Es lo Cotidiano

Hamburgo en miércoles

Jaime Panqueva

Hamburgo en miércoles

Carlos dijo que el miércoles era el mejor día; como todos los alemanes tienen que trabajar el jueves, la Reeperbahn estaría disponible sólo para nosotros.

—¿Uy, se imaginan? –decía Mauro relamiéndose, mientras Juanca esbozaba esa sonrisa de medio lado que usaba para confirmar las travesuras y que, creo yo, debía tener desde que era un guámbito bogotano.

Reconocía que la idea de Carlos podía ser buena, aunque mi situación no era la mejor; acababa de romper en los peores términos con Agnieszka y mi ánimo no estaba para expediciones noctámbulas. Pero claro, uno estudiante, joven, becado y aventurero, no podía dejar pasar una oportunidad como ésa.

—Venga mijo y se saca el clavo –insistía Mauro.

—Listo –respondí para luego agregar–, tradúzcanle a James, porque el hombre captó la idea, pero no sabe aún qué día nos vamos.

Aquel miércoles saldríamos cinco, cuatro colombianos y un keniano, chiquito y más negro que nuestras intenciones. Llevábamos casi tres meses en Hamburgo sin haber hecho una incursión a fondo en el Red Light District, como lo llamaba nuestro oscuro amigo. La reperbán, como la pronunciábamos, o la milla más pecadora del mundo, como la habían bautizado los gélidos hamburgueses, se yergue como uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad; heredera de la más selecta tradición marinera, acoge a lo largo de su trayecto cientos de bares, burdeles, cabarets, teatros y otros diversos establecimientos de no menos variado uso, cuyo fin original consistía en satisfacer las necesidades corporales y espirituales de los lobos de mar sedientos de contacto con tierra firme.

El término a fondo, que ahora Carlos machacaba con algunas inflexiones grotescas de la voz y movimientos de brazo en consonancia, me daba risa porque, a excepción de James Kiago, los otros cuatro, a pesar de andar mediando la veintena, no éramos más que unos suramericanos pudorosos, pacatos, de buena familia y con mucha más labia que resultados concretos. Además, vivíamos de una beca que limitaba cualquier tipo de despilfarro, a esto debíamos sumar un horario estricto de clases y, en el caso de James y Mauro, una novia a la espera en el país de origen.

Sin embargo, secundábamos a Carlos porque nuestro orgullo exigía revancha; el fin de semana anterior, Luz, Vivi, Karla, Andrea y Lalao se habían sumergido en las fragorosas aguas de los table dance reperbánicos sin tener la delicadeza de invitarnos y ahora no hacían más que fastidiarnos durante la hora del café con el recuento de sus lances.

—Hemos desperdiciado nuestro tiempo en Altona y Barmbek –se quejaba Carlos, aun cuando en las discos latinas de Haus Drei y Zinnschmelze,  él había ligado una alemana que prometía bastante y yo a la polaca que todavía extrañaba. Nuestros bolsillos soportaban los veinte o treinta marcos que dejábamos en las fiestas, pero tratábamos de ahorrar al máximo para poder viajar por Europa o, en mi caso, colarme a las funciones fuera de abono de la Staatsoper.

—Señores: nos vamos a explorar a profundidad –repitieron Mauro y Carlos, y dale que dale con la cantaleta nos llegó el miércoles en la noche.

—Cincuenta marcos, máximo –convenimos al llegar a la estación de metro de Landungsbrücke. La verdad, no entiendo por qué nos bajamos allí, cuando la siguiente parada, St. Pauli, debía dejarnos a las puertas de la zona a explorar. Quizás era importante rememorar la procesión de los marinos hacia los antros, pero el invierno era la peor época para ello. Al salir de la estación, una llovizna helada que caía de medio lado, gracias al viento del mar, nos obligó a usar las capuchas de nuestros abrigos y a caminar en fila india con la cabeza inclinada. Así sólo se podía ver el suelo a un metro de distancia y los pies del compañero de adelante. Tras casi tres cuartos de hora de caminata, llegamos a la famosa estación de policía de St. Pauli, de ladrillos rojos y con un innegable estilo arquitectónico inglés. Junto a los muros de la comisaría, una hilera de mujeres, enfundadas en abrigos ceñidos de plumón que les cubrían desde la cabeza hasta los talones, se adentraba en las calles del barrio. Cada una sostenía un paraguas tamaño familiar bajo el cual negociaban, a salvo de los rigores del tiempo, con el cliente de turno. La tarifa no bajaba de ciento cincuenta marcos. 

Como el frío ya nos estaba bajando los ánimos, acordamos subir a la Davidstrasse, una calleja de acceso peatonal regulada por dos entradas de metal en la cual se encuentran las vitrinas de los burdeles de mayor tradición. En un alarde de machismo secular se prohibe el paso a mujeres, pues a ambos lados de la calle, tras un vidrio muy limpio se sientan con muy poca ropa las damas en cuestión. Viéndolo bien, el asunto es bastante refinado; tienen calefacción y disponen de una ventanita por la cual pueden hablar con los interesados. Nuestro grupo se concentró frente a un esplendoroso manojo de rubias.    

—¿Doscientos marcos? Está loco, hermanito, yo no voy a pagar –le dije a Carlos– ni siquiera si me canta el aria de la Reina de la Noche…

—Pero, ¿no la ve? ¡Está buenísima! El que va a terminar cantando es usted…

—Pues hermano, nunca he tenido que pagarle a ninguna y no voy a empezar aquí –terció Mauro. Luego habló Juanca con gran sabiduría:

—¿Por qué no le pregunta si nos hace un descuento?

Cuando le cerraron la ventana en la cara, Carlos nos arreó la madre. Ya se estaba emocionando y tenía a Juanca medio convencido de compartir los cuarenta y cinco minutos mínimos que prometía una muchacha por módicos ciento ochenta marcos. No obstante, ninguna estaba dispuesta a dar descuento a estudiantes.

—Ni mierda –zanjó Mauro que no aguantaba mucho el frío– vamos a buscar algún bar en vez de seguir en la calle como maricas.

Salimos por el lado contrario al que habíamos entrado a la Davidstrasse, para luego entrar en una calle que desembocaba en una plaza comercial algo clandestina con seis o siete locales. Terminamos en uno que ofrecía karaoke; James, que casi no había abierto la boca hasta entonces, tenía ganas de cantar. Lo seguimos porque estábamos ateridos y molestos de tanto caminar sin resultado alguno. Recién nos habíamos sentado, cuando la que parecía la dueña del local me dijo una frase que no entendí y me entregó lo que debía ser la carta con las canciones de que disponían. Todo estaba en tailandés. Al parecer nadie antes de entrar leyó los avisos de neón que lo anunciaban como el único karaoke-bar thai de Hamburgo, ni reparó en que la totalidad de la clientela era asiática. Como el alemán ya nos daba suficientes problemas volvimos a la calle. Por fin algo de suerte; un discreto local de striptease se vislumbraba al final de la plaza.

—Ésta es la buena –comentó Carlos. Yo sólo alcancé a decirles que James ya debía estar llegando a la estación de metro. Era lógico, se había aburrido de tanta estupidez y prefirió marcharse sin decir aufbidersén.

En un último intento entramos, el local se hallaba en su mínima capacidad, una pareja de esposos bebía cerveza cerca de la pista de baile y un grupo de tres o cuatro tipos estaba sentado en una esquina poco iluminada, al parecer eran amigos de la casa. Una vez dejamos nuestros abrigos en el guardarropa, seis chicas vestidas con ropa interior y batas de tul semitransparentes nos rodearon y con muchos mimos nos llevaron a un gabinete cerca de la pista de baile. De inmediato llegó el mesero a ofrecer las bebidas. Pedimos la carta a pesar de que sabíamos que lo único que debe uno pedir en la Reeperbahn es cerveza, a menos que se quiera pagar 70 marcos por una copa de vino o hasta 500 por una botella. Al ver tanta prudencia, las muchachas comenzaron a desanimarse: dos de ellas se retiraron y las cuatro restantes, ante la escasez de clientela en el local, tuvieron que avenirse a lo que había.

Yo comencé a charlar con Sherry (no sé porqué decía escribirlo con “s”), una morena jamaiquina que había llegado a Hamburgo seis años atrás y hablaba un alemán decente, aunque preferimos conversar en inglés. A Carlos se le sentó al lado una rubia espectacular con la que intercambió algunas palabras hasta que se la ganó Juanca, supuestamente el más tímido de los cuatro, y lo dejó con una chica amarilla de la cual era imposible determinar si tenía más silicona en los pechos o en los labios. Mauro apañó una teutona (hago énfasis en la “u”) con la que parecía hablar a señas, pues el alemán no era su fuerte.

Llegaron nuestras bebidas; Sherry quería que le invitara un vino francés, Kai-li y la rubia querían pedir una botella de champagne; Tanya, la alemana, me pidió que le tradujera a Mauro que ella sólo tomaba Martinis. Se habló clarito en español, “cerveza o ni mierda”. Las muchachas se mosquearon. Carlos intercedió con su acostumbrado tacto:

— Vinimos a ver el espectáculo, pero la pista está vacía…

La piel oscura de Sherry, que aún se hallaba a mi lado, se levantó como una fiera, clavando sus uñas en mi muslo, le hizo una seña a Tanya, y con paso largo cruzó el salón. Habló algunos segundos con el encargado de la música para esfumarse tras una cortina púrpura.

Con acento sajón, Tanya nos pidió cambiar de mesa y dirigirnos a una junto a la pista. El local estaba tan vacío que en treinta segundos estábamos atrincherados junto al escenario. Juanca se veía resplandeciente, su rubia lo mimaba y le hablaba al oído; Carlos sentía cada vez mayor curiosidad por los diversos implantes de su voluptuosa birmana y yo le servía de intérprete a Mauro, a la espera de ver a la rastafari en acción.

A los pocos minutos se cambió la música y las luces apuntaron al centro de la pista. Sherry apareció con un ridículo traje de gata o tigresa que parecía salido de algún episodio antiguo de Batman. Su baile y atributos entusiasmaron a la concurrencia, en especial cuando dio comienzo al lanzamiento de sus prendas, que, dada su pésima puntería, fueron derribando una tras otra nuestras botellas de cerveza. Al terminar, acostada boca arriba y con las piernas en alto formando la “V” de la victoria, los aplausos y chiflidos colmaron el lugar. Los escasos clientes desde mesas lejanas se levantaron a aplaudir, la pareja de esposos pagó su cuenta y se marchó bastante estimulada. Yo había recibido el empujón que necesitaba para iniciarme en las relaciones interraciales, aunque todavía pensaba en mi bolsillo…

Sherry regresó cubriendo a duras penas su bien formada anatomía con un sostén negro y una tanga del mismo color, que impedía saber, por la poca iluminación, dónde empezaba o terminaba. Antes de sentarse en mis piernas preguntó si podían traer las botellas de champaña.

— ¡Ni mierda! – interrumpió esta vez Mauro, a quien el alemán parecía funcionarle cuando le convenía. Carlos también se negó y Juanca estaba tan ocupado con su rubia que se hizo el pendejo. Contra mi voluntad (¿cuál voluntad?) pedimos otra ronda de cerveza sólo para nosotros. Sherry se sentó en su lugar y le hizo una nueva seña a la rubia de Juanca, ésta le susurró algo al muchacho y creo que hasta le mordió la oreja antes de pararse, ir hacia el hombre de la música y desaparecer tras la misma cortina. La situación se puso tensa. Sherry se acodó en la mesa dándome la espalda y las demás se negaban a intercambiar palabra. Cuando el antro se puso a oscuras, yo pensaba en el cajero automático que había visto sobre la Reeperbahn, en mi tarjeta de crédito y en pedirle a James dinero prestado. De repente, en el centro de un haz de luz fluorescente apareció Hanna, de espaldas al público, con un bikini blanco y una estola de peluche del mismo color. Juanca entró en éxtasis. Yo esperaba que el número fuera lo suficientemente bueno como para hacer entrar en razón a los demás y poder distribuir los costos, era febrero y no quería pasarme el resto de año endeudado.

La rubia de Juanca era una escultura griega esculpida en un gimnasio de la postmodernidad; en ella podían identificarse la totalidad de los músculos que componen las nalgas y las piernas, sin llegar al exceso de musculatura ni a la pérdida de la feminidad. Un ejemplo excelso de lo que los gringos llaman fitness. Carlos, se lamentó de haberla cedido a su amigo, pero parecía haberse conformado con Kai-li. Las prendas comenzaron a volar, el top cayó con precisión sobre las gafas de un Juanca, que estaba a punto de perder el control. Todo lo disimulaba con la misma risita de guámbito.

Sherry estaba menos arisca y me enviaba algunas miradas de simpatía, eso al menos sentí por un momento, porque toda mi atención y la de mis colegas la captaban los pechos y extremidades de Hanna al ritmo de la música.

— Paniagua – me decía Juanca - ¿oyó su voz? Es la más sensual del mundo.

Creo que durante los ires y venires de Hanna en la pista se formó un acuerdo tácito entre nosotros para comprar cuanta champaña nos quisiera vender el local y abandonarnos al juego que planteaban las muchachas, dejando a un lado las becas, echando mano a los ahorros y al medio que estuviera al alcance para vivir ese miércoles como la iniciación a un nuevo culto a St. Pauli y sus devotas hijas. Pero fue sólo un instante, una evanescencia de irracionalidad compartida que nació y murió con las estudiadas contorsiones de la rubia, quien tras dar varias vueltas sobre el escenario cayó acostada frente a nuestra mesa con la idea de ejecutar un finale idéntico al de Sherry. Sin embargo, aún traía puestas las bragas. Segundos después de quitárselas, estábamos dando las gracias en la caja, pagando nuestras cervezas y volviendo al invierno acuoso de Hamburgo para no volver jamás a la Reeperbahn y dedicarnos a perseguir niñas bien en la Mönckebergstrasse o en las fiestas de la Uni. Hanna era un transexual con varias operaciones quirúrgicas pendientes.