi madre y se fue a lo suyo, trinando del coraje.

Con ese entripado, el domingo, en la misa bajo la carpa atravesada por una temblorosa cruz de cal, rezó por sus causas perdidas en este orden: para que mi madre hallase el entendimiento y la luz y mi alma no fuera reclamada por el Adversario; en memoria de Cuauhtémoc, emperador pagano (pero sólo porque aquella pedrada tlaxcalteca lo atajó antes de encontrar a Nuestro Señor, y seguro que de poder sería el más guadalupano de los fervientes), y para obtener el perdón de mi tío Alfredo. Le rezó a San Judas Tadeo. A San Expedito, al Espíritu Santo.  Apenas la distrajeron los ronquidos de mi tía Alba en la silla al lado. Ya no pudo poner veladoras en el altar consagrado porque, apenas acabar el sermón, Fray Beristáin saltó por encima de la mesa que le hacía de púlpito, con el bat desenvainado.

Para mi abuela Ricarda, la visita de mi tío Jorge fue por aquellas oraciones desencaminadas por las preocupaciones urgentes, cuando sus peticiones al Señor debían estar consagradas a pedir por todos los que habíamos dejado atrás. Su primer yerno había vuelto a hacer un reproche justo, y había dejado una puerta abierta que los demás aprovecharon.

Con tantos tubos que carga por toda la eternidad, era comprensible.

La única que lo vio fue mi tía Alicia.

A pesar del orgullo por la puerta del baño, una cosa era el goce arquitectónico y otra, salir de noche al baño. Como le daba flojera, y a través de la ventana la higuera se agitaba más que de costumbre (alguna rata), mi tía Alicia iba y venía de la cocina a la sala para que se le fueran las ganas. Nada fácil, pues era un camino sembrado de colchones envueltos en plástico. En uno de ellos, entre mis padres, yo dormía en la cazuela de barro, con la panza untada de manteca.

No había pasado ni una semana de lo de mi tío Alfredo. Dormía en otro de los colchones, espalda con espalda con mi tío Ramiro. Hinchazón y moretones aún le arrancaban quejas entre sueños.

Mi tía estaba obligada a bailotear, pegar de brincos y andar de puntitas, según los cuerpos se movían y reacomodaban en el sueño. Era como dar segunda vuelta en el juego del avión (este paso sí, este ya no, y ahora un nuevo brinco), pero las ganas seguían ahí. Ni modo. Dio las cuatro zancadas por encima de mi abuelo y de mis tíos Rogelio y Felipe. Estaba por abrir la puerta cuando escuchó el sonajeo.

Sonaba como la lluvia antes de llevarse el techo y obligarlos a la fuga. Venía del otro lado de la puerta de lámina. Le acompañaba una súplica. No le hizo falta abrir la puerta: el espectro, que en lugar de cadenas llevaba tubos de hospital, la cruzó como el vaho que cubre un cristal.

No la aterró la visión de mi tío Jorge, desnudo y con crueles mangueras que entraban y salían de sus costados, cartilaginosos y agitados por el esfuerzo de unos pulmones a todas luces innecesarios. Lo que la hizo llorar fue la pena de orinarse encima.

Entre ambos, entre los sollozos de una y los resoplidos del ánima, se escuchó la voz de mi tía Enriqueta.

—Entra o sal, escuincla, que se mete el frío.

—Perdón— y obediente, con las piernas entibiadas por la orina, mi tía Alicia cerró la puerta detrás de sí.

Mi tío, desnudo y muerto, cargado con los cables y los tubos y las intravenosas y el goteo del suero, y hasta con el tintineo del electrocardiograma, no pudo con la vergüenza de su cuñada.

—¡Ay, Lichita, vas a decir que nada más vine a meterte en este percance!

No le fue sencillo decirlo, y lo repitió varias veces, pues los tumores le habían fundido la garganta con el pecho.

Mi tía le dijo que no, que cómo creía, que fue el frío, y le tomó la mano fría y descarapelada entre las suyas.

—Entra: no te quedes en el frío. Elena se va a poner contenta de verte.

Mi tío negó con todos los tubos y toda su tristeza de plástico.

—No estaría bien. Uno no se casa para andar importunando a su viuda. Pero tengo un encargo, Lichita…

—En lo que te pueda servir.

—Diles que nos pongan más veladoras. Van a venir más. Muchos más.

Sus palabras eran un golpeteo de carne. Le dio las buenas noches. Regresó por donde había llegado, con su siseo de tubos, arrepentido del anuncio que había prodigado a su pobre cuñada, angustiarse así, nada más, y se desvaneció sobre las cebollas podridas de la milpa de mi abuelo Carmen. Una manguera azotó en la tierra con eco sordo y nos despertó. Grité con todos mis pulmones. ¿Qué hace la puerta abierta, Licha? ¿Quién tiró agua en el suelo? ¡Ay, niña: no llegaste al baño! ¿Por qué lloras?

Entregas anteriores:

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo  III

Capitulo IV

Capitulo V



 

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