martes. 16.04.2024
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ENTREVISTA

Tachas 480 • El norte habla • Luis Felipe Lomelí

Francisco Rangel

Luis Felipe Lomelí
Luis Felipe Lomelí
Tachas 480 • El norte habla • Luis Felipe Lomelí

¿Qué entiendes por literatura?

Entre más viejo me vuelvo, menos claro tengo qué es la literatura. Pero puedo decir que, para mí, hacer literatura es preguntarme por aquello que desconozco, acercarme a formas de ver el mundo que me son contrarias pero que forman parte de mi entorno; a situaciones que he vivido, o que han vivido personas cercanas, y que nos han marcado aunque sigamos sin saber qué pasó ni por qué ocurrió eso. Escribir es tratar de dar sentido y de dar cuenta, es una conversación personal que tiene la esperanza de ser colectiva para ver si entre muchos podemos tener, no más respuestas, sino más preguntas. Por lo mismo, es también una búsqueda de la belleza; como cuando eres niño y descubres que hay planetas y dinosaurios y no entiendes nada de eso pero el mundo se vuelve más vasto y, también, más hermoso. Eso: el universo se torna mucho más interesante cuando te das cuenta de que, más allá de tu cuadra y de tu pueblo, hay un sinnúmero de galaxias hacia fuera y, hacia el pasado, hubo un montón de seres gigantescos y terribles de los que sólo quedan unos cuantos huesos. 

¿Existe la literatura norteña en México y cuáles serían sus características?

Toda subclasificiación de la cultura parte de la noción o la imposición de un centro: de un conjunto de expresiones culturales que se consideran normales o hegemónicas. Para el caso mexicano, la literatura hegemónica se ha constituido a partir de una noción normalizada de qué se escribe —y qué se debe de escribir— en la capital del país. Este proceso estuvo inmerso en los ideales postrevolucionarios del PRI y su muy particular idea de modernidad; así pasamos de la literatura del campo (escrita por autores no capitalinos pero publicada en la Ciudad de México o incluso escrita allá: Rulfo, Castellanos, Rojas González, etc…) a la literatura “de la ciudad” (Fuentes, Poniatowska, Paz, etc...). Pero tal vez como México, al igual que Guatemala o Panamá, es un país con nombre de ciudad, parece que les pareció fantástico reducirlo casi todo a unos cuantos barrios de una sola urbe, a la visión de unos cuantos autores vinculados al Estado —en su mayoría también burócratas— cuyas fotografías se desplegaban en las librerías de la editorial del Estado: el Fondo de Cultura Económica. La literatura norteña —al igual que la literatura de la península de Yucatán o del istmo de Tehuantepec— no tiene características particulares que permitan agruparla en un conjunto, más allá de las obviedades: son autores que nacieron o vivieron en el norte del país y que, a veces, escriben del norte del país. Sin embargo, como los dinosaurios o las galaxias cuando uno descubre que existen, todas estas “otras” literaturas sí se anteponen a esa visión hegemónica y nos sugieren que el universo es un lugar mucho más vasto, y la historia es mucho más rica y diversa que la reducida visión de la cuadra capitalina.

¿Cómo sería su historia o de dónde viene esta literatura?

La historia de la literatura norteña es tan antigua como la de cualquier literatura mexicana. Había literatura (oral en su mayoría) antes de que llegaran los primeros hablantes de español al norte del actual México y siguió habiendo, escrita y oral, durante los siglos anteriores a la independencia. Cuando comienza la llamada novela moderna en el país, ahí están los autores norteños como Rafael F. Muñoz y también los norteños adoptados, como Heriberto Frías. Ésta continúa durante la etapa postrevolucionaria e, incluso, la revista más importante de literatura en español fue fundada por un norteño: Edmundo Valadés. 

Así, es sólo en esta etapa de transición al neoliberalismo y luego en su imposición, ahí cuando había que hablar de la idea de modernidad de “la ciudad”, que la literatura norteña comienza a ser estigmatizada de varias formas. Como algo “no mexicano”, por ejemplo, cuando Víctor Hugo Rascón Banda hablaba de las nevadas en la sierra de Chihuahua y sus pares capitalinos lo acusaban de creerse “gringo”. Como algo “antiguo”, “retrógrada” o, más simpático aún, “superado”, cuando cualquier autor norteño hablaba de su entorno y había caballos y cactus y camisas de cuadritos. Es en esta época cuando a los autores y críticos capitalinos también les empieza a molestar que se escriba de “gente pobre”, cuando se subraya con ahínco el sesgo clasista de la literatura mexicana: para ilustrarlo baste recordar que, cuando José Emilio Pacheco publica Las batallas en el desierto (1980), donde el padre del protagonista es un empresario industrial convertido en “sólo” el director de una fábrica, la crítica la promueve como una novela de “clase media”; de modo que todos aquéllos, ese noventa y tantos por ciento de los mexicanos cuyos padres jamás fueron dueños de una fábrica, pasamos automáticamente a la categoría de lumpen. 

La recepción de la literatura norteña en la capital se complica aún más porque no se acopla a sus cajitas ideológicas: la literatura norteña habla de “pobres” pero no son “indígenas” (en la muy particular idea de “indígena” de la crítica capitalina), habla de masacres cometidas por el ejército pero las víctimas no son estudiantes de izquierda (por ejemplo, la gran novela de Daniel Sada), habla de los intercambios culturales con Estados Unidos y con los mexicanoestadounidenses pero no reproduce la visión racista y clasista de Octavio Paz en El pachuco y otros extremos, etcétera. Cuando habla de otras ideas de ciudad y de modernidad —por ejemplo, en los 90 con los autores de Tijuana, Monterrey y Juárez— se les tacha de soberbios y, otra vez, de agringados. La apoteosis del rechazo a partir de la ignorancia llega, por supuesto, en la primera década de este siglo cuando a un par de críticos capitalinos se les ocurre tildar a toda la literatura norteña de “narcoliteratura” subrayando, sin darse cuenta, que lo que les molestaba (y molesta) es que no exista una visión unívoca del país: la suya.

La literatura norteña ha estado, literalmente, desde la prehistoria. Viene de las experiencias particulares, diversas y disímiles, de sus habitantes. Y ahí va a seguir.  

¿Qué nos recomendarías leer?

La mejor forma de entrarle a la literatura norteña es la antología Norte, de Eduardo Antonio Parra. Faltan algunos autores que a mí me gustan mucho y considero norteños, como Eve Gil y Tryno Maldonado. Y es una antología de narrativa, de modo que faltarían los poetas (como Omar Pimienta o Sara Uribe), los dramaturgos (como Bárbara Colio o Mario Cantú Toscana), etcétera. Tampoco incluye a los autores que nacieron o se avecindaron del otro lado de la frontera pero que a mí también me parecen norteños, como Gloria Anzaldúa, Sandra Cisneros, Alurista, Cormac McCarthy, Luis Alberto Urrea, etc… Pero es un gran lugar para empezar.

¿Cuál es su valor literario o valor cultural que tú percibes?

Como mencioné, me parece que el valor de la literatura en general reside en ampliar nuestro universo de preguntas e ideas del mundo. Así, si bien entre los autores del centro del país (incluyendo Guadalajara y Puebla) hay escritores maravillosos con propuestas únicas, a veces uno puede sentir que hay una suerte de cantaleta o repetición constante: historias urbanas de esa supuesta “clase media” (que a mí me suena a clase alta) que comparte una ideología particular y un grupo de sueños muy suyos. A mí me sucedió eso en los 90, cuando era estudiante en Monterrey. Y en general me parecía imposible sentirme siquiera remotamente aludido por las historias y problemáticas que abordaban las novedades editoriales del centro del país. Fue en ese tiempo en que, por un lado, descubrí la literatura africana contemporánea y allí, aunque las historias sucedieran en Nairobi, Johannesburgo o Lagos, me parecían mucho más cercanas a las novelas de Coyoacán y La Condesa. Por otro lado, fue cuando una nueva generación de escritores norteños comenzó a organizarse para contar sus historias. Y aquí hay algo importante: no se trataba de contar o contraponer una versión de la literatura (la norteña) a otra (la capitalina). No se trataba de imponer una nueva hegemonía. Sabíamos que eso no era ni deseable ni posible pues las vivencias y la historia cultural comunitaria de Tijuana era totalmente distinta a la de Monterrey, Culiacán no se parece básicamente en nada a Juárez, y Zacatecas es más disímil de Tampico que Ciudad de México de Tlaxcala… por no hablar de Baja California Sur, que es un universo aparte. De lo que se trataba era de ensanchar el universo literario nacional con una miríada de propuestas. 

Y se logró. A pesar de los berrinches de algunos críticos y autores capitalinos, hoy la literatura mexicana es Cristina Rivera Garza y Jorge Volpi, David Toscana y Ana Clavel, Patricia Laurent Kullick y Mónica Lavín (quien también tiene su novela “norteña”, Las rebeldes), Joaquín Hurtado y Enrique Serna; más todos esos autores imprescindibles que no son norteños ni capitalinos, como Marisol Ceh Moo, Balam Rodrigo, Hubert Matiúwàa, Natalia Toledo o Federico Vite. Hoy la literatura mexicana concibe un universo mucho más amplio, y eso me parece una ganancia insoslayable. 

¿Crees que eres parte de esta literatura, por qué?

Yo sólo he escrito dos libros, y un “librito”, norteños: Todos santos de CaliforniaIndio borrado y El alivio de los ahogados. Ahí el pasado cultural de cada sitio, así como el entorno actual y, también, esta frontera porosa de la realidad norteña, están presentes. También publiqué un ensayo, Estética de la penuria, sobre la vida o, mejor dicho, sobre la muerte en Baja California Sur en el siglo XVIII. El resto de mis libros tienen poco o nada que ver con “lo norteño”.

Así, no sé si yo pueda decir que soy parte de la literatura norteña. Más aún, a diferencia del centro del país, donde varios escritores sí pertenecen a grupos específicos (ya sea bajo el signo de una institución privada o pública, o a partir de una autodenominación de grupo como tal), entre lo que se ha llamado “literatura norteña” casi no ha existido ese fenómeno: cada uno va por la libre.

¿Cómo concibes el futuro de la literatura norteña?

Va a seguir la mata dando.



 

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