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Tachas 479 • The Film • Connie Tapia Monroy

Connie Tapia Monroy

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Tachas 479 • The Film • Connie Tapia Monroy
Tachas 479 • The Film • Connie Tapia Monroy


Despierto a ratos, confundida. A veces creo estar en casa, pero no, es otro lugar. Intento levantarme, sin embargo siento el cuerpo pesado. Una gravitante sensación de mareo me aturde y caigo nuevamente. A lo lejos hay una mujer, puedo ver que se queda de pie en el marco de la puerta. Es difuso, una silueta de tacón que viene y va.

Él entra. Lleva mascarilla, un cubre boca blanco. Solo se ven sus ojos, los mismos que me cautivaron esa primera vez que lo vi en Tinder. Su foto de perfil era lo que me gusta en general, con una descripción sobre sus gustos más o menos parecidos a los míos: “cinéfilo, amante del cine gore y grotesco”. El prototipo clásico dentro del mundillo de estilo rockero, de esos sacados de hojas de calco: barba, pelo desordenado y largo, tatuajes de calaveras y demonios en los brazos, con símbolos ritualisticos, y satánicos.

Nos hablamos un par de meses y nuestros gustos por lo obsceno nos acercó cada día más hasta que decidimos juntarnos por primera vez. Nuestras citas comenzaron a ser recurrentes, con una necesidad casi patología por vernos y hacer de nuestros encuentros algo importante. Sin embargo, algo no funcionaba, cada vez que llegábamos al punto de lo íntimo, él se frustraba y el calor se apagaba con solo una mirada de desapruebo que no entendía. Muchas veces me pregunté si era como los protagonistas de Sexo, mentiras y video, con todos esos traumas sexuales que arrastran y no te dejen desenvolverte de manera “normal”. Intenté varios métodos, pero muy pocas veces logramos realmente tener algo. 

—Debes comer algo, mi amor —me dice, con ese mismo ritmo apacible y de calma que siempre tuvo. La mujer de la puerta lo mira con desaprobación, pero él con un gesto le pide que salga del lugar. No sé quién es, ¿es la enfermera? ¿estoy en el hospital? Intento recordar qué me pasó, pero no encuentro un hilo de historia que responda esa pregunta. Lleva un trozo de carne a mi boca e intento masticarlo. 

—¿Cuándo vendrá un doctor a verme? —le pregunto, mientras mastico e intento tragar. Realmente no tengo apetito, pero él ha venido, eso al menos me ha dicho, de que todos estos días ha estado aquí, cuidándome. Le acepto nuevamente lo que pone en mi boca. Es todo muy ambiguo, he perdido la noción del tiempo, no sé realmente dónde me encuentro, ¿será que las enfermeras vienen a verme cuando duermo? Muevo la cabeza tratando de atar cabos sueltos, buscando alguna imagen, removiendo los días transcurridos dentro de mi cabeza. No hay nada. Solo la sensación de desconcierto está presente. Intento articular otra palabra, preguntarle quién es la señora que viene y va.

—No hables con la boca llena… la verdad debes reponerte —lleva otro trozo de carne a mi boca. Intento decir algo, pero me silencia con el dedo índice sobre mis labios llenos de comida—. No te esfuerces, solo come.

Hago mi último intento para masticar. No logro mantener los ojos abiertos y caigo rendida.

El movimiento, el ruido, los focos sobre mi rostro. Los destellos de luces led transitan sobre el techo. La camilla es arrastrada por un pasillo hasta un cuarto, imagino, se encuentra en lo profundo de este lugar. 

El sonido de los tacones sobre el piso flotante resuenan cerca y lejos, cerca y lejos. Ajusta las ruedas de la camilla, acomoda las sábanas. Los pasos se alejan y la espesura negra llega de pronto, devorando hasta el silencio. 

No sé realmente cuánto tiempo llevo aquí, me siento aturdida, con el cuerpo desaseado. Ella ha entrado un par de veces al cuarto y me amenaza con que debo comer todo lo que pone en mi boca.

—Nadie te extraña —se burla— ¿y crees que lo harán cuando ya no estés? —me dice con un tono casi psicopático. Su expresión siempre es igual, con esa sonrisa retorcida, la misma que usa para las selfies de redes sociales, tan falsa y plástica. Ya la recuerdo. Intentó agregarme varias veces a Facebook con diferentes cuentas, solo cambiaba el nombre, los lugares y descripción de perfil, pero la foto de perfil era casi la misma. 

¿Qué demonios hace ella aquí? Quiero responderle a gritos y saber quién demonios es, pero no puedo, tengo una mordaza y solo salen balbuceos. Mi boca se llena de baba. Se mofa ante mis esfuerzos que no llegan a nada. Acomoda la melena negra detrás de sus orejas, da media vuelta y antes de salir me vuelve advertir que si no colaboro, terminaré en una zanja en el desierto y nadie podrá encontrarme jamás.

Cierra la puerta de golpe.

Me duele el cuerpo, no tengo hambre. Siento que el estómago pesa. Estoy satisfecha, quizás peor que el lobo feroz con los 7 cabritos dentro del estómago, o quién sabe, me siento más parecida a piedras dentro de mi panza. Tengo sed, tengo mucha sed. Intento moverme, pero estoy atada de manos y pies, desnuda sobre una cama rosa, dentro de una habitación del mismo color. ¿Rosa? Recorro los rincones con la mirada, desde el ángulo que da mi cabeza. Hay algo hacía el lado de mi pie derecho, un foco que utilizan los fotógrafos en sus set. Esto no es el maldito hospital, estoy secuestrada, lo dicen mi boca sellada, mis manos y pies inmovilizados por esas correas de cuero que me hacen doler más. Y ella, ella viene y va a su antojo. Satirizando la situación.

Vuelve y enciende una cámara que está sobre un trípode a los pies de la cama. En seguida se acerca a mí y mueve las palancas del costado hasta reclinarme. Cada movimiento que realiza, lo hace con una calma perturbadora. Coloca un líquido gelatinoso entre mis piernas y luego trae más comida. Me obliga abrir la boca, no trago, la escupo, se la escupo en su cara morena, esa que ella reniega. El mal que han hecho las sociedades en despreciar a los de piel oscura que ahora los mismos descendientes ocultan sus apellidos y esconden su verdadera naturaleza tras los filtros de fotos que cambian hasta los ojos. No le gusta que rechace su comida, con la palma abierta me golpea, y gruñe un par de palabras, pero se detiene cuando se abre la puerta. 

Él entra, sonríe con un extraño delineamiento de placer en sus labios, se concentra en mí, sus ojos brillan tal cual como se le veían en las videollamadas nocturnas, donde conversábamos hasta la madrugada sobre films como Holocausto Caníbal, El ciempiés humano o A serbian film.

—Mi amor, tengo todo listo —le dice ella con cariño compasivo frente a mi cuerpo expuesto, mis carnes amarradas, mis genitales llenos de jalea. Qué mierda es todo esto. 

Intento zafarme, pero solo provoco hacerme más daño en las muñecas y tobillos. Estoy jodida. 

Ambos se besan, se tocan, se comprimen, se desnudan, se balancean frente a mis ojos. Los cierro. Siento sus cuerpos vibrar. Gimen, se pegotean. Siguen convulsos, se succionan, se besan, se tocan.

No puedo dimensionar ni entender cómo llegué aquí. Trato de silenciar mi cabeza, de no abrir los ojos, mientras sus quejidos de placer retumban dentro del cuarto.

—Quiero ser el protagonista de esa película —me decía bromeando, repitiendo una y otra vez los diálogos de memoria de su película favorita, la película australiana de Kieran Galvin. Se iluminaba su rostro al hablar de Feed.

Ahí estaban ellos, filmando su propia película grotesca, riendo con su sexo y el placer de tenerme como esa gorda mórbida sobre una cama de hospital. 




***
Connie Tapia Monroy. (1980, Chile). Escritora y Directora de Astartea Editorial. Se desempeña como Mediadora de Lectura y Dirige el Taller de Creación Literaria «La Licuadora», Taller «Cartocreativo» y el Club de Lectura de ciencia ficción «Prometeo, los hijos del fuego». Ha publicado los libros: Agonía profana(2004), Viviendo entre Sarracenos (2008-2018), Osario (2018) y Canciones Diabólicas (2021). Sus trabajos han sido publicados en variadas revistas y antologías en Chile, Argentina, Perú, México y España.
 

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