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Tachas 462 • Maruca • Óscar Luviano

Óscar Luviano

Óscar Luviano- Maruca
Tachas 462
Tachas 462 • Maruca • Óscar Luviano

Maruca fue la primera niña por la que sentí deseo.

Me atraían sin remedio la palidez que le daba desayunar sólo un bolillo sopeado en café negro, su sonrisa como de caramelos de menta pulverizados, el sonido de su nombre (un poco simio, un poquito gusto a manzanas), su mala suerte, la prohibición expresa de hablarle, sus calcetas caídas y el entusiasmo con el que rallaba el hielo para los raspados en el patio de la iglesia.

Verla el domingo por la noche con el suéter arremangado, los antebrazos blanquísimos, el mechón sobre la frente, ingrávido a fuerza de resoplidos, inclinada por encima de las botellas de jarabe de grosella y rompope para rallar el hielo, me hacía sentir mareado, con unas ganas imprecisas; no sabía si de ir al baño o llorar.

¿De qué lo quieres?, preguntaba, la casa paga. Siempre pedía de tamarindo, aunque desde entonces no me gustaba, impulsado por esa misma pena que me hacía pronunciar a solas su nombre (un poco sal y aceite de hígado de tiburón). Y entonces se inclinaba para raspar el hielo, sonriente y febril como un arqueólogo que ha vislumbrado, suspendido en el corazón de un iceberg, la titánica promesa de los insectos de Lovecraft. Me llevaba dos años, y la única defensa que yo tenía contra mi deseo era un oído de más.

Porque, a mis ocho años, ya sabía que con el amor uno se abandona, pero al deseo hay que hacerle frente. Distinguía perfectamente la destrucción que acarrea uno y la bondad inherente al otro.

Mucho antes de consumir un total de 46 raspados de tamarindo (con jarabito extra), Laura Tangassi me había besado frente a todo el 1ºB. En la boca. Tenía 12 años, usaba un aparato ortopédico de aluminio enceguecedor y me rebasaba por unos 30 centímetros, de manera que me fue necesario subir a un pupitre para culminar la operación. El amor era su dorado cabello entrometido en mi nariz, un fuego blando, y las bocas hechas líquido. El amor era una felicidad vertical, una llave, el otro lado. Toda la clase pegó de gritos y hubo una guerra de bolitas de papel; la estela de polvo de gis dejada por el borrador en pos de nucas desprevenidas, mientras el gusto de la saliva de Laura se revelaba más delirante que separar la tapa de chocolate de un Gansito para relamer la mermelada de fresa. Eso era el amor: una mezcla de publicidad y caos muy similar a una sobredosis de azúcar.

Maruca, en cambio, era una ventana con remiendos de cartón.

Acompañarla por las calles de Santa María La Ribera empujando a cuatro manos el carrito de los raspados, el hielo goteando entre las grietas de la madera, me sumía en una tristeza más honda que toda mi sangre, todo ese inútil torrente que no habría cubierto ni una de las doce cuadras que separaban Nonoalco de San Cosme, así y me hubiese arrastrado en línea recta.

Vivía en el piso de abajo del nuestro. Un cuarto minúsculo al que un anónimo arquitecto había dotado con un ventanal enorme en un intento por tranquilizar su conciencia. Era de hojas dobles que se abrían al hueco pautado por tendederos de nuestro edificio. La ropa y las sábanas como las notas de una sinfonía que los pájaros de las jaulas aglomeradas sobre los antepechos ejecutaban amargamente. Como solista, el perico demente de doña Jobita, repite que repite la lluvia de insultos de aquélla contra su marido, la vida y las fondongas que no escurrían bien la ropa y condenaban a su patio a una lluvia eterna de Vel Rosita. Algunas de las hojas del ventanal tuvieron el entramado cubierto por cristales de colores, rectangulares y breves, amarillos como los pájaros, azules como las sábanas, rosas como los charcos de suavizante para la ropa.

Cuando supe de Maruca, la mayor parte del ventanal estaba cubierto con cartones.

En cierta ocasión, de vuelta del taller de costura, mi mamá encontró a la madre de Maruca removiendo una cubeta de agua caliente con sábanas en el lavadero. No quiero que le hables a esa niña: tiene sarna. Mi madre sabía que hay enfermedades que se trasmiten por las palabras, con la velocidad que el jarabe de tamarindo se propagaba tiñendo hasta el último poro del hielo. Esa noche me reveló dos de aquella especie.

Una era la sarna. La segunda fue el deseo. Me sirvió chocolate batido y una concha inmensa. ¿Qué niña, mamá? María Eugenia, la hija de Juan, ¿pues qué, no la conoces? Si va en tu mismo grupo en la escuela. No, no la conocía.

Ni a lo largo de toda la teoría de conjuntos sumé coraje para dirigirle la palabra. En tanto, creer que bajo su falda, más allá de sus rodillas percudidas, había una piel rojiza, herida, supurante, me hacía sufrir. Levantaba la mano en pleno Artículo 3º Constitucional, jurando a la maestra Chela Cano que no me iba a poder aguantar hasta el recreo; y salía corriendo al baño, y lloraba. A veces lloraba y hacía pipí al mismo tiempo.

Le adjudiqué manchas tan sospechosas como inexistentes a la pobre Maruca, y una vez que mi mamá cedió a mis súplicas en el nombre del por si caso, y compró el jabón de El Perro Agradecido, me lo robé. Con la pastilla olorosa a hidrocarburo abultándome el bolsillo trasero del pantalón, me acerqué a Maruca por primera vez un domingo, en el patio de la iglesia, aprovechando que mi abuela, siguiendo estrictos márgenes de productividad milagrera, iba quitando veladoras a los santos indolentes y poniéndoselas a los que sabían cumplir.

¿Me das un raspado, por favor? ¡Oye, eres el hijo de doña Yolanda! ¿En serio?, pregunté idiotizado por los nervios. ¡Y vas en el mismo grupo que yo! De tamarindo, por favor. Es cortesía de la casa, y como eres mi vecino, va con jarabito de pilón… De cerca, no parecía rascarse mucho ni estar enferma de nada. Dos veladoras de san Judas Tadeo pasaron a san Antonio.

La verdad es que, fuera de los domingos en la iglesia, le hablé poco. Ni siquiera la invité a subir los contados escalones que la hubieran llevado a mi casa para conocer el sillón carbonizado en el primer encuentro de mi hermana con los cigarros. No era el miedo a mi mamá lo que me detenía, sino los cartones de su ventanal.

Si en mi casa un mal aire o la ineptitud futbolística quebraban un vidrio, podían pasar semanas antes de que mi papá colocara el repuesto, y aprovechábamos el hueco para recoger vasos de lluvia y dejar que Perlito acechara extasiado al perico demente. Pero sólo se rompía un cristal a la vez y muy de vez en cuando, y si eso pasaba era sustituido por otro.

Pero en casa de Maruca, los violentos celos de su papá y el rencor de su mamá eran tales, que cada día, entre gritos y amenazas, en el ventanal se rompía un cristal de distinto color, y un trozo de cartón lo sustituía, y la iban emparedando. O eso creía yo, porque a pesar del esfuerzo invertido en yúrex y tijeras, todo terminaba por salir a través de los cartones: la súplica de Maruca para que ya no le pegaran con la manguera, la pestilencia a curados de su papá, la navaja nerviosa de su hermano. Su padre echaba candado a la puerta por fuera cuando se iba a trabajar, y cerraba otro en la unión de las hojas dobles del ventanal. Dejaba dentro a Maruca y a su madre, y fuera a su hermano.

Cuando me mandaban por las tortillas, al pasar frente al ventanal, tenía que luchar contra las ganas de ir al baño. Los cartones eran más impenetrables que muros de ladrillo. Entonces, inspirado por la revista Duda (Lo increíble es la verdad), ejercía la telepatía, y abrazando la servilleta pedía una señal, cualquiera desde tras los cartones. Sólo funcionó una vez.

Primero, uno de los cartones desapareció, y luego otro, y hasta cuatro. Casi tiré el humeante kilo y medio del asombro. Por los huecos del entramado brotaron las piernas y brazos de Maruca, pálidos. Su rostro se revolvía como jarabe de grosella tras un cristal rojo. Y en respuesta a las ondas mentales que le había dirigido al bajar las escaleras, el aleteo de sus manos, de sus zapatos sin bolear, dirigían la sinfonía de ropa mojada y pájaros en el hueco del edificio.

¿Sabes besar?, me preguntó mucho tiempo después mi prima Caro, y la única respuesta que se me ocurrió fue que no, que no era verdad: ni en los brazos ni en los muslos de Maruca había mella o infección.

Tras recoger las tortillas, subí a mi casa. Encerrado en el baño, no supe llorar ni hacer nada más, ni siquiera orinar, y eché fuera todo el aire de mis pulmones, con la tristeza del que sabe que se le demanda algo tan extraordinario que se ve incapaz de concebirlo siquiera.

Pese a los dos candados, su mamá se las ingenió para abandonarlos. Antes de irse, golpeó a Maruca con algo duro y grande, algún metal. La dejó sorda del oído izquierdo. Los de Urgencias poco pudieron hacer. Un hilito rojo, me contó, y un zumbidito, y luego nada nada nada. Hubiera preferido que me pegara antes, para no oír las cosas que me dijo. ¿Qué te dijo? Cosas de mujeres, ¿quieres otro raspado? Bueno. ¿De qué lo quieres? De tamarindo. La casa invita, y por ser para ti va con jarabito de pilón. Un mal aire apagaba las veladoras ganadas por santa Cecilia y mi abuela intentó encenderlas haciendo casita con su rebozo.

Hablábamos del mundo sentados en el portal de la iglesia. A partir de aquel golpe, yo siempre a su derecha. El carrito frente a nosotros a la espera de clientes. Platicábamos del futuro, de los gatos y su sabiduría, de los efectos de la Coca-Cola en las monedas de tostón, de una especie de enredadera con flores carnívoras y sus posibles aplicaciones. Mis mentiras me dolían y la maravillaban en la misma dosis. Eso era el deseo: decirle que la sarna era curable, que existían icebergs silenciosos y titánicos flotando en el mar sin que NADIE los reclamase. ¡Imagina cuántos raspados saldrían de uno solo! Bastarían dos mecates para asegurar los troncos de la balsa y otro para lazar la montaña de hielo y arrastrarla hasta el Golfo de México. Llegamos a elegir los árboles de corteza más lisa de la Alameda de Santa María. Quería navegar descalza. Hay enfermedades que se trasmiten por las palabras.

Caminábamos en silencio de vuelta a casa después de la misa. Nos separábamos una calle antes de llegar a nuestro edificio. Temía que su hermano me pegara. Al decirle luego nos vemos, deseaba que mi vida fuera más miserable, tener otros padres, malos, implacables, que justificaran la fuga y los trenes de Nonoalco. Y es que le gustaba mi ropa. Tu mamá te viste bien. Es que trabaja en una fábrica de ropa. Pues tiene más mérito: te viste científicamente. Cómo justificar la fuga, ¿cómo imaginar el adiós a mi vida por ella? Si mis papás eran buenos, y había Don Gato a las tres, chocolate y nata para las conchas.

Otras veces, y empujando el carrito de los raspados, me pedía que le repitiera la leyenda del cerdo negro que cayó del espacio. Y yo lo hacía, tartamudeando en los diálogos.

Una noche, un meteoro verde. A través de su ventana los gemelos Bosch, lo vieron deprenderse del cielo, aunque no los dejaron acercarse al sitio del impacto para comprobar su aspecto, composición y posible radioactividad. Había caído en el lote baldío que había en el 63, justo al lado de nuestro edificio. Un golpe, un destello, un viento oscuro que sopló entre los montes de cascajo y basura. Sabíamos que no se debía entrar al lote. Mariguanos y robachicos amenazaban entre las ruinas. De cualquier manera, Lorena y la Gusana entraron. Querían una piedra para romper una botella de Bacardí y extraer la valiosa canica atrapada en su cuello. Era la única especie de agüita transparente hasta la invisibilidad.

De pronto, les envolvió un ruido de succión, asqueroso, algo que respiraba secretos arrancados del alma. De entre los montones de cascajo y botellas rotas, surgió el cerdo. Parecía el humo de una llanta quemada, pero con una sonrisa labrada en carne. Huyeron gritando promesas al niño Jesús. Y después nadie más lo vio, aunque todos sabían que seguía a la espera entre los matojos de hierba mala. Nadie, hasta que se lo encontró el papá de Maruca, pero aún faltaba para eso.

En tanto, Maruca detenía el carrito, levantaba la mirada al Cosmos y se preguntaba por qué, para qué, ¿un puerco? Los cerdos le daban compasión, y no por gordos.

Mi mamá no era la única que la creía enferma de sarna.

La tomaban como ejemplo de la higiene personal en clase. Maruca, ordenaba la maestra Chela Cano, enséñanos tus uñas. Maruca levantaba las manos. Vean, niños: así es como NO deben llevar las uñas, largas y sucias, de teporocha. Maruca, a ver tus calcetas. Maruca levantaba una pierna, después la otra. Vean, niños: que su mamá les lave bien la ropa. Eso era el deseo: ante sus calcetas percudidas, ser presa de unas ganas de ir al baño, suspirar con tal intensidad que casi me quedaba ciego.

El deseo no nos hace osados. No fui capaz de informar a la maestra Chela Cano que la mamá de Maruca, encima de haberla dejado sorda, no había permanecido a su lado el tiempo suficiente como para haberle enseñado a lavar ni a usar el cortaúñas. Como recurso desesperado para detener la humillación, empleaba la telepatía para enviarle imágenes de su aniquilación lenta y minuciosa: devorada por el cerdo negro, noqueada sin campana de protección por mi padre, aterrada más allá de la locura por el niño sin quijada. Fue inútil. Vean, niños: que su mamá no los deje venir a la escuela si tienen liendres en el pelo.

A pesar de su empleo como herramienta pedagógica, Maruca no paraba de sonreír. Vean, niños: que su mamá tenga un poco de vergüenza y les pegue todos los botones del suéter o van a parecer señoras de la calle. Ah, ¿y te hace gracia? ¡Pues me traes a tus papás o ni vengas a clase!

Así que no fue más a clase. Y dejaron de desaparecer los cartones en su ventanal.

Al no verla jugando sola en los escalones del zaguán, ni adivinar su rostro teñido por los cristales de colores, subí a la azotea y envié ondas mentales por toda la ciudad. Los pájaros, incluso el perico demente, parecían contagiados del silencio tras los remiendos de cartón.

Debió existir un oficio, alguna llamada, y un buen día Maruca reapareció en la escuela, escoltada por una tía para quien las quejas de Chela Cano parecían irrelevantes. Su tía la trajo y se la llevó. Durante mi escape al baño y saludándola como si pasara casualmente por la dirección, apenas alcanzó a decirme que aquella era su tía. La llamaron. ¿Nos vemos el domingo?

Llegó con una bolsa llena de veladoras en lugar del carrito. Mi papá desapareció, me confesó, aunque ya lo sabía. A mi hermano le habían contado los pormenores en la escuela, y a mi mamá, doña Jobita. Luego de contrastar ambas versiones, di por buena la de mi hermano y olvidé los detalles del acuchillamiento en la pulquería y la condena a quince años. No le dije nada. Maruca había encendido todas las veladoras y las sostenía contra su pecho. Iluminada como un pastel de cumpleaños. ¿A qué santo se le pide por la gente perdida? Yo creo que mejor a todos. Pensando en el niño sin quijada, en los pecados de su papá, apagué las veladoras ajenas con soplidos más potentes que los usados sobre mi último pastel, y sólo dejé prendidas las de Maruca. ¡No juegues! ¿También apagaste las de tu abue? Ya pondrá otras, y, de todas maneras, nunca le cumplen.

No regresó a su casa al final de la misa. Se estaba quedando con su tía. Mi abuela iba pasos atrás, pendiente de cadapalabraquedecíamos ¿Vas ir a clases mañana? No sé, mi tía va ir a hablar con la directora otra vez. ¿Por qué te reías cuando la maira Chela te hizo pasar al frente? ¿A poco no te das cuenta? No. ¡Pues la babosa de la maestra se me para a la izquierda y ahí no oigo nada! Y se rio, y nos despedimos, y no le pregunté sobre la incoherencia de no escuchar y obedecer, puesto que era un telépata, y porque podía escucharla cuando estaba ausente.

Ese lunes, alertada por doña Bertha, mi mamá nos llevó por otro camino a la escuela. Las razones del crimen eran oscuras. Lo único cierto es que fue un tiro al estómago. El muchacho se arrastró desde la Alameda de Santa María hasta San Cosme sobre Ciprés, nuestra calle. Amaneció en un charco de su sangre, con un brazo en alto, mostrando el billete de veinte pesos que no paró de ofrecer a los taxis. Se llevaron el cuerpo, pero el camino de sangre quedó ahí toda la mañana. Cuando salimos de la escuela, fuimos a inspeccionarlo.

Recuerdo un color vago sobre la banqueta, grisáceo, que al menor descuido se transformaba en un aroma a sal. Nicodemus le puso hormigas encima, Leonel obligó a su perro a olisquearlo, Chelis probó la potencia de un detergente, y una brigada improvisada se dio a la tarea de hallar lametones del cerdo negro que cayó del espacio. El camino zigzagueaba entre los árboles y los postes de la luz; se tornaba en islas frente a las puertas que el muchacho había tocado sin conseguir ayuda. Mi primo José Juan hizo como que se resbalaba y cayó de espaldas sobre la sangre seca.

Los barrenderos lo borraron con cubetazos de agua. En el cauce rojo naufragaron las hojas secas y las hormigas. Antes vino Maruca. Y eso era el deseo: Me voy de aquí y un camino de sangre.

En el recreo, después de la segunda visita de su tía a la dirección y mientras se arreglaban los papeles del traslado, me dijo que se iba. O tal vez: Me llevan. Su papá ya tenía dos semanas desaparecido. En tanto, su hermano había reventado el candado de la puerta, vaciado el cuarto y desaparecido. Don Carlos restituyó los cristales faltantes para subir la renta a los nuevos inquilinos. Mientras el muchacho herido se arrastraba desangrándose sobre la banqueta, Maruca supo de un sitio llamado Veracruz, de un rancho, de una escuela. Es caliente, me dijo. Los icebergs no sobrevivirían ahí. No quiero ir. Lo sé, le dije, me voy contigo.

¿Conmigo? Sí, a donde te vayas. ¿Cómo sabes que me voy a escapar? No lo sabía, la telepatía era inútil, pero eso produce el deseo. Levantó las cejas. Sonó la campana y entramos de nuevo a clase. Su tía la llamó: se quedaba ese día a clases, para despedirse.

Un papelito minuciosamente doblado pasó de pupitre a pupitre. La escritura nerviosa nos convocaba: A la salida en el camino de sangre. Cuando me cayó a mí, se lo envié a Maruca con un añadido: Esta noche. A las once. Me lo devolvió con otro: Pasa a la casa de mi tía. No le digas a nadie.

Una niña que no conocíamos caminaba sobre la marca de sangre como si estuviera en la cuerda floja. Maruca dejó su mochila en el piso, se arrodilló y se recostó sobre la sangre inútil. Y posó su oído izquierdo para escuchar. Allá, otros niños comprobaban la indiferencia de las hormigas ante las escamas carmesí. Ella escuchaba. Eso era el deseo: ese niño que te veía y pensaba, sin saber que lo pensaba. ¿Escucharás alguna vez a mi sangre? ¿Y qué te dirá?

¿Qué oíste? Nada, menso, ¿no ves que de este lado no oigo nada? Es que me dio sueñecito y eché una pestañita.

Esa noche, a las once, llegué a la casa de su tía con el Regalito. No hubo manera de librarme de él. ¿La niña a la que dejó huérfana el cerdo negro? María Eugenia, le aclaré. ¿Y crees que se le aparecerá también a ella? Ante la duda, se propuso como parte de la expedición. No podía negarme: ofreció llevar su tele y cuatro kilos de huevos, y era mi mejor amigo. Un año antes había cavado un túnel en la barda que separaba nuestras azoteas para evitarle el esfuerzo de bajar y subir escaleras.

Aunque llegó sin los huevos, a Maruca le pareció bien: ella traía su maquinita de raspar hielo. Yo hice cuatro tortas de jamón y llené un viejo frasco de mayonesa con Kool-Aid de fresa. Le dije a mi mamá que Lorena, la del tres, me iba a prestar su cuaderno Gader para unos ejercicios, y bajé y seguí de largo, mochila en la espalda, hasta la calle recién lavada.

Alguno de los tres creyó que debíamos ir a los patios de maniobras de Nonoalco. En los trenes estaría la dirección correcta, el santuario de los icebergs, y algún contacto para enchufar la tele del Regalito.

Avanzábamos torpemente. La tele pesaba. El Regalito daba cinco pasos y la posaba con un estruendo. Nos turnamos para llevarla, pero igual caía en la banqueta cada tanto. La zancada lenta de un gigante en la calle vacía. Sólo eran diez cuadras, pero éramos niños. Nos sentamos a descansar en una banca de la Alameda de Santa María; muy cerca, imaginamos, del sitio del balazo.

Repartí las tortas, y cuando le llegó su turno de beber Kool-Aid del frasco de mayonesa, Maruca se puso a llorar. En silencio.

El Regalito se alejó a una distancia prudencial, convencido de que se avecinaba una disputa por la comida. No llores, le pedí a Maruca, el chavo ese ya pasó a mejor vida. ¿Quién? De seguro se buscó lo que le hicieron: mi abuela dice que vendía marihuana. Si de él ni me acuerdo. ¿No? Entonces por qué lloras.

Es que no sé por qué me abandonó mi papá.

Se llevó los puños a los oídos y sollozó, meciéndose. Los árboles se mecían con ella, y creí que, de haber algún pájaro despierto, también habría seguido el tempo marcado por el cuerpecito sin sarna. Sólo estábamos el silencio de los árboles y yo, y Maruca no veía ningún consuelo en ello.

Cambié de sitio en la banca. De su izquierda a su derecha. Eso era el deseo. Apreté los labios y sin tragar saliva uní las piezas. No te dije nada porque pensaba que ya lo sabías. Y le conté lo que mi hermano me había contado sobre la desaparición de su papá.

Le hablé del resplandor verde, del cerdo negro, del diablo. Le conté que en la última noche que pasó entre los vivos, su papá había regresaba de una borrachera, en zigzag. Ya cerca de nuestro zaguán, se apoyó en una pared para agarrar impulso y paró en seco. Maruca escuchaba.

Entonces, de la nada, el llanto de un bebé. Frente suyo, el papá de Maruca sólo vislumbró una figura negra y nebulosa. Parpadeó y el cerdo se reveló, en realidad, como un bebé en chambritas rosas abandonado al pie del zaguán. Creyendo en las señales del cielo, en que aquella era la redención, lo levantó, le prometió todo lo que no había dado a sus hijos, y cuando estaba por subir para mostrarle su nuevo hermanito a Maruca, escuchó una voz a través de la manta del bebé: Mira, papi, ya tengo dientes.

El papá de Maruca separó la manta y descubrió un rostro de caballo que, sin la quijada inferior, sonreía inversamente, con dientes perfectos.

Siseaban los arbustos, el Regalito se atragantó y tosió; a lo lejos, alarmas y sirenas ¿Y después qué paso con mi papá? Seguí de frente: Pues se lo llevó el cerdo; todos lo saben. ¿Verdad? El Regalito asintió sin dejar de toser. Me acerqué para darle palmadas en la espalda y no enfrentar a Maruca.

Una vez que el Regalito echó fuera un trozo de jitomate, descubrimos que Maruca seguía como al final del relato: asintiendo, pero cada vez con más fuerza. Volví a su lado en la banca, en espera del golpe, la furia, el llanto renovado, la petición de que dejara de contar estupideces.

Pero no.

Movía los labios y repetía mis palabras: Pues se lo llevó, y casi podía escucharlas caer dentro suyo, tomando sitio en su cuerpo, resonando bajo su piel y haciéndola bailar, serenamente, apenas moviéndose sin levantarse, intoxicada. Hay enfermedades que se trasmiten por las palabras.

Abrió sus ojos y dijo Gracias. Con su papá en un sitio menos terrible del que ella pensaba, pidió que siguiéramos nuestro camino.

Quizá los trenes llegarían a los reinos del cerdo negro, y entonces todo sería posible. El plan de liberación, la lucha contra el cerdo, el escape...

Doblamos en Fresno.

Después vendrían la patrulla, la delegación y una serie de llamadas que nos devolverían a todos, excepto a la tele del Regalito, a nuestras casas, a mi vida, a su Veracruz, a nunca volví a verla.

Pero en ese momento, eso era el deseo: una niña que toma la verdad de mis labios, levanta una televisión en sus brazos libres de sarna y de cansancio, y avanza hacia la oscuridad sonriendo.

Y yo la sigo.


 

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