viernes. 19.04.2024
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Tachas 480 • Graznido • Pablo Espinoza Bardi

Pablo Espinoza Bardi

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Tachas 480
Tachas 480 • Graznido • Pablo Espinoza Bardi

(Reescritura de “El Retrato Oval”, de Edgar Allan Poe)

 

«El Windigo es otro ejemplo de un síndrome de posesión asociado a un modelo cultural que ocurre entre los indígenas del noreste del Canadá. Se trata de un comportamiento indeseable y de desviación que puede culminar en homicidio a través del canibalismo. Se cree que un espíritu come la carne humana y que puede forzar a cualquiera a hacer lo mismo (…) En el Windigo la llave del problema tal vez esté en el conflicto al que estos indígenas se enfrentan ante la falta de alimento, en el riguroso invierno ártico, donde se está amenazado de morirse de hambre. Algunos, cuando presentan la crisis, buscan el shamán para ser curados y otros piden que se les dé muerte antes de que empiecen a atacar y a comer las personas (Murphy, 1978)».   

Moscas. Todas revolotean con una sintonía casi maligna. Imaginas como se mueven en la oscuridad, por cada habitación o recoveco. El sitio huele a animal muerto. Algo podrido gobierna esta casa y una sensación de desasosiego te oprime el corazón. De todas formas, tu instinto de supervivencia y de protegerte de la lluvia te llevó a este sitio; una cabaña en medio de la nada. Y hablando de “instinto”, ¿estás seguro que fue eso lo que te trajo a este orificio sepulcral? 

Esperas cada relámpago para poder ver algo dentro de ella. Los destellos iluminan el interior y el lugar adquiere formas nefastas. Alcanzas a entrever una chimenea y frente a esta un sillón. Te acercas. A un costado hay maderos y algunas lámparas de petróleo. Gracias al combustible y después de varios intentos logras encender la hoguera. El color anaranjado te trae algo de tranquilidad, incluso, pareciera que las sombras son repelidas y retornan a sus dominios. Por fin respiras aliviado y es agradable. Acercas el viejo sillón al fuego y te hundes en tus pensamientos. Miras con más detención el lugar, escuchas las goteras, la lluvia cayendo pesada en la calamina, el viento que entra por una ventana y algo que cae y rueda en el piso de arriba… el fuego se inquieta, chisporrotea y la madera del techo crepita. 

Sobre la chimenea, en la pared, hay varios cuadros, pero hay uno que resalta entre todos los demás; es un retrato ovalado. En el distingues a una joven repartida en una tela cercada de arabescos dorados. La pintura solo muestra la cara y el torso. De cierta manera te recuerda a las fotografías post mortem, ya que la paz reflejada en su rostro solo puede ser concedida por la muerte. Es una belleza tan pálida como la luna, dirían los más románticos, aunque otros, los que se mueven bajo adversos designios, dirían que se asemeja al hongo carnoso que prolifera en cementerios y casas abandonadas, donde el entorno se rinde ante la humedad y la roña. La observas y no dejas de hacerlo, sigues con la mirada cada contorno cadavérico con extremo deleite, pero luego te percatas del sonido de las moscas y eso te saca de tus reflexiones. Agitas tu mano para quitártelas de encima, pues se sienten en todas partes, y vuelves al calor de la chimenea para exorcizar tus temores. Piensas en ellas formando parte de la oscuridad, como un solo organismo esperando el momento propicio para atacar. Tomas una lámpara de petróleo y la enciendes. Caminas a paso lento e investigas el perímetro. El sonido de las moscas se siente cercano, y la casa exhala recordándote a un animal herido: cruje, susurra, se expande y retrae. 

Sobre una mesa aún hay restos de comida. Puedes ver un escarabajo caminando sobre un trozo de queso en estado de descomposición. Quitas la mirada y te aguantas las ganas de vomitar. Supones que una vida putrefacta te rodea para invitarte a formar parte de ella. Sales del comedor. Llegas a una suerte de estudio, pues ves un mueble con libros, luego hojas y pinceles desparramados en el piso, y al final un atril con un bosquejo a medio terminar, de “algo” entre humano y animal. El hombre está desnudo y una máscara resalta en su cabeza, como el cráneo de un ave coronado con plumas negras. Junto al dibujo hay una libreta. La examinas. Las fechas son casi recientes, de hace no más de un mes. Algo no cuadra. La mayoría está compuesta de escritos breves, algunas notas y apreciaciones varias. Vuelves a mirar el estado de la casa y no te imaginas a alguien viviendo allí. Vas a la última fecha. La nota se titula “Enfermedad”… vamos, léelo, estoy ansioso de esto:

«Le mentí. Toda mi vida lo he hecho y no me arrepiento. Ella amaba las flores; las amapolas. Soñaba con un jardín, con tener un huerto. Fue así como nos mudamos a este sitio alejado del mundanal, perfecto para trabajar en mis óleos. Mientras pintaba podía ver como ella jugaba radiante en el jardín, danzando con su inocencia incólume… o bueno, al menos yo lo quería ver así, pues nunca hice caso de sus martirios. Se quejaba a cada momento, lo podía intuir a través de sus expresiones que la delataban. “No era lo que me prometiste” leía en sus gestos. Solo había lodo y frustración. Estaba inmerso en mi arte, estaba entregado en cuerpo y alma. Sé que ella veía con celos esta comunión. De todas maneras me daba lo mismo. Solo admiraba su belleza, su exterior, pálido como las setas. Podía adivinar sus pensamientos, cargados de odio. Mientras sus labios entregaban miel sus ojos eran puñales lanzados desde la distancia. Aprendí a convivir con ello, pero algo fermentaba dentro de mí. 

Con el pasar de los meses percibí que el bosque aledaño tenía cierto influjo, el cual en primera instancia interpreté como; negativo. Tenía sueños extraños, de animales alados, de cuervos arrancándome los ojos, de estar pincelando con la pintura más negra en la tela, la que se expandía como un cáncer desde el pincel a la mano, para luego contaminar todo mi cuerpo. El graznido de un ente antiguo me llamaba, me susurraba desde el bosque. “¿Qué te parece este lugar? Nosotros lo preparamos para ti”, me parecía oírle decir.

Luego me obsesioné con la figura de aquella ave infernal, cruza bastarda entre hombre y naturaleza primordial. Lo llamé «Wendigo», tal como lo hicieron los nativos de esta zona. Tracé cientos de dibujos de un ser humanoide, unión de pájaro y persona. Así fue como comencé a dejar de lado a mi mujer, a ignorarla, y a ver esto, después de todo, como algo positivo. 

Día a día se marchitaba en el rincón de la casa, mirando esos estúpidos cuadros de amapolas; absorta, apagada. Pero no me importaba. El bosque graznaba mi nombre y ello se manifestaba en mi arte y espíritu. Pasaron muchas primaveras. Solo salía de casa para traer víveres, aunque con el tiempo comencé a rechazar la comida, a sentir malestar con cada bocado. Ya no me satisfacía e ingerirla me ocasionaba náuseas. 

El estudio se transformó en mi segundo hogar y, aun así, nunca se fue de mi lado. Pobre. Tuvo la oportunidad de hacerlo… de abandonarme, pero estaba atrapada en su huerto mental y se mantuvo fiel a mi lado. Sus palabras de miel trataban de persuadirme cada día. “¿Asistir a un especialista?” ¿Acaso deseaba extirpar mi arte? Algo había en mí, y pugnaba por salir. 

Debo admitir que nunca me fijé en su abrupta baja de peso, si se alimentaba o no. Sencillamente se fue apagando. Era un espectro que deambulaba por la casa. Daba vueltas sin sentido y retornaba al rincón de las amapolas. Ahora, esto quizás resulte raro, pero con el pasar de los días fue adquiriendo un nuevo tipo de belleza. Mi dulce niña, tan blanca, tan fantasmal. La traje a mi estudio. Deseaba inmortalizarla a como dé lugar. En el proceso la poseí cientos de veces, sobre mis dibujos, sobre mis pinturas… sentí un impulso de empaparme de su disminuida vitalidad; de sus ojeras, sus marcadas costillas, su carne lechosa… y entonces allí fue cuando sobrevino el hambre. 

Al principio gritó con una débil vocecita. Mordí su brazo derecho, arranqué un trozo grande, mis dientes rozaron inclusive parte del hueso. Sus labios miel no decían nada, quizás no tenían la fuerza suficiente, aunque la verdad a estas alturas ya nada importaba… el ente demoníaco graznaba dentro de mi pidiendo a gritos saciar mi enfermedad. 

Fui al cuarto de las herramientas por algo que me ayudase en el proceso. Después de horas solo quedó la cabeza adherida al torso. Sin embargo, se veía radiante, al igual que una efigie, con una perfección que rayaba en lo celestial. Tomé su cuerpo y lo puse sobre una silla. Mi mejor pintura, puedo decir. Glorificada, lejos de la carroña. Triunfal…»

Soltaste la libreta y te llevaste la mano a la boca. No tuviste estómago para leer hasta el final. El sonido de las moscas, constante, repetitivo, solo hace exaltar tu repulsión. Alumbraste en todas direcciones y no viste a ninguna de ellas. ¿Has pensado en que quizás te estás volviendo loco? ¿Que el sonido lo tienes grabado en tu mente y ello te juega una mala pasada? A pesar del hálito rancio que vaga en el lugar, de la mala vibra que fluye a diestra y siniestra, por primera vez sé que sientes miedo.

Los ruidos en la cabaña se incrementan. Ventanas que se abren por el viento toman ahora otra connotación. Ojos observando desde vórtices donde nunca ha llegado la luz del sol. ¿Escuchas pasos en el segundo piso, como algo arrastrándose de forma pesada? ¿Y esa puerta? Se cerró de golpe, un pestillo que hace click. Puedo oler tu temor… y creo que deberías huir, no quedarte como lo hizo “ella”, no dejarte atrapar por el influjo maligno que habita esta casa, pero vuelves al hall, y vas alumbrando las paredes cuadro por cuadro. El zumbido lo escuchas más cerca… frío… frío… tibio… ¡caliente! Ya estás en el rincón de las amapolas, su lugar favorito, la gruta final para una santa inmaculada. Son tres cuadros sobre una mesita. Las moscas… oh, las malditas moscas, las que no saben guardar silencio, las que pasaron a ser parte de la banda sonora de esta cabaña… ahora claman por ti. 

Corres la mesita. El zumbido se hace insoportable. Te arrodillas y dejas la lámpara a un costado. Pones el oído en el suelo y descubres que el infame aleteo proviene de allí. Buscas algún surco entre la madera y sacas la primera tabla. Eso es fácil, ya antes fueron removidas. Sacas otra y otra y una nube negruzca sale desde abajo de la casa. Te cubres el rostro. Miles de ellas se pegan a tu cuerpo, te revisten con su manto de agonía. El hedor que emana desde la fosa te ocasiona horribles arcadas… y al acercar la lámpara distingues la grotesca escena en todo su esplendor. Ahí estaba, la mujer de pálida hermosura, ahora superada por el albor gomoso de miles de larvas bullendo laboriosas, efervescentes. Debiste irte, como bien dije, pero ahora es tiempo de callar las voces, los graznidos, de saciar nuevamente mi apetito voraz.

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