viernes. 19.04.2024
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Tachas 480 • Somos gente de mar • Luis Felipe Lomelí

Luis Felipe Lomelí

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Tachas 480
Tachas 480 • Somos gente de mar • Luis Felipe Lomelí

Para Federico Vite

Sergio siempre pensó que tendría que llegar a viejo para ver el derrumbe. El que fuera, el de una casa o un edificio que se cayera de abandono y años de salitre, a golpe de nubes bajas, como las ruinas de los cascos de hacienda que había visto de niño, tierra adentro, arrumbadas entre los cafetales de la sierra. Así creyó que debería de ser, porque tumbar a fuerza de mazo las bardas de una casa para construir una mansión en la costera no contaba. Eso era el progreso. Tampoco el hotel en obra gris que estuvo sin cuidado, más allá del muelle fiscal, mientras Sergio cursó la escuela primaria y por doquier se iban alzando construcciones de gran turismo. Una obra gris era un proyecto a medias, un olvido. Pero no un derrumbe. Un derrumbe tenía que tener el cincel acompasado de las gotas de lluvia, la lija de los vientos y su lentitud de bajamar: su ferocidad de huracanes. Debía de horadar la broca de la maleza en los ladrillos, taladrar con sus raíces las columnas de concreto hasta reventarlas para que se desparramara la bovedilla de los techos por los suelos.

Eso imaginó Sergio de niño y lo creyó de cierto. Por eso procuraba no mirar el centro comercial durante sus horas laborales. Para no ver el derrumbe inminente y las siluetas de los cuerpos. Así que mejor se concentraba sacudiendo las fotocopiadoras y la máquina de cobro, las pilas de papel bond empaquetado, el plotter, cada cosa como un universo. Luego barría y trapeaba los pisos, recontaba el inventario idéntico al de todos los días y se sentaba en el banco, de espaldas, para mirar sólo los centelleos de las luces de halógeno sobre las lozas y olvidar por un rato, por todas las horas posibles, la visión de los locales abandonados.

Y los espectros.

Había días en que dibujaba para distraerse. Otros, en que se entretenía pensando en cualquier cosa, en la vida de los muertos o en la forma de sus manos, en que estaba calvo a los 19 y eso podría ser un aviso del derrumbe prematuro que se extendía por la ciudad toda.

Aún no había terminado de limpiar las máquinas cuando sonó el teléfono.

Dejó el trapo a cuadros rojiblancos sobre la barra de despacho y fue a contestar. Al alzar la mirada ahí estaban: los comercios frente a su puesto de trabajo, los muros enmohecidos, la cartografía de las humedades y las cortinas de metal oxidado con sus candados al piso. También vio el graffiti. Y quiso pensarse a sí mismo con una lata de espray repitiendo los trazos antes de que lo atosigaran las imágenes de siempre, porque ahí seguían los orificios de las balas, porque le tocó ver —hacía más de un año— cómo arrastraban a una mujer y a un muchacho, y luego oír, nada más oír porque entonces ya se había tumbado contra el piso, la primera percusión seguida de muchas, y los gritos, en demasía, hasta que llegó el silencio que fue diluyéndose en murmullos mientras él se ponía de pie con su uniforme de ULTRA-FAST Centro de Copiado, la camisa azul y roja con un gafete de plástico blanco que decía “Checo, Sonreír es nuestra empresa”, y caminó hasta el lugar donde vio el cuerpo deformado del muchacho sobre su charco, las manos torcidas, la gente reuniéndose alrededor y después de esa ocasión vino otra, y otra, hasta que las tiendas de la plaza fueron vaciándose y sólo quedó abierto el negocio en el que él era el único empleado: un dibujo cada dos días, en promedio, un altero de hojas dibujadas bajo el mostrador. Sergio cerró los ojos y habló al auricular.

—Ultra-fast Centro de Copiado muy buenos días, mi nombre es Checo y sonreír es nuestra empresa ¿en qué puedo servirle?

Se sentó en el banco y lo giró, para que al levantar los párpados aparecieran las lozas sin destellos: aún no había trapeado. Después siguió el diálogo de todos los días, igual, o casi, con el administrador que llamaba desde alguna otra ciudad mejor que ésta para que verificar que Sergio estuviera en su puesto de trabajo y repasar el stock de cartuchos y papeles. Un stock sin merma y sin cambio, casi siempre, salvo por las hojas que Sergio tomaba para hacer sus dibujos. Al acercarse el final de la llamada a Sergio le vino otra vez la zozobra que empezó desde que la plaza comenzó a vaciarse: ¿hasta cuándo mantendría su empleo?, ¿cuándo se daría cuenta el administrador que no tenía caso mantener esta sucursal, que era mejor cerrarla?

—Disculpe, licenciado...

—Dime, Checo.

¿Y si lo corrían? ¿Qué carajos iba a hacer en una ciudad desmantelada, con sus hoteles de gran turismo solos o clausurados? ¿Quedarse en casa de sus padres para abonar a la neurosis familiar? ¿Irse a estudiar una carrera técnica?, ¿dónde?, ¿con qué dinero? ¿O hacerle caso a su padre e ingresar a la Armada de una vez por todas para fregar retretes?

—No. Nada, licenciado, siempre no.

—No seas tímido, Checo, tú eres parte de la gran familia Ultra-fast, una familia que se caracteriza por tener un diálogo abierto y cordial con todos y cada uno de sus miembros, una familia donde sonreír es parte de nuestra empresa y siempre estamos dispuestos a escucharte. Dime con toda confianza cuál es esa nueva idea que se te ha ocurrido para mejorar el servicio que damos a nuestros clientes.

Sergio miró las lozas, su falta de brillo.

—Este... Estaba pensando que tal vez se podría cambiar el limpiador de pisos con olor a lavanda por uno con aroma lima-limón, creo que generaría un ambiente más fresco.

—Excelente idea, Checo, tú sabes que en la gran familia Ultra-fast, Centros de Copiado, valoramos muchísimo todas y cada una de las iniciativas de nuestros miembros para dar el servicio de excelencia que nos caracteriza y distingue como una empresa líder del mercado; sin embargo, también sabes que los protocolos y procedimientos escritos de todas nuestras áreas han sido desarrollados por expertos internacionales dedicados al cien por ciento para/

Sergio dejó de ponerle atención. Le parecía absurdo que alguien que ganaba mucho más dinero que él fuera incapaz de hablar como una persona normal. Pero tal vez ahí estaba el chiste, en hablar como tarabilla repitiendo las mismas frases, como las grabaciones de las camionetas que pasaban recogiendo colchones y fierro viejo por su barrio, o los repartidores de tanques de gas. Así mero: repetir las cosas una y otra vez para dotar al mundo de sentido. O lo contrario, de vaciarlo.

En todo caso vaciarlo no de las palabras, pensó Sergio y miró la mano que tenía libre mientras el administrador seguía hable que hable al teléfono. Miró su mano y la fue girando, torciendo los dedos, intentando que adoptara formas imposibles, violentas. Luego se colocó el auricular entre el hombro y la cabeza para poder observar sus dos manos al mismo tiempo. Y ahí el atisbo: sus manos eran las manos, todas las manos, repetidas. Pero el atisbo sólo quedó en eso porque se hizo un silencio en la bocina y tuvo que decir:

—Muchísimas gracias, licenciado, seguiré al pie de la letra los procedimientos escritos. Como siempre, ha sido un placer hablar con usted. Mi nombre es Checo y sonreír es nuestra empresa.

Seguir los protocolos. Colgar. Repetir las frases que decía todos los días a un administrador que nunca respondía algo diferente.

Sergio había intentado cambiar el guión algunas veces, nomás porque sí. Pero parecía que todo ya había sido dispuesto por esos expertos internacionales en los procedimientos escritos: si decía que podían cambiar el acomodo de las máquinas o el aroma del limpiador de pisos, si pedía un permiso o sugería un nuevo saludo para halagar a los clientes, si se le ocurría una forma alternativa de darle mantenimiento a los engranajes o de revisar el inventario. Todo ya estaba previsto en un grupo de cinco respuestas —Sergio las había contado—, incluso si pedía una transferencia de sucursal o si hacía preguntas personales. Era como hablar al vacío.

Pero esa mañana Sergio tuvo el atisbo de una idea. Así que se levantó del banco. Dejó el trapo a cuadros rojos ahí donde lo había dejado, sobre la barra azul, y caminó hacia la fotocopiadora. Observó de nuevo sus dos manos, los dorsos y las palmas. Torció los dedos y volvió a estirarlos para levantar la tapa. Su padre creía que la mejor educación que podía tener un hijo era la propia de los navales, así que había procurado transmitirle a Sergio los conceptos de obediencia y disciplina que iba tomando de aquí y allá, mientras limpiaba cubiertas y cuartos de máquinas en los buques. Los conceptos como máximas: al superior se le respeta, el castigo se asume, el orden ha de prevalecer sin cuestionamientos y, sobre todo, todo viso de injusticia es sólo un reflejo de la ignorancia propia. Así de fácil, acción y reacción: acatar para permanecer. Por eso Sergio, sin darse cuenta, estaba tan a gusto en un empleo con rutinas y reglas, porque los modos se maman. Pero también estaban el tedio y la soberbia, las ganas de salirse del protocolo en cosas nimias sólo para ver qué pasaba. “Te gusta jugar al tonto”, le decía su padre cuando era niño, “¿tú sabes qué les pasa a los tontos?”. Y Sergio no se quedaba ahí para averiguarlo, nunca estiró de más la cuerda de la paciencia paterna. Y acataba.

Así que por eso sintió un prurito, un picor escociéndole en la base de la nuca al levantar la tapa de la fotocopiadora y ver su reflejo en el cristal.

Se veía verde, casi muerto.

Las únicas ocasiones en que se había animado a jugar al tonto hasta sus últimas consecuencias era cuando nadie estaba ahí para atestiguarlo, perdido en el monte, allende los cafetales de su infancia. Nunca en la ciudad. Y el centro comercial estaba, obviamente, en la ciudad. ¿Alguien lo vería? Hacía meses que los contratos de las compañías de limpieza y seguridad fueron rescindidos, que las cámaras de vigilancia estaban sólo de adorno, que no veía a nadie, que el único ser humano que se detenía en la plaza era él mismo.

¿Entonces?

Entonces sí, como un reventadero, las olas: si de todas formas esto se va a ir a la mierda en cualquier momento, pues a la mierda —pensó. Y acomodó su mano izquierda sobre el vidrio y la fue torciendo hasta que tuvo la posición justa. Bajó la tapa. Accionó el botón naranja y vino el resplandor y el traqueteo de partes. Luego el chirrido de los rodillos al expulsar la hoja.

Sergio la miró pero no quedó convencido. Así que colocó la mano de nuevo y volvió a fotocopiarla. Una vez y otra. Moviendo un poco el meñique, el índice, el anular. Torciendo los huesos para que quedaran en la posición justa. Y otra vez. Otro relámpago y su traqueteo. Una tormenta eléctrica dentro del único local iluminado del centro comercial, un tren de centellas que multiplicaban la imagen de una mano izquierda, a blanco y negro, la misma mano pero otra, otras, el ruido de los engranes repetido por el eco. Salía una hoja y miraba la imagen. La examinaba hasta decidir si era necesaria una más. Y luego otra. Hasta que dejó de observar cada una de las imágenes y se concentró en la operación, repetitiva, de mover un poco alguno de los dedos y apretar el botón naranja, repetitiva pero nunca idéntica: primero la izquierda, varias veces y; luego la derecha.

Hasta que le pareció que ya tenía suficientes copias para escoger.

Las acomodó sobre el piso. De un lado del local quedaron las imágenes de su mano izquierda; y del otro, junto a la barra azul, las de su mano derecha. Las observó con detenimiento para escoger las idóneas, una de cada una (la tercera de la segunda fila, la siniestra; la primera de la quinta fila, la recta) y caminó sobre el resto de las hojas para levantar las elegidas y colocarlas junto a la caja registradora. Miró el polvo claro que habían dejado las suelas de sus zapatos sobre los papeles: le faltaba barrer y trapear. Así que recogió las que fueron intentos cercanos pero no cabales de las imágenes que quería y las tiró al bote de la basura. Tomó la escoba y barrió. Tomó el trapeador y la cubeta de agua y trapeó con limpiador de pisos con aroma a lavanda. Después se arrepintió de haber tirado todas las hojas que no había elegido y fue a rescatarlas, las acomodó bajo la barra, sólo volvió a arrojar al cesto las que tenían las huellas de sus zapatos.

Se sentó en el banco. Lo giró para dar la espalda al centro comercial y ahora sí vio los destellos sobre las lozas, las formas, las curvas de luz que le daban historias con qué entretenerse, como todos los días, sólo que el resto de la mañana ya no se quedó imaginando eso, sino meditando lo que quería hacer con las hojas, con la sensación de que dejar evidencia de hacer el tonto no era lo mismo que simplemente decir alguna frase que se saliera del protocolo. Algo le cambiaría por dentro, pensó.

Después de medio día recibió la consabida segunda llamada del administrador y, al terminar, bajó la cortina de lámina para salir a comer unos tacos. Atravesó el centro comercial mirando al piso, cruzó el estacionamiento vacío donde las plantas de las jardineras iban ganándole terreno al asfalto y los trinos antecedían al rumor de los autos. Alzó la vista al llegar a la acera y vio a lo lejos los hoteles que alguna vez fueron de lujo, cuando estas mismas calles estaban llenas de turistas rosas. Caminó hasta la bicicleta que hacía las funciones de taquería.

—¿Lo de siempre, joven?

—Ahora mejor que sean de papa y de chicharrón, tres y dos.

Miró las manos del hombre tomando los tacos de la canasta, las manos cuando esparció la col y vertió un par de cucharadas de salsa.

—Usted trabaja en el centro comercial ¿verdad, joven?

—Sí, allá andamos.

—¿Y no le da miedo?

—Pues no, ya no queda nadie.

—Por eso, luego hay fantasmas.

Sergio sonrió hasta que se dio cuenta de que el taquero no hablaba en broma.

—Cómo cree, don, a mí me asustan más los vivos.

—¿Y los muertos que quedaron con pendientes? Esos luego vuelven para tratar de arreglarlos y nos usan de sus mandaderos.

Sergio no supo qué responderle. Pensó en las camionetas con cabrones armados que circularon por esa avenida, luego de los turistas rosas, antes de que todo quedara abandonado.

—Pero tiene razón, joven, los vivos son los que se han vuelto unos verdaderos hijos de la chingada. ¿Otros dos de chicharrón?

—Ándele.

Por la tarde Sergio esperó a que el administrador hiciera la tercera llamada del día. Después tomó la cinta adhesiva y las dos imágenes seleccionadas, las que correspondían mejor a las manos de sus recuerdos. Pero apenas las había levantado cuando tuvo que volver a colocar todo sobre la barra para secarse las palmas sobre los muslos. Luego la frente. Era cierto que hacía calor, como todos los años y todos los días cuando no hay huracán y se trabaja en un sitio sin aire acondicionado. Sólo que el calor no parecía venir de afuera sino de sus adentros.

Sergio miró los locales olvidados, las cortinas de lámina y la paciencia del óxido. Volvió a tomar las cosas de la barra: total, ya nadie pasaba por ahí, ni a esas horas ni a ninguna otra. Así que caminó por el pasillo hasta donde una mancha café indicaba el lugar exacto. Sergio cerró los ojos. Recordó la postura del muchacho. Luego se agachó para situar cada una de las fotocopias en el lugar donde estuvieron sus manos.

Tomó un pedazo de cinta y lo hizo un churrito que pegó en la parte posterior de la hoja. Repitió la operación en tres puntos, cuatro en total. Y la colocó sobre la loza sin brillo. Una mano, la mano derecha a blanco y negro.

Luego hizo otros cuatro churritos de cinta para la hoja de la mano izquierda. Y la pegó ahí donde había estado la mano izquierda del muchacho acribillado.

Se enderezó.

Miró el cuerpo inexistente sobre el piso, sobre la mancha que había sido roja y el óxido había tornado café. Las imágenes a blanco y negro como continuación del cuerpo, como resurrección.

—Ya tienes manos, primo.

Luego se miró de reojo en el reflejo de los cristales de la joyería y salió.

Llegó a la casa un poco más tarde que de costumbre, porque decidió ahorrarse el dinero de un camión y caminar hasta la parada del otro. Su padre aún no había llegado de la marina. Así que entró a su cuarto y se cambió la ropa del uniforme para no ensuciarlo. Mientras lo hacía, oyó que se habría la puerta, oyó unos pasos, luego el sonido de la televisión que se encendía porque seguramente su padre habría llegado de malas y había que rellenar el silencio.

Silencio de cucharas mientras cenaban arroz y frijolitos.

Ante la mesa de la cocina y bajo la voz del noticiero: “Gracias a la labor del Presidente Municipal, en coordinación con las instancias estatales y federales, el crimen se ha reducido en un veinte por ciento”.

Sergio no quiso mirar a su padre, aunque tuvo el impulso de hacerlo, de retarlo: ¿y cómo no se va a reducir el crimen si ya no hay a quién matar? Mejor extendió la mano para tomar el vaso de plástico con agua de limón y semillas chía. Le dio dos tragos cortos. De reojo, en la pantalla, vio las imágenes de un grupo de marinos marchando en un desfile.

—Tú también deberías de tomarte el agua, es buena para el colesterol—dijo su madre.

—Ellos están arriesgando su vida.

Sergio dejó el vaso sobre la mesa. Miró las semillas de chía flotando en el agua. Le gustaban: aunque no supieran a cosa alguna, prefería beber algo que no fuera sólo líquido. Luego tomó de nuevo la cuchara para seguir cenando con la vista en el plato. Igual que su madre. Pero el discurso ya venía encarrerado:

—Están jugándose el pellejo para que nosotros estemos aquí tan a gusto, sin preocupaciones, bien quitados de la pena comiendo. Por eso me cagan los huevos esos cabrones de derechos humanos que nomás defienden a los criminales.

—No hagas corajes, te va a caer pesada la cena.

Desde la calle se comenzó a oír, por encima de las voces del noticiero, la grabación de una camioneta: “colchones viejos, recipientes de aluminio, alambre y tubería de cobre, señora, todos esos cachivaches de fierro que ya no utiliza, ollas y sartenes, señora, rejillas de metal...” La grabación idéntica a la de siempre, sólo que la frecuencia había aumentado: antes pasaban una o dos veces a la semana; ahora dos veces al día. Pero el discurso de su padre no era idéntico, tampoco carente de emociones como el del administrador, aunque de todas formas desembocara donde mismo.

—¿Y tú ya pensaste en lo que vas a hacer?

—¿Perdón?—Sergio levantó la mirada.

—¿O vas a seguir haciéndote pendejo como secretaria ahí en las copias?

—Es un trabajo—intervino su madre.

—¿Un trabajo? Un puto trabajo donde no gana nada y no tiene futuro. El dinero se lo gasta en los pinches camiones y en la comida, porque al señorito le da flojera llevarse lo que tú preparas.

—Desde mañana se va a llevar los tópers.

“Alambre y tubería de cobre, señora, todos esos cachivaches de fierro que ya no utiliza, ollas y sartenes”. “Los elementos de la Armada y el Ejército Mexicano seguirán patrullando las calles hasta que estemos seguros de que no existe un sólo criminal más en nuestra ciudad”.

—Deberías de meterte a la Marina. Ahí sí tienes un futuro asegurado: puedes ascender y comprarte una casa como ésta.

—¡Y que lo maten?

—¡No lo van a matar! Ni siquiera le van a dar un arma. Si ya está pelón el huevoncito, qué no ves, si lo difícil va a ser que lo acepten por viejo.

Sergio mira a su padre. Quisiera tener una serie de cinco respuestas pre-hechas para salir de cualquier apuro. Pero también quisiera ganar lo suficiente para vivir solo; tener una casa, como él dice. Sergio mira las manos de su padre sobre el mantel de plástico blanco de la mesa. Las manos, todas las manos.

Cuando llegó al centro comercial faltaba poco para que sonara el teléfono. Había hecho más tiempo de lo previsto, caminando hacia la parada del segundo camión para ahorrarse el primer importe, porque era cierto lo que decía su padre: en autobuses y en comida se le iba casi de la mitad de su sueldo y así no podría ahorrar para hacer absolutamente nada. De modo que había decidido tomar un sólo camión de ida y uno de vuelta, aunque dilatara más. Y llevarse la comida de su madre en los tópers. Pero, cuando faltaban cuatro cuadras para la parada, divisó un retén de la policía y tuvo que dar un rodeo. Para qué arriesgarse. Era temprano, pero uno nunca sabe cuándo esos cabrones quieren empezar a cumplir su cuota, pensó. Así habían apresado a dos de sus amigos, al Chicho y a Goliat, por traficantes. Entonces al cruzar el estacionamiento y entrar al centro comercial se sintió vivo: allí estaban sus manos sobre el piso. A blanco y negro.

Caminó hasta el lugar.

Se detuvo.

En medio de las fotocopias, a la altura de donde estuvo el pecho del muchacho acribillado, había una estampita del San Judas Tadeo. Sergio se inclinó para tomarla. No estaba pegada con cinta. Sólo estaba ahí, más como si la hubiera arrastrado el aire más que como si alguien la hubiera colocado a propósito. Miró en derredor. El local que fue una joyería y sus cristales, la ludoteca sin niños, la boutique de ropa para dama con su cortina de metal, la agencia de viajes. Todo adentro, tras el graffiti y el recuerdo. Miró las cámaras de video desactivadas.

Nadie.

Sólo el teléfono.

El timbre del aparato que comenzó a sonar y Sergio tuvo que apurarse para que no se le fuera a escapar la llamada y entonces sí perdiera el trabajo. Corrió. Dejó los tópers y la estampita sobre el piso para quitar los candados. Levantó la cortina de golpe.

—Ultra-fast Centro de Copiado muy buenos días, mi nombre es Checo y sonreír es nuestra empresa ¿en qué puedo servirle?

Lo demás, lo mismo. De un lado y otro de la línea, las palabras. Sólo que esa mañana Sergio ya no estaba preocupado por las figuras que hacían los centelleos de luz sobre las lozas, ni siquiera había presionado el interruptor, sino que su cabeza seguía en las imágenes de sus manos sobre el piso. Por algún momento, durante la noche, había pensado que al día siguiente ya no las encontraría, que habrían desaparecido sin razón alguna y podría asumir que había ocurrido nada. Pero no: ahí estaban. También una estampita de San Judas.

—Y dime, Checo, ¿qué otra idea se te ha ocurrido para que nuestro servicio siga estando a la vanguardia en atención de excelencia?

—¿Perdón?

—Claro, Checo, tú sabes que en la gran familia Ultra-fast, Centros de Copiado, valoramos muchísimo todas y cada una de las iniciativas de nuestros miembros para dar el servicio de excelencia que nos caracteriza y distingue como una empresa líder del mercado; sin embargo, también sabes que los protocolos y procedimientos escritos de todas nuestras áreas han sido desarrollados por expertos internacionales dedicados al cien por cien/

Sergio respiró. Por un momento le había entrado el pánico que conlleva ser visible. Eso le había dicho su padre: si quieres vivir tranquilo, procura pasar desapercibido. Pero por suerte todo había vuelto a la normalidad de las cinco respuestas prefabricadas. Así que sólo esperó a que el administrador terminara su diatriba para replicar: Mi nombre es Checo y sonreír es nuestra empresa. Colgó. Encendió la luz. Fue por los tópers y la estampita. No tenía ningún escrito, ni una mancha.

Seguro la trajo el viento, pensó.

Y la dejó con los tópers en el estante de la barra bajo la caja registradora, a un lado del altero de fotocopias que habían quedado el día anterior.

Luego fue por el trapo a cuadros rojiblancos para sacudir las fotocopiadoras y las pilas de papel bond empaquetado, la barra y el plotter, con detenimiento, pero ya sin pensar que cada cosa era un universo. Tomó la escoba y el recogedor y barrió el piso del local y unos metros afuera de la entrada. Después trapeó con el limpiador de pisos con aroma a lavanda. Dejó los implementos de limpieza en su lugar y se sentó en el banco, de frente a los locales abandonados del centro comercial. Observó las marcas de las balas del segundo hombre asesinado.

Después de la llamada de medio día y de haber colocado las imágenes de las manos del segundo hombre, Sergio tomó los tópers y la estampita y salió del local. Una cosa era traerse la comida de la casa y masticarla fría, pero otra muy distinta era quedarse en el mismo sitio donde pasaba ocho horas de su vida diaria. Así que decidió que iba a comer sentado en alguna de las jardineras del estacionamiento. Al pasar por el lugar donde había muerto el primer muchacho se detuvo para volver a dejar la estampita de San Judas entre las dos fotocopias de sus manos. Seguro la habrá traído el aire y seguro se la llevará el aire, pensó. Pero se sentía bien verla ahí aunque fuera una casualidad.

Al salir al estacionamiento lo recibió el sol y una voz.

—¿Quiobo, joven? ¿Lo de siempre?

Una voz lejana, del otro lado del estacionamiento pero hablándole. Sergio saludó con la mano y se acercó, a través del asfalto cuarteado y la maleza desbordándose de las jardineras.

—Ahora no, don. Traje mi itacate—dijo mientras le mostraba los tópers.

—Uh, qué caray. Y yo que pensaba que acá estaría mejor el día.

—¿Por?

—Allá casi no se para nadie, joven. Y yo pensé que si usted seguía trabajando acá entonces habría más cristianos que se darían la vuelta. Pero nomás fantasmas ¿verdad, joven?

—Ei.

Sergio miró los edificios de enfrente semivacíos, después del camellón donde el zacate se alzaba media pierna: los locales comerciales que aún quedaban abiertos y sus dependientes que se abanicaban con algún folleto, miraban el celular o se entretenían con la televisión. Se sentó en el borde de la banqueta para abrir los tópers.

—¿Y se lo va a comer así frío?

—Ei.

—No, joven, ya suficiente nos han chingado para que tengamos que comer frío cuando todavía podemos comer calentito. Tenga.

El hombre le pasó un plato con cinco tacos encima de una bolsa de plástico transparente: tres de chicharrón y dos de papa.

—Tengo que ahorrar, don. Usted disculpe.

—Lo disculpo. Son gratis. A fin que se me van a echar a perder si me los llevo a su casa.

Sergió miró las manos del hombre. Aceptó. Y el hombre acomodó la bicicleta con la canasta de tacos contra el tronco de un tabachín para sentarse a comer junto a Sergio ahí en el pretil de la banqueta.

—¿De veras no le dan miedo los fantasmas? A mí esta ciudad ya me está asfixiando de tanto muerto. A cada rato oigo plañideras y gente que reza por las noches. ¿Usted no, joven?

La estampita seguía en el mismo sitio cuando Sergio volvió a su puesto de trabajo. Casualidad, pensó. ¿Y si todo fuera una casualidad? ¿Si no hubiera alguna una razón humana? Así de simple, ¿si no existiera ningún plan establecido para que florezcan y se derrumben las ciudades? Porque Sergio había obtenido ese empleo, el que le dio el uniforme azul y rojo que portaba al caminar hacia el punto donde falleció el tercer hombre a balazos, casi por suerte. O mejor dicho, había muchas otras opciones en aquella época pero Sergio no se detuvo a sopesarlas. Había optado por el quinto aviso casi por corazonada. Y después todo cuesta abajo, facilito, rodando por inercia. Porque las razones para convencerse de que ésa había sido una buena decisión vinieron luego: qué bueno que no emigró a los Estados Unidos porque unos meses después en una redada aprehendieron y deportaron a su tío Pedro, al que le iba a dar asilo, el que dejó los cafetales poco antes de que sus dueños también los abandonaran. Qué bueno que no optó por la naval porque su padre ya no se acuerda o no se quiere acordar de la mierda que le hicieron pasar al inicio, y Sergio bien sabía que no tenía el físico de su padre, su resistencia. Qué bueno que no había seguido estudiando porque, poco después de que hubiera ingresado, comenzaron las desapariciones, las marchas, la huelga general y el cierre indefinido del Instituto Técnico: habría sido sólo una pérdida de tiempo. Las razones que venían de sí mismo o de otros, de su madre, por ejemplo: qué bueno que no entraste de transportista, m'ijo, ya ves lo que le pasó al hijo de Wendy que lo encontraron descuartizado. O de su padre: eso del restaurante del hotel a mí no me gustaba nada, habrías estado ahí cuando fue el tiroteo. Y en cambio acá, sí, le había tocado ver que mataran a cuatro personas pero había tenido suerte: los asesinos sabían a quién buscaban y no se habían metido con nadie más. Fueron a lo que iban y punto: sin soltar granadas ni ráfagas a lo loco. Casualidad. Sergio cerró los ojos para recordar la postura del tercer hombre, sus manos. Por una casualidad se establece una inercia y las ciudades florecen. Por una casualidad sobreviene la debacle, poco a poco, inexorablemente. Y el derrumbe. La naturaleza hace el resto.

Sergio batalló para recordar al tercer hombre. No se acercó a verlo después de que lo asesinaran como había hecho en las ocasiones anteriores, porque ya había cumplido con su cuota de morbo y empezaba a pensar que él podría ser el próximo: y entonces estar lo más alejado posible de la imagen de sí mismo y del terror, de las pesadillas con la escena recurrente de un tipo que se desangra, el primero, de un tipo que boquea y jamás conseguirá de nuevo el aire, el segundo, de una mujer a la que se anduvo sabroseando cuando la vio entrar porque estaba buenísima y tenía garbo, se veía a leguas que era rica y una mujer así podía sacarlo de pobre y, luego, la misma mujer frente a la joyería sin compostura ni estilo, con pedazos de la cara arrancados por la metralla y las piernas torcidas. Fin de la fantasía. O lo contrario pero el mismo resultado, con el tercer hombre, pretender la normalidad como si la repetición fuera a salvarlo: hacer todo lo que siempre hacía, y de la misma manera, para que todos los días vuelvan a ser iguales; pasar desapercibido para vivir tranquilo. Batalló para recordarlo porque en este país nadie dibuja las siluetas de los muertos. Los muertos son para olvidarse. O para recordarse en privado. Para transformarlos en ofrendas y flores.

O para devolverles sus manos y vengarlos con su presencia.

Antes de la tercera llamada lo hizo. Dejó el banco tras la barra y la caja registradora. Tomó las dos hojas con las imágenes a blanco y negro que había elegido, la cinta adhesiva y el valor para regresar a donde estaban las manchas de sangre. Hizo cuatro rollitos de cinta para cada una de las hojas: izquierda y derecha.

Cuando terminó, fue de vuelta a sentarse en el banco y se quedó mirando al frente. En su imaginación volvían las personas al centro comercial, volvían las familias, los niños. Sólo faltaba la mujer. ¿Qué chingados voy a hacer después de esto?, pensó. Miró los tópers con la comida de su madre. Tenía que terminársela antes de volver a casa y comenzó a merendar. Recordó al taquero. Sonó el teléfono.

—Ultra-fast Centro de Copiado muy buenas tardes, mi nombre es Checo y sonreír es nuestra empresa ¿en qué puedo servirle?

En el camino de regreso a casa se detuvo en una farmacia para comprar un juego de uñas postizas y una pintura clara. Le habría gustado que fuera roja, como la que usaba la mujer, pero en las fotocopias se vería negra y no le agradó la idea.

—Gracias a ti, Checo, vuelve cuando gustes. A mí también me gusta sonreír—le dijo el dependiente mientras sonreía y levantaba un hombro.

Sergio cayó en cuenta hasta que estaba fuera de la farmacia. Se quitó el gafete y lo guardó, junto con la pintura y las uñas postizas, en uno de los tópers. Era ridículo andar por la calle con el nombre escrito en el pecho, como si al empezar a trabajar uno volviera al jardín de niños. Pero Sergio se había acostumbrado a que nadie le dirigiera la palabra ni mirara su nombre. A pasar desapercibido. ¿Será eso la casualidad? ¿Cuando uno hace algo que se sale un poco de la rutina? Y entonces, claro, pensó Sergio, aquel que nos mira tratará de completar el dibujo a partir de los primeros trazos, para darle sentido a la imagen. Por eso el taquero necesitaba de sus fantasmas.

Caminó hasta la casa y encontró a su padre en la acera, sentado sobre una de las dos sillas de la cocina que había sacado a propósito. El cielo era casi negro.

—Tu madre se puso a guisar no sé qué chingados y allá adentro es un horno—dijo su padre, quien aún no se había quitado el uniforme de la naval —¿Te comiste lo que te dio?

—Sí —respondió Sergio pero, en vez de mostrar los tópers, movió la mano hacia atrás de la pierna.

—Siéntate.

Y se sentó, colocando los tópers atrás de la silla.

Llegaba la brisa del mar. De ese mar que poco se busca cuando se nace en la costa, porque se lleva dentro. A unas cuadras arriba aparecieron y desaparecieron las luces azules y rojas de una patrulla. Sergio estuvo a punto de decirle a su padre que no le parecía muy buena idea estar ahí sentados en la calle si él traía el uniforme. Pero ya conocía la respuesta, así que guardó silencio.

—¿Ya pensaste lo que te dije?

—Sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a llenar mi solicitud, apá.

—Ándale. Ya tienes casi veinte años pero ya vas entrando en razón.

A su alrededor se iban encendiendo las luces de la ciudad, pocas, muchas menos que cuando Sergio aún cursaba el bachillerato. La luz se derrumba, pensó. Porque incluso antes, en los hoteles abandonados, encendían las farolas por las noches. Pero luego ya ni eso. Ciudad parchada de negro como un techo a medio caer.

—Y si sí te comiste la comida de tu madre, ¿qué es eso que traes en los tópers?

Sólo faltaban las manos de la mujer. Sergio llegó al centro comercial por la mañana y el taquero, como siempre, aún no había se había aparecido con su bicicleta y su canasta. Caminó por el estacionamiento con otro juego de tópers en una bolsa y el gafete vuelto a poner en el costado izquierdo de la camisa, a la altura del corazón. No estaba seguro de si realmente quería entrar a la naval. O si era mejor quedarse donde estaba hasta que el administrador se diera cuenta de que esa sucursal sólo reportaba pérdidas. Esperar para tener una mejor perspectiva. ¿Y luego qué? Esperar otra casualidad, como que su madre apareciera en el momento justo para librarlo de un malentendido enorme con su padre: ¿Qué haces tú con unas uñas postizas, puto de mierda? ¿Te volviste maricón, hijo de tu pinche madre? En el momento justo porque Sergio ya se había agachado para tomar los tópers y eso no iba a tener explicación alguna. ¿Se creería su padre la única mentira remotamente posible: que tenía novia, que por eso no podía aportar más de su sueldo a la casa? De los males el menor, había pensado Sergio listo para asumir el castigo. “¿Tú sabes qué les pasa a los tontos?”

Pero su madre había hecho acto de presencia en el momento justo para convocar a la cena, un guisado de espinazo con verdolagas que tuvo que comer Sergio sin hambre, lleno por la merienda, empanzado toda la noche y con el estómago haciéndolo dar vueltas en la cama, encendiendo y apagando el ventilador, sudando como puerco y luego tiritando de frío. Pero tuvo que hacerlo. Y el menor de los males resultó menor de lo previsto. Entonces pudo llegar hasta la entrada del centro comercial y ver.

Observar después del asombro.

Entre las dos fotocopias del primer muchacho acribillado, debajo de San Judas habían colocado tres veladoras en triángulo.

Más adelante, en medio de sus manos a blanco y negro del segundo hombre, había un pequeño altar con unos ladrillos y unas flores de plástico de colores. Un cirio de las siete potencias y una imagen de Santa María del Cobre.

Somos gente de mar.

—¿Buenos días?

Sergio miró a su alrededor: las cortinas de lámina, el graffiti, las cámaras de seguridad.

—¡Buenos días! —gritó de nuevo.

Caminó hasta el tercer sitio.

Alguien había puesto, justo en el lugar donde había quedado inmóvil el rostro del hombre, una fotografía. también inmóvil, pero sonriente sobre las escolleras y el océano al fondo.

Sergio apretó la bolsa donde traía su nuevo juego de tópers.

—Buenos días—susurró.

Ese día Sergio no dejó su puesto de trabajo ni para ir a comer. Tampoco hizo el aseo con limpiador de pisos con olor a lavanda para que no se mezclara con el aroma de las velas. Ni sacudió ni barrió. Tampoco contestó el teléfono. Se puso las uñas postizas. Las pintó con detenimiento, de algo le había servido aprender a dibujar y quedaron con pocos grumos y burbujas. Esperó a que se secaran y sacó las fotocopias. No comió. Revisó el número de cintas adhesivas que le quedaban y por la tarde, luego de no atender al tercer llamado del administrador, las tomó junto con las pilas de fotocopias que no habían sido seleccionadas ni en ése ni en los días previos. Y fue a pegarlas en pares, izquierda y derecha, izquierda y derecha, sobre las cortinas de lámina de los locales, sobre los graffiti, sobre las columnas y las torres de los castillos.

Sus manos, todas las manos.

Para el final dejó las manos de la mujer. Fue hasta el sitio, frente a la joyería y sus cristales, donde ella había muerto con la cara arrancada a cachos por las balas.

Pegó las hojas en el piso.

Las observó.

Ya casi era de noche pero las lámparas de su puesto de trabajo, a su izquierda, atrás de él, alcanzaban a iluminarlas. En un momento las apagaría. Ya se había decidido. Su padre había quedado de llevarle más tarde la solicitud para irle dando celeridad al trámite. Pero Sergio se quedaría ahí en el centro comercial a esperar al otro.

O a los otros.

A jugar al tonto para ver si no todo era una casualidad. Sergio siempre pensó que tendría que llegar a viejo para ver el derrumbe. Pero el derrumbe estaba ahí y detrás de él había otros, muchos. Ya llegarían.

Alzó la mirada y se vio en el reflejo de los cristales de la joyería. Su uniforme azul y rojo. Las uñas postizas. El gafete:

Checo, Sonreír es nuestra empresa.


 

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