sábado. 20.04.2024
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Tachas 463 • Así como el deseo • Vanesa González

Vanesa González

Vanesa González
Tachas 463
Tachas 463 • Así como el deseo • Vanesa González


Le hubiera gustado quitarle la blusa, es más, si tan sólo hubiera podido meter la mano. No importaba si había gente. Para quien es presa del calor no importa nada. Este calor hace algo parecido al que a eso de las tres de la tarde riega los campos cabelludos con manguera a presión y da besos franceses hasta que seca la boca, pero no es el mismo. Y sólo él sabe de cuántos charquitos tuvo que cuidar sus zapatos la hermosa aquel febril día.

Dentro de aquella sauna en desplazamiento, donde el vapor mana de la cercanía y el roce de los cuerpos de los usuarios que bajan y suben en diferentes estaciones; no fue sorpresa que la hermosa dejara flotar de a muertito su cabeza en el líquido cuajado de la ventana ni que el peso de los párpados le ganara. La inercia en el movimiento de sus tetas, estrujadas y arrimadas la una contra la otra por el corpiño mal medido, atrajo la mirada del hombre que, de un momento a otro, se encontró patinando sobre la superficie mojada del pecho.

Una gota, que seguramente comenzó su éxodo desde la frente, caía como perseguida hasta llegar gimiente y desmayada a la tibia bifurcación de los caminos convexos. Resbalaba suave. Se perdió en el único agujero negro que huele a algodón y mujer. Una, dos, tres tibias gotas más. La pupila intrusa y acalorada se abría como piscina dispuesta a llenarse. Sólo con ver se hartaba. Se llenó tanto que por los poros salía destilado lo que se derramaba. Por cada gota que caía a la piscina, quién sabe cuántas se iban evaporando hasta condensarse en la frente, espalda e ingle arrugadas del atento observador.

El ojo fijo sólo veía una parte de todo lo que la fantasía completaba. Imaginaba la prolongación de cada gota a través del cuerpo: podría con un poco de suerte seguir caminando, remojar un pezón, ignorar las prendas femeninas, lamer el abdomen, darle vuelta al ombligo, descender con la curvatura del monte y en un acto suicida, aquella lengua se despeñaría en caída libre en medio de las piernas. Deseó tanto que su lengua fuera esa lengua acuosa. Después de todo, a su edad y en sus condiciones, no queda más que el espejismo. Las muchachas son la única esperanza para contagiarse de juventud. Por eso jadeaba, por eso se iba convirtiendo en una fábrica de rocío. Quién sabe en qué momento dejó de ser rocío para llegar a ser cascada. Una silenciosa cascada salada que nadie escuchaba mientras su agua caía. El cabello le escurría por la cara, la cara por el pecho, el pecho por los muslos, los muslos por los pies y los pies por el suelo. En el suelo había un charco. El hombre había desaparecido.


 

***
Vanesa González (Ciudad de México, 1994). Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha cursado talleres de cuento breve en la UNAM y en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Obtuvo el tercer lugar en el 12º concurso Universitario de cuento “Letras Muertas”.
 

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