Es lo Cotidiano

CUENTO

Cuento • Amor a control remoto • Poli Délano

Poli Délano

Poli Délano
Tachas 453
Cuento • Amor a control remoto • Poli Délano


Quizás antes de sumergirme en las sinuosidades de mi acelerada pasión, debo confesar que pertenezco a la cofradía de personas que ven debajo del agua, una persona “rara”, para decir lo menos y no apartarme de la especie de título que desde niño me otorgaron mis padres y mis hermanos, los compañeros de escuela, el vendedor de helados, hasta la puta Lorenza que se paraba en la esquina de Lyon por las tardes. “Raro el muchacho”. Yo también –a fuerza de remache– llegué a sentirme raro, aunque ahora, ya entrado en años, tengo la absoluta convicción de que los raros son los otros, y yo el normal.

La revelación se dejó caer una tarde mientras hacíamos las tareas en la mesa del comedor y la lluvia parecía demoler el tejado. Le dije a Fabián que no fuera idiota, que le devolviera el trompo a Genaro. Él no me había contado nada sobre el robo, de manera que abrió los ojos muy grandes y me preguntó: “¿Cómo supiste?”.

En otra ocasión, caminando rumbo a Providencia por Avenida Suecia, le informé a un sujeto desorientado que la callecita que no podía encontrar estaba a dos cuadras hacia la derecha. Me miró como si no creyera lo que acababa de oír y se alejó asustado, porque en realidad se lo dije antes de que él me hiciera la pregunta. Y casos semejantes, podría contar por docenas.

Mi voluntad nada tiene que ver con esta condición. Se trata de una facultad impuesta y la verdad es que preferiría ser como cualquier cristiano, aunque debo admitir también que son estos poderes los que abrieron el camino hacia los laberintos de la intensa historia de amor que avasalló mi vida.

A lo largo de mis años, más tranquilos que agitados, nunca presté demasiada atención a los sueños que cada cierto tiempo se me repetían como películas obsesivas; ni tampoco a esas intuiciones que de pronto me permitían saber lo que mi hermano, mi amigo o mi profesora pudieran estar tramando. Ni siquiera me llegué a convertir en un fanático de la misteriosa teoría de la reencarnación. Pero mi espíritu fue incapaz de pasar por alto el hecho de haberme enamorado a control remoto, y transgrediendo no solo las fronteras de la distancia, sino también las del tiempo.

La flecha asesina me perforó el corazón cuando en la semipenumbra de un pequeño museo en la ciudad de Aragón, mis ojos chocaron con la mirada entre plácida y risueña de doña Leonor de Santiago. Jamás había contemplado belleza más deslumbrante, intensidad mayor de sentimiento, concentración tal de antojos y locuras. Era como si toda ella ardiera de pasión por el pintor que a su frente sostenía paleta y pincel para ir estampándola en esa tela; como si la totalidad del amor se empozara en ese preciso punto del tiempo en que la felicidad de los sentidos y del alma parece rebasarlo todo; como si la suma final de las fuerzas cósmicas hubiera determinado sintetizarse en esa belleza indivisible y única.

Aun a riesgo de que se me atribuya locura, debo admitir con humildad que durante las tres semanas que por motivos de trabajo pasé en Aragón, me dediqué a visitar el museo cada vez que encontraba hasta el más mínimo rato libre, sin otra pretensión que la de extasiar mis sentidos aunque fuera unos brevísimos minutos ante los perturbadores encantos de doña Leonor.

Por las noches, amparado en la quietud provincial de la posada donde había tomado habitación, me desvelaba conversando con ella, contándole historias tristes o alegres, preguntándole una y otra vez cómo podía recaer en ella sola la propiedad absoluta y exclusiva de la gracia, asegurando que yo sería sin alternativa su único destino, jurándole amor más allá de la vida y del tiempo. Me agitaba sudoroso, abrazando las almohadas, revolcando entre las sábanas mi imbatible ansiedad.

Una de aquellas inquietantes tardes de museo, tuve la ocurrencia de preguntar si vendían reproducciones del cuadro que tanto me venía perturbando. Compré las doce que restaban y por la noche logré dormir más tranquilo.

Prefiero no detenerme en los detalles de tanta indagación que emprendí para obtener noticia acerca del pintor, así como datos de la historia personal de Leonor de Santiago; viejas crónicas de Indias, documentos ya perdidos en el polvo de las bibliotecas. Solo diré que alrededor de 1580, en vísperas de su boda con Eduardo de Villaverde, la joven de tanto sueño fue condenada por la Santa Inquisición a morir en la hoguera, bajo la acusación de brujería que promovió la siniestra Laura Treviño –una verdadera encarnación del mal–, al parecer llena de ira por haber perdido el amor de don Eduardo, quien también habría de ser abrasado por las llamas mientras seguía jurándole a Leonor amarla hasta más allá de la muerte. Los desafortunados hechos tuvieron lugar en la ciudad de Zacatecas, México central.

Cuando regresé a Santiago, hice enmarcar las doce reproducciones para colocarlas estratégicamente en diversos puntos de la vieja casona familiar de Lyon. Empecé también a averiguar si algún pintor de cierta nota se mostraría dispuesto a convertir esa mínima imagen en un cuadro de tamaño natural.

Todos los días, todas las noches, a muchas distintas horas, pensaba en Leonor. La veía de pronto muy seria, entreabriendo la boca para decir que no me amaba, debido a que su amor estaba fatalmente ligado a don Eduardo, y la veía también escuchándome asombrada contradecir sus palabras al asegurarle que cometía un error, por supuesto que sí me quería, al que en realidad amaba era a mí, y la veía cediendo poco, primero un tanto dudosa, después más segura, cediendo, cediendo, entregándome tímida sus encantos, y la veía aceptando ya el beso que sellaba sus labios como un poderoso filtro de amor, y una vez hasta la vi ofreciéndome dócil su exquisita desnudez. Muchas tardes, al caminar de regreso a casa bajo la bóveda arbolada de mi calle, me sorprendía sonriendo por la dicha de saber que muy pronto vería su imagen.

No fue absoluta mi consternación la noche que encendí el televisor. Siempre intuí que algo semejante tendría que ocurrir alguna vez en la vida.

La imagen que desde la pantalla atacó mis sentidos fue la de doña Leonor, semisonriente, en el cuadro de mis devociones. Me sacudió un estremecimiento, aunque no tardé en comprender: se trataba de la segunda etapa de mi largo viaje en pos de su amor. La película trataba del “extraño retorno” de Diana Salazar desde el pasado y esa Diana era nada menos que la reencarnación de mi amada Leonor. Venía a nuestro mundo de hoy muy decidida a ajustar cuentas con los malvados que la inmolaron y a recuperar la felicidad y la pasión. Resulta lógico que la actriz que interpretó el papel, Lucía Méndez, sea de indescriptible hermosura. Cuando terminó, sentí alivio y ansiedad al descubrir que se trataba de una novela televisiva y que, por lo tanto, podría seguirla viendo cada noche.

La pasión por aquella Leonor de Santiago que siglos antes fue un ser de carne y hueso se había centrado ahora en Diana Salazar, su reencarnación. Pobre Diana, tanta intriga a su alrededor, tantas venganzas, tanto mal concentrándose para destruirla, tenía que defenderse de esas acusaciones y quién sino yo para salvarla, no, ella no era loca, no lo era, yo sabía, podía jurarlo, no era loca; y sabía también que sus poderes mentales no fueron responsables de la muerte de su padre (que la dejaran en paz) y que esos poderes tampoco se prestaron jamás al auxilio del mal.

Sin embargo, debido al carácter ficcional de Diana, mi loco sentimiento tuvo que volver a transferirse, centrándose en un ser real y, además, presente esta vez en la historia, verdadero, contemporáneo, si bien no a simple alcance de la mano, al menos ahí, cerca, posible. Lucía Méndez, la insuperable Lucía, que acaso también estuviera como Diana y antes Leonor, intentando angustiosamente desentrañar la complicada madeja de su pasado.

Busqué fotos y estampas de Lucía en cuanta revista de cine encontré. Encargué posters con su imagen y su nombre, escribí cartas confesándole mi amor sin remedio, suplicando que respondiera, que pensara en mí, que me enviara mensajes y asegurándole también que ella de veras estaba fundida con Diana y que, por lo tanto, tenía la identidad de doña Leonor, es decir, me pertenecía. La instaba a que comprendiera estos hechos y los aceptara como única verdad, jurándole que desde ya, ella poseía un ángel guardián capaz de entregar toda su devoción para evitar que esa nefasta suerte de otros tiempos volviera a repetirse. “Recuerda siempre que eres mi amor”, le decía, “que he venido a este mundo con la clara misión de interponerme entre tú y el cúmulo de siniestras garras que te acechan, para hacerlas retroceder y arrastrarse avergonzadas hasta los fuegos del infierno”.

Mi felicidad creció, creció, se fue haciendo a cada instante más intensa, y comencé de pronto a vender algunas antigüedades para financiar un viaje a México en su busca. Si la había encontrado, ahora tenía que atraparla con mi desbordante amor, retenerla para siempre, igual que don Eduardo, más allá de la muerte.

Pero llegó la tercera etapa del viaje cuando cierta noche encantada, en la fiesta de cumpleaños de mi hermano Fabián, la vi de lejos, al otro lado del salón lleno de gente. Once you have found her, never let her go es la letra de lo que cantaban. La saqué a bailar y empezamos a deslizarnos lenta, sensual y rítmicamente por el piso del salón, yo mirándola asombrado, ella siempre sonriente, a pesar de sus quemaduras.

–Hola Leonor –le dije.

Sonrió con poco entusiasmo y dijo:

–No soy Leonor. Me confundes.

–Sí eres. Claro que eres. Jamás te confundiría. Eres Leonor. Eres Diana.

–Tampoco soy Diana. Y tú deberías saber muy bien cuál es mi nombre, no juegues.

–Sí: antes, Leonor de Santiago. Hoy Diana Salazar. Eres Lucía, ¿verdad?

–No. Me llamo Marcela.

–¿Marcela –me dije. ¿Qué tenía que ver Marcela? ¿Se trataba quizás de una impostora? Observé detenidamente sus cicatrices.

–Tu rostro… El fuego… Los malditos

–Marcela Montoya –insistió Leonor.

Leonor, Diana, Lucía y Marcela. Cuatro nombres de una misma mujer, pensé, y supe con certeza que nunca la dejaría ir, que seríamos desde antes del diluvio hasta después del juicio final el uno para el otro, derrotando al tiempo, sobrepasando la historia, porque yo también era un retorno, también había vuelto desde más allá y estaba cobrando mis deudas.

Enrique Délano Falcón, más conocido como Poli Délano, fue un escritor chileno. Miembro fundador de la sociedad Letras de Chile. Su primer libro de cuentos lo publicó en 1960 y desde entonces siguieron una serie casi interminable de obras narrativas. Obtuvo el Premio Casa de las Américas 1973 y el Premio Nacional de Cuento de San Luis Potosí 1975. Finalista en cuatro ocasiones del Premio Altazor. Sus cuentos han sido traducidos al francés, inglés, ruso y alemán, entre otras lenguas. Vivió once años en México y en 1984 regresó a Chile, donde falleció en 2017. Este cuento forma parte de “Cuentos chilenos contemporáneos”, Lom Ediciones, Chile, 2001.



 

[Ir a la portada de Tachas 453]