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Tachas 477 • Elvis: del hombre caído al mito que vuela lejos • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

Elvis (Australia-EU, 2022)
Elvis (Australia-EU, 2022)
Tachas 477 • Elvis: del hombre caído al mito que vuela lejos • Fernando Cuevas


Después de Australia (2008) y El gran Gatsby (2013), Baz Luhrmann, quien ya había explorado la rebeldía a través del baile en El amor está en el aire (1992), recupera brío y vuelve al tono bombástico y de parafernalia pura de Moulin Rouge (2001) en su aproximación a Elvis (Australia-EU, 2022), apostando más por el espectáculo y el vértigo que por la profundización en el retrato de sus personajes, decisión que puede cuestionarse pero que termina por ser consecuente con todo el tono y la propuesta visual del filme que, como un buen show de su sujeto biografiado, mantiene un vibrante ritmo a lo largo de sus 159 minutos, sin desacelerar el paso y con un frenesí que acaba siendo un lujoso y muy disfrutable paseo de feria, más que una revisión cultural del personaje en cuestión.

Entre notables recreaciones de los conciertos y ciertos apuntes tras bambalinas que incluyen sus orígenes sociofamiliares, el camino a la fama musical, su fallido recorrido por el mundo del cine y su hundimiento artístico y emocional en Las Vegas, reducido a un entretenedor de lujo en lugar de desplegar su talento por el mundo, aunque eso sí, generando ganancias por todos lados, vamos siendo testigos de la manera en la que la negritud fue siendo deslavada en aras de satisfacer requerimientos de productores televisivos, quienes buscaban convertirlo de su tendencia a ser un héroe contracultural de larga presencia (en cierto sentido lo fue), a un personaje con suéter navideño acomodado a las expectativas de ciertos grupos sociales, para después pasar a las lentejuelas.

El mayor logro de la cinta es, en efecto, la forma en la que plantea el desarrollo de las bases musicales negras que influyeron y distinguieron profundamente el sello de Presley (1935-1977) en su recorrido de Tupelo a Memphis, vibrando con el góspel, el blues y el R&B (aquí Chaydon Jay como el joven Elvis) para entroncar con el naciente rock’n’roll y confirmando que en realidad el flacucho de traje rosa era un chico negro atrapado en el cuerpo de un blanco. Figuran Big Mama Thornton (Shonka Dukureh) como referente ineludible –ahí está La madre del Blues(Wolfe, 2020)-, así como un fraterno B. B. King (Kelvin Harrison jr.), un admirado Little Richard (Alton Mason) en plan andrógino y otros músicos como Athur Cudrup (Gary Clark Jr.), el blusero tras bambalinas; Sister Rosetta Tharpe (Yola), tocando la guitarra en la iglesia y, de paso, Fats Domino, el verdadero rey del rock a decir del conocido como rey del rock. 

En estos años grabó sus mejores discos, los que se produjeron de mediados de los 50´s a principios de los 60’’s., como se puntualiza en la manera en la que la esposa del productor Sam Phillips convenció a su marido (Josh McConville) para grabar That’s Allright; así, el soundtrack del filme tiene el tino, además de las versiones de los clásicos presleianos, de colar una muestra de sonidos contemporáneos (Doja Cat, Diplo/Swae Lee, Jazmine Sullivan, Kace Musgraves, Cee Lo Green, Eminem), para evidenciar la vigencia de las múltiples influencias no solo desde la lógica cultural, sino puramente musical. Las canciones suenan con variedad de mezclas brindando en algunos casos un toque de actualidad rítmica, además de que se combinan las voces de Presley y Butler en las que interpreta al final de su carrera.

La estructura del guion sigue el característico recorrido que parte del proceso de aprendizaje y asimilación de influencias, para continuar con el surgimiento a partir de 1955, la consolidación, el estrellato absoluto y, desde la cima, el descenso inevitable y, al final, la caída definitiva. Claro que aparece con persistencia la manera en la que el showbiz devora a sus criaturas y las mantiene vivas hasta el último boleto vendido, así como el proceso de búsqueda artística que se enfrenta a la lógica del negocio, sobre todo cuando en una época en la que el monopolio de la distribución y la posibilidad de darse a conocer estaba muy controlada por los corporativos disqueros, televisivos o fílmicos.

En buena medida, el relato transcurre a partir de la relación de codependencia entre el cantante, interpretado con intensidad y apropiación por Austin Butler, y el misterioso y taimado Coronel Tom Parker, encarnado por su tocayo Tom Hanks que se sumerge en el maquillaje y se mete en la rotunda humanidad, con todo y una nariz que acentúa el gesto inicuo de este circense promotor e impostor, descubridor y explotador de Presley, con gran olfato para el negocio a costa de lo que fuera e innovador en la difusión de conciertos, tal como se captura en Elvis: Aloha From Hawaii (Pasetta, 1973), primero con retransmisión por satélite a todo el mundo. Además de maquillar algunas situaciones y eventos, el trabajo con los actores es notable para contribuir a sus interpretaciones

No resulta convincente, sin embargo, el hecho de que Parker, a quien básicamente le interesaba el negocio –la música y la política no estaban en el centro de su atención-, insistiera en que su muchacho dejara de mover la distintiva pelvis, sobre todo porque finalmente formaba parte del discurso transgresor de las costumbres y por ende atractiva de los shows, que contrastaba cuando compartía escenario con el country edulcorado de Hank Snow (David Wenham): al prohibirlo, le quitaba potencial taquillero a su espectáculo, si bien las presiones moralinas, sobre todo de los sectores más conservadores con poder en la política y los medios, estaban a la orden del día. 

Liberarse de las mentes sospechosas

El hombre y el personaje han sido revisitados desde diferentes perspectivas: Elvis (Carpenter, 1979) se centró en su vida, con un Kurt Russell que se volvió a disfrazar en 3000 millas al infierno (Lichtenstein, 2001); en esta misma tesitura están la miniserie Elvis (2005) con Jonathan Rhys Meyers, los documentales Elvis Presley: The Searcher(Zimmy, 2018) y Elvis: That’s the Way It Is (Sanders, 1970), de carácter más íntimo, y el que da cuenta de su regreso después de un descafeinado periodo titulado Elvis: The Comeback Special (Binder, 1968). Mientras tanto, un episodio político, apenas visto aquí de pasada, fue capturado en Elvis & Nixon (Johnson, 2016), con Michael Shannon y Kevin Spacey. 

Se evita, con acierto, entrar a los terrenos más privados de las infidelidades mutuas de Elvis y su esposa Priscilla (Olivia DeJonge), cuyo libro fue llevado al cine en Elvis y yo (Peerce, 1988), y a quien conoció en Alemania cuando ella tenía 14 años y él 24, aunque solo se muestran las del cantante de pasada, obviando las de ella y alguna relación posterior del showman, como la descrita en Elvis and the Beauty Queen (Trikonis, 1981) con Linda Thompson y en la que Don Johnson asume el rol del cantante. Sí se retoma, en cambio, la importancia que tuvo su madre (Helen Thomson) y la cada vez más diluida presencia de su padre (Richard Roxburgh), cediendo todas las decisiones al agente. Tampoco se muestran las disconformidades de algunos miembros de la comunidad negra que pensaban que el cantante les había robado su música.

Se hace hincapié en la adicción a las pastillas dado su impacto en su condición personal y como artista, sobre todo atestiguada por el mundo en su última presentación, con pronunciado abotagamiento pero dejando todo en el escenario, tal como lo hizo cada vez que estuvo frente a su público, ese extraño objeto del amor que, según la narración en off del adiposo agente alucinando desde la cama de hospital y por tanto volviéndose un cronista poco fiable, estrategia ya utilizada por Luhrmann anteriormente en El gran Gatsby (2013), no podía tener rival alguno, ni siquiera tratándose de su esposa e hija Lisa Marie, a quienes nunca dejó de amar a pesar de mostrar lo contrario de manera reiterada.

Los sucesos prevalecen sobre las motivaciones en una puesta en escena contundente, apoyada en una edición imaginativa, tanto del sonido como de la imagen, que echa mano de diversos recursos, como el enfoque de cómic y las pantallas divididas para incluso contrastar versiones de ciertas piezas, y determinadas transiciones que nos trasladan de una etapa a otra aprovechando objetos concretos; las cámaras se desplazan con firme orientación según se esté en el escenario o en momentos de mayor intimidad y la recreación de los distintos periodos históricos cumplen con la encomienda de sumergirnos en el ambiente social de la época, insertando apuntes sobre el racismo y sus distintas formas de manifestarse.

Su presencia en pantalla también se ha visto en forma de influencia del ambiente, a veces fantasmal, o desde perspectivas satíricas y estrafalarias: en Hounddog (Kampmeier, 2007), funciona como tabla de salvación en el sur profundo vía Blake Rayne; en El tren del misterio (Jarmusch, 1989), un difuminado Steve Jones impregna todo el ambiente desde un hotel en Memphis; en La fuga (Scott, 1993), se vuelve un consejero encarnado por Val Kilmer; en A Brigther Summer Day (Yang, 1991), se presenta cual trasfondo del drama criminal, un poco como en Salvaje de corazón (Lynch, 1990); en This is Spinal Tap (Reimer, 1984), mantiene su poder de convocatoria en la tumba, mientras que Peter Dobson lo interpreta en Forrest Gump (Zemeckis, 1994), Harvey Keitel afirma ser Elvis en la road movie Finding Graceland (Winkler, 1998) y Bruce Campbell hace lo propio en la comedia disparatada de horror Bubba Ho-tep (Coscarelli, 2002). 

La fuerza de dos hombres, dándole significado a la muerte de su gemelo al nacer. Ícono de la cultura popular de talento privilegiado para el canto y el baile, como si fuera un don de Dios de acuerdo con su madre, por lo que no podía ser algo malo: presencia disruptiva de las convenciones sociales y uno de los principales puentes por el que circularon los imparables sonidos afroamericanos que se han constituido como invaluables géneros de la música popular global; terminó siendo devorado por el mainstream, ese monstruo de múltiples formas que quiere que todo se pasteurice para seguir vendiendo, según los dictados de la moda de consumo. 

Si esa serpiente deslizándose con las cuerdas de la vieja guitarra blusera lo hechizó en su infancia llena de curiosidad para insuflarle el espíritu de la música que perturba desde la erótica del ritmo, el dedo meñique, como último signo de rebeldía ante la complicidad del público, se doblaba como señal de paulatina despedida para enfrentarse al cúmulo de mentes sospechosas, empezando por la propia, y así tratar de volar lejos del olfato de los perros de caza y de la llegada de ese Snowman, siempre acechando.

 

 

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