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CUENTO

Tachas 465 • Territorio • Daniel Aguilar Torres

Daniel Aguilar Torres

Daniel Aguilar Torres
Tachas 465
Tachas 465 • Territorio • Daniel Aguilar Torres

 

Para L.

La abuela compró el terreno. Muchos años después, mamá pudo fincarlo.

Inició como algo austero: Un cuarto donde dormíamos en el suelo con papá; baño y cocina. Ninguna puerta. Éramos ladrillos amontonados al centro de un baldío.

Se dieron buenos tiempos, de trabajo y bonanza. Ahorraron e invirtieron para crecer el lugar. Quieren darme lo que nunca tuvieron: algo en el estómago, camas, y otro piso en la casa, con un cuarto mío y otro suyo. Empezamos a llamarle así: casa.

Pude ir a la escuela. Tras mi primer día, regresé para hallar una vivienda más ancha. Dentro, una sala, un comedor, un refrigerador. Por fin puertas, chapadas, para las que me estiraron un llavero. Mamá seguía expandiendo su reino, siempre cuidando de no rozar el margen de la banqueta. Crecimos hacia los lados.

Compramos un par de perros cuidadores. Macho y hembra. No recibieron nombres, para evitar sentimentalismos. Cada semana una nueva llave. Un portón para la cochera vacía. Cuarto de lavado, segundo, tercer piso. Baño completo en cada habitación. Arreglan pedazos del terreno para decir que tenemos jardín, sin importar que cada día le resten milímetros para construir algo más.

Hice un mapa. Sería fácil perderse cuando todo se mira igual. Papá y mamá no son arquitectos: planean cada ampliación según sus gustos, y los trabajadores acatan la orden. Por eso hace tanto frío. Pocas ventanas y muchos muros que nunca toca el sol. Tampoco hay corrientes que refresquen el aire. Escaleras de todos los tamaños, en todas direcciones. Lanzamos a los perros a la azotea: no dejaban de atacar a los albañiles. Cada vez necesitan contratar más para cubrir las labores. Dejé de llevar la cuenta tras el séptimo piso, el tercer sótano.

Cada vez veo menos a mi familia, pero las novedades me recuerdan que todo esto es por mí. Por cada nuevo cuarto, dejan tres llaves en la puerta y vamos tomando la nuestra según lo descubrimos. En cambio, cada día veo a uno, dos albañiles. Trabajando o perdidos. Intento darles instrucciones para salir, pero nunca sé si llegan a su destino. Entre cuartos ponen nuevas cocinas bien equipadas, desde que la original se perdió entre la obra y tememos que alguien se quede sin alimento. Para los perros pasa un helicóptero arrojando croquetas, desde que la azotea se tornó infranqueable desde acá. Un día abrí el portón y topé con una pared. El tachoneado mapa dejó de funcionar. Un aroma podrido ensucia nuestro ambiente.

La última vez que la vi desde afuera parecía un cubo. Ahora debe ser más alargada, un rectángulo extendido hacia el cielo y de enraizado subterráneo. Pueden poner lo que quieran dentro de los límites de la propiedad, así que, para no agotarla, algunos pasillos apenas se pueden recorrer de lado. Empiezo a contar mis pasos y, hora con hora, se suman puertas y pisadas para llegar a los mismos lugares. Creo que los albañiles se han asentado a vivir aquí también. Les proveen trabajo, sueldo y techo. Taladros y martilleos hacen eco lejano a cualquier momento. No existen ya las horas ni los días; entre tantas paredes, de ninguna pende reloj o calendario alguno. Lejos de la luz nuestros cuerpos se confunden. Las pocas ventanas sólo enseñan más habitaciones, todas hechas a la misma medida. Sólo el eco de los ladridos me recuerda que el laberinto tiene alguna salida superior que nunca parezco alcanzar.

Soy nómada en mi propio hogar. Por cada área que paso, arrastro el amasijo de llaves que no para de crecer. La carga que mis padres dejan en cada nueva entrada pesa más que yo, que adelgazo durante los días que vago entre cocina y cocina. Sólo espero que no olviden pagar la electricidad: mantiene la comida fresca, el laberinto iluminado. Pero para eso tendrían que salir y dudo mucho que lo hayan hecho. No importa cuánto crea avanzar hacia adelante, no veo final. Es imposible que esto siga expandiéndose sin tocar el borde de la calle. Puede que hace tiempo ya se haya roto. Están construyendo su propia cuadra, su propio país. Mentí antes: Ésta no es mi casa. Soy nómada en territorio ajeno. Voy de paso. Sólo respiro el aire viejo que exhalaron sus pulmones. No comprendo cómo los cimientos siguen en pie. Si sigue creciendo así, la vencerá su propio peso. Nos ahogaremos en el último de los sótanos. La esperanza de salir acabó cuando empecé a encontrar cachorros en las escaleras. Los primeros se reprodujeron y ahora su estirpe hace lo mismo: se aparean con sus hermanos, con sus propios hijos. De alguna forma bajaron de la azotea y ahora están aquí, encerrados. Imagino el día afuera: sol, viento en la cara. Gente. Ruido. Correr y tropezarse. Y después la Luna, el calor de la primavera y no este hielo perpetuo. He pensado que, de quedarme en una sola habitación, tal vez alguien me encontraría. Yendo de paso. Tal vez no. Necesito moverme, dejar de pensar. No ver mi cuerpo bajo los escombros sin sonreírle a papá, mentirle agradeciendo haber hecho todo esto por mí. Seguir con vida entre los muros hasta encontrar a mamá y heredar este lugar como ella lo recibió de las manos de la abuela.

 




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Daniel Aguilar Torres
. León, 1995. Estudió Cultura y Arte en la UG Campus León, donde coordinó un par de años el cineclub Cine Martes de Terraza. Seleccionado en el Seminario de Cuento Efrén Hernández del Fondo Para las Letras Guanajuatenses, 2019. Ganador del IV Concurso de crítica cinematográfica del Festival Internacional de Cine de Los Cabos. Es co-programador en Docu Film León, Muestra Internacional de Cine Documental. Colabora en Retransmisión y Cine Premiere. Recibió una mención honorífica en los Premios de Literatura León 2022, por el cuento Cada mañana mi casa está vacía, próximo a publicarse y distribuirse en el marco de la FeNaL. Territorio es parte de su primer libro, Cartografía de las vírgenes, recién publicado por Ediciones La Rana y Los Otros Libros.


 

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