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CUENTO

Tachas 480 • Rubén Darío • Absalom Ávalos

Absalom Ávalos

Rubén Darío
Rubén Darío
Tachas 480 • Rubén Darío • Absalom Ávalos


Yo era propenso a aceptar las explicaciones radicales de mis maestros. No las creía, pero las aceptaba. En especial cuando se trataban de las digresiones del maestro de música:

Repitan muchas veces esta frase: si, si bemol, la, la bemol, fa sostenido. Antes del fa sostenido, una pausa corta. No soy capaz de escribirlo más claro.

Después de desahogarse con nosotros el maestro nos había asignado ir al lunario a escuchar dos piezas de un genio austriaco, famoso por haber muerto por accidente persiguiendo a su gato una de las noches más frías del invierno. El maestro se empeñaba en acabar con el mito, su clase de música consistía aparte de hablar de las notas del austriaco, y sus composiciones que gozaron de una gloria sustancial en vida; la injusticia de haber alcanzado la plenitud de su fama y pasar a la historia después de su muerte. Y es que lo que pasó a la historia no fueron sus notas modernistas, ni sus desplantes de genialidad, lo que pasó a la historia fue que cuando lo encontraron en la calle, su mascota yacía a la mitad de su pecho, los dos tiesos y blandos todavía por dentro con los copos cayendo lentamente en los meandros de los dos cuerpos. El maestro de música daba la clase con tanto entusiasmo, y hacia tanto hincapié en las composiciones y en lo injusto de la historia, que al ver nuestra apatía, obligó a todo el grupo a ir al lunario a escuchar sus dos piezas más largas, El Lucero Danzante, que duraba 50 minutos y, La Noche Observada Por Todos Los Humanos Del Mundo Al Mismo Tiempo, que duraba 60 minutos y ocho segundos. El soundtrack perfecto para cualquier película independiente. 

Ninguno de mis amigos aceptó ir, así que terminé yendo solo al lunario. Cuando entregué mi boleto en la entrada y vi la gente que se iba juntando, supe que nadie del grupo iba a estar ahí, y que por alguna razón también, era el único que tomaba en serio la asignatura y al maestro. Encontré mi número de asiento. Ya instalado, observé en el escenario el contorno de un felino, unas tiras luminosas tendidas de tal manera que parecían bigotes, el atril desde dónde iba a dirigir el director diminuta y circular como nariz negra. En la parte más alta estaban unas guirnaldas entre las orejitas del felino que, por lo que pensé, querían figurar un ángel. La orquesta iba en contra de los acomodos técnicos que habíamos aprendido en clase, supuse que era para darle forma a la mascota. Poco a poco iban entrando los músicos con sus instrumentos, y las luces empezaban a ensayar sus posiciones. Desde arriba caían los colores pesados sobre las cuerdas, las percusiones, el triángulo, y las secuencias de luces prendían finalmente para esclarecer la figura. Salí a los baños del lunario. Por el pasillo me fui topando con ancianas y viejos, a cuál más vestidos con boinas, vestidos ajustados, y sombreros de hongo, algunos iban de traje y perfumados, otros menos formales y modernos iban vestidos de ropa sport y tenis exageradamente blancos. Cuando me acercaba a la puerta que tenía grabada una H cursiva, vi que mi maestro de música, recargado en una columna de piedra falsa, hablaba en voz alta con una mujer. No pensé en saludarlo. Pero me dio curiosidad ver quién era la acompañante, y de qué platicaban. Para no ser visto bajé a los baños del primero piso. El plástico verde del mingitorio despedía un desodorante exagerado, un olor y una frescura imposible de encontrar en la naturaleza. Bajé una palanca tan pulida que pude ver mi propio reflejo en ella. Me lavé las manos y me acomodé la camisa. 

Cuando regresaba a mi lugar, mi maestro y la mujer discutían acaloradamente, mi maestro decía que no, que eso de que el músico había perseguido a su gato por la noche mas fría del invierno era una mala broma creada por la envidia de sus colegas, que lo que había pasado en realidad, era que su mujer lo había dejado porque dejaba de comer por largos periodos de tiempo; al parecer, el músico tenía la idea que los ayunos distorsionaban su sentido del oído y lograba escuchar con mayor intensidad los notas que tocaba, y que al final, en los últimos días del ayuno, incluso alcanzaba a ver y palpar las notas musicales que había escrito. Me puse el celular en la oreja para fingir que hablaba con alguien y quedarme a una distancia considerable. La acompañante no estaba interesada en la música sino en las biografías y en la historia. Qué importa la vida de un artista cuando vive dedicado a producir, decía mi profesor. Todo importa en la vida del artista, la creación depende con mucho de las experiencias infantiles, adolescentes y adultas; la vida y la obra del autor no se pueden separar, decía la mujer. Eso fue lo último que capté porque ya se iban alejando poco a poco hacía los asientos. Mi lugar estaba en la primera fila del segundo piso, y el lugar de ellos, en la última fila del primero. Los veía desde atrás. Mi profesor, siempre sobrio, detenía una botella de agua mineral que cargaba con él a todas partes. Empezó El Lucero Danzante, y el escenario se iluminó en una figura de gato perfectamente delineada. El director de orquesta se acercó al atril. Levantó los brazos y golpeó con la batuta apenas el acrílico del que estaba hecho el pequeño altar. Sonaron los acordes de la primera pieza. La boca del felino se iluminó de azul, los bigotes de un tipo de neón gris que dividían la nariz en dos pequeñas fosas. El profe, sentado apenas lejos de mí, pasó el brazo por encima de su acompañante, y la otra se recargo en él. La orquesta ya tocaba, mi maestro perdió la cordura, se revolvía el cabello mientras escuchaba, elevaba el agua en forma de brindis una y otra vez. Yo aguardaba detrás del espectáculo. Cuando se puso de pie y quiso corregir los movimientos, el primer guardia vino a tranquilizarlo, y por lo que pude ver, el profe se excusó, y tomó agua y asiento. En el intermedio la mujer se veía molesta, movía la cabeza y se avergonzaba de que los demás espectadores nos les quitaran la vista de encima. Aproveché para irme. La música moderna no era para mí, ni los gatos, ni los austriacos suicidas, ni los hambrientos, y menos, aquella clase de música que según supe después, nunca necesité cursarla. 

Al día siguiente el maestro llegó al salón con lentes oscuros, se le notaba una ceja inflamada, y un ojo que ya se empezaba a poner morado por debajo de los armazones. Nos contó otra parte de la historia del genio austriaco…

Él no murió persiguiendo a su gato, dijo con esa voz habitual que nos ponía a escuchar a todos. Empezó a morir un día que invitó a salir a su amada a ver una pieza tocada por la orquesta de la universidad. La acompañante había aprovechado la cita para decirle que no quería volver a salir con él. En el intermedio habían discutido acaloradamente. En la segunda parte cuando sonaba el quinto movimiento de La Noche Observada Por Todos Los Humanos Del Mundo Al Mismo Tiempo, el maestro se puso de pie eufórico, lanzando gritos de júbilo, y sacudiendo los brazos, aventó la botella a la orquesta. Forcejeó con los guardias cuando intentaban sacarlo. Ya afuera, trató de arreglar las cosas con la acompañante. Caminaban por la acera que rodeaba el centro de la plaza y que precedía al lunario. Cuando llegaron a la fuente, se hincó, y declaró su amor a la acompañante en versos alejandrinos: 

Lejos del tiempo y el espacio, 
las personas se confunden,
tan delgadas como cabellos, 
tan grandes como la aurora, 
tienen orejas furiosas,
y ojos de desagrado. 
Estiran los brazos hacia adelante, 
para tocar el paisaje
un paisaje inexistente.

Párate, le dijo la mujer, esos no son versos alejandrinos. Y volvió al lunario, para observar lo que ella y su equipo habían construido en la escenografía. Caminó en sentido opuesto mientras pensaba: 

Cada hoja de cada árbol canta un propio cantar
y hay un alma en cada una de las gotas del mar. 

Sin detenerse pasó a lo largo de la calle decorada por pequeñas y enormes figuras de gatos, y pasó también las interminables extensiones de luces rojas y amarillas, sintiendo el asco que le provocaban los hombres que celebraban el aniversario luctuoso del austriaco.





 

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