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ENSAYO

Tachas 480 •Spread (y)our legs: escribo con las piernas abiertas • Mariana del Vergel

Mariana del Vergel

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Tachas 480
Tachas 480 •Spread (y)our legs: escribo con las piernas abiertas • Mariana del Vergel

En todos los conciertos de orquesta que he presenciado conscientemente, las mujeres músicas tocan con las piernas abiertas: permiten que entre las telas de sus faldas se despliegue el curso de la música con el flujo o el sostén requerido. Lo comencé a notar en los conciertos ofertados por la Orquesta Sinfónica de la universidad pública a la que acudía: cada viernes las veía ahí, detrás de sus violines, junto a otras maderas, sosteniendo los golpes de arcos demandados entre movimiento y movimiento. También lo llegué a presenciar en varios conciertos de música de cámara, en presentaciones musicales de colectivos estudiantiles, incluso en los instantes transeúntes en los que veía a una violinista urbana tocando en el centro histórico. Evocando a Francesca Caccini, Clara Schumann, Meldenssohn y Strozzi, todas las mujeres tocaban con las piernas abiertas. En una especie de inflamiento de sonido entre el stacatto y el loure, la acentuación del sonido se formaba entre sus piernas, entre el vaivén de una perpetua tensión-relajación. 

La relación que tiene el sonido con la concha marítima, hoy en día es evidente: los diferentes tipos de bivalvos han llegado a utilizarse como un instrumento musical tradicional —en regiones con costa y sin costa— donde las percusiones funcionan como una suerte de idiófono “frotado”. Su presencia ha resaltado en estudios antropológicos y arqueológicos sobre la producción de sonidos en comunidades antiguas. Así también han destacado las conchas blancas como instrumentos de viento reconocidos como cornos prístinos, cuyo contexto milenario es asociado al ritual, a la magia o a la practicidad. Ayotes, conchas sonajeras o trompetas de concha, su presencia se afianza en el imaginario colectivo. Tan solo remitirse a recordar el “cuernófono” que tanto servia a los personajes de la serie Los Picapiedra. Y qué pensar del famoso juguete-oráculo de la comiquita acuática Bob Esponja: “la caracola mágica” y su ideación como un símil a la Magical Ball, pero definida por su irrebatible vaticinio sonoro. 

Concha y sonido: mutualismo iridiscente y resonante. 

También resulta familiar el vínculo que se ha acrecentado entre la imagen de la concha y la de la vulva: desde la iconografía sobre las múltiples representaciones de la sexualidad en el occidente prehispánico, hasta en el tantas veces citado y desgastado Boticcelli sobre el nacimiento de Venus Anadiómeda, la concha ha sido un símbolo de la fertilidad femenina y, a su vez, una representación de los órganos sexuales primarios externos de lxs mamíferos hembras. Así pues, desde el renacimiento, la concha ha sido popularizada por su relación con la fertilidad y, por lo tanto, con la creación: E conchis omnia: todo nos viene de la concha. En consonancia con la diosa lunar Ixchel —deidad maya de la procreación, la tierra y el agua—, representada por la imagen de la concha, el lazo de esta última con el sentido del “nacimiento” (con lo naciente o lo que nace) deviene de una razón simbólica natural: así como los moluscos emergen de sus conchas, lxs niñxs debían surgir del vientre materno, donde se resguarda un mecanismo de reproducción, donde se forja un nuevo organismo dentro de sí. 

Su figura esbelta, cubierta por una coraza o manto que envuelve toda la parte interna de arriba a abajo, la presencia de los pliegues, sus bordes delineados y su canal sifonal, hacen que no sea alienada la similitud entre la anatomía de la concha y la vulva. En países como Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, Uruguay y Paraguay, esta última es coloquialmente referida como “concha”. Además, su uso polisémico se comparte —nada azaroso— con la connotación de suerte: Pero qué concha que tenemos, podrían habernos matado. 

 Nada de esto es novedad, tanto la concha fértil como la concha-instrumento nos resultan familiares desde las ganas con las que buscamos asirlas como tesoros perdidos en la arena. Guardamos conchas a modo de souvenirs porque nos obsequian —en su breve e ilusorio instante marítimo— un sentido fértil y de abundancia, así como una atmósfera sonora envolvente, aunque no haya un nacimiento como tal, aunque el sonido no provenga especialmente de las conchas. A pesar de que estos cuerpos en cuestión únicamente tienen la función de “ecualizar” el sonido de los alrededores (funcionan a través de las perturbaciones externas fluctuantes), han abierto sus capas al imaginario como un depósito donde cabe el sentido de la creación. 

A todo esto, lo que para mí resulta una asociación dísimil, es decir, un asalto interesante de especulación, es encontrar en el sentido espacial de la concha una fuente de creación. Creo que otro asunto sería si la forma de estos caracoles marinos fuese diferente; si tuvieran una estructura cerrada. Nada de abundante encontraríamos en ellos. Como no se llevaría a cabo un fenómeno de “salida”, el sentido de lo naciente —el milagro de la vida— se vería perturbado. Es necesaria la explosión, la fuga, el escape.

Pienso en el espacio abierto y en su necesidad de ser. Recuerdo entonces a las mujeres músicas y comprendo su proceso ligado con la forma de crear, de alumbrar; es decir, de sacar de las tinieblas, o bien, de esa otra forma de dar luz. Al llevar las piernas abiertas su expresión es firme y mesurada, atenta. Su centro radica en hacerse conscientes de la posición necesaria para tocar su instrumento, para hacer música. Durante los conciertos saben el papel que lleva cada uno de sus cuerpos: esta es su manera de no hacerlos perderse.

Me pregunto si fuera del escenario, del proscenio enmascarado, esas mujeres también llevan el spread legs como consciencia de ser lenguaje con y a través de sus cuerpos, lejos de un deber-ser prediseñado ante sus violines. 

En un famoso momento sublime, fijado en mármol por Miguel Ángel, las piernas de una mujer se muestran abiertas. La escena histórica es la siguiente: entre el dolor inenarrable de una madre que pierde a su hijo, dibujándose entre los pliegues que caen formando claroscuros, la virgen de La Piedad mantiene las piernas abiertas. Su apertura —pienso— tiene por causa lograr sostener con equilibrio el peso supino de jesucristo. El motivo iconográfico de esta obra del escultor renacentista deviene en la estampa cultural y social de la madre por excelencia: la que se queda hasta el final, la que sufre y se desvive por la muerte. 

La obra de Miguel Ángel vence astutamente el mandato milenario que, desde un arco sexualizante, nos veda la forma de estar, de ser y de mantenernos sentadas con las piernas abiertas; sin embargo, lo hace a través de un ícono indesafiante, que nadie se atreve a desacralizar: la mujer-madre abnegada. Fuera de la sexualización, la única forma que a las mujeres se nos ha permitido abrir las piernas es a través del orbe de la maternidad.

No resulta pues extraño que el único instrumento que las mujeres podían tocar en público antes del siglo XX era el piano y sus derivados —el clave y el clavecín—, propios de una postura “digna” para la “gracia” femenina. Y qué decir de las violonchelistas: al costado, y no entre las piernas, era la única manera de acceder —como amazonas en caballos— para poder tocar el violonchelo. 

Abrir las piernas ha sido un asunto diferente para los hombres. Pienso en ese concepto en inglés reconocido hace apenas unos siete años por el Oxford English Dictionary: Manspreading (“man”: hombre, y “spreading”: extendiéndose) o esa forma particular, práctica egocéntrica, en algunos hombres de sentarse con las piernas abiertas en el transporte público, ocupando con ello el espacio de más de un asiento. Desde que leí por vez primera acerca de esta conceptualización, no ha pasado una sola ocasión que no repare sobre la forma de sentarse de los hombres —que conozco o no— en el transporte público que utilizo con regularidad. En los autobuses, en el metro, incluso en los taxis, esa actitud psicomotora de innecesario “explayamiento” pasa todo el tiempo. ¿Cómo le llamamos a eso en México? ¿Hay quienes vierten en su imaginario esa complicada forma de abrirse paso y ganar un lugar entre esos hombres? ¿Cómo nombramos nuestra resignación de permanecer paradas durante todo el viaje, aun cuando haya asientos disponibles?

Creo que el manspreading pasa más veces de las que logramos reconocer y en muchos más lugares fuera del transporte público. Es —sí— una forma de abrirse de piernas ante la sociedad, ante la forma de “habitar” un contexto específico, pero a diferencia del spread legs de las mujeres, esta forma de sentarse de los hombres se encuentra, por mucho, alejada de una sexualización, además, está también enajenada de la consciencia corporal, y aún más, se muestra apartada de una connotación relacionada con la creación. 

No sé si he visto muchos violinistas así, pero no logro imaginar cómo hace música un hombre con las piernas abiertas; cómo busca y comprende que parte de su devenir creativo es precisamente a partir del gesto consciente de tener esta posición específica. Se me vienen a la mente un par de palabras de la escritora Yolanda Segura en su ensayo de Tsunami I sobre el disfraz de los hombres que pueden nunca pensar en su cuerpo al momento de crear o escribir, ya que asumen su condición de singulares para decir, con su producción artística, la condición universal.

El escritorio, el computador en sus “horas nalgas”, la ventana y su forma de proveer luz, la lámpara cuando se hace de noche. Apegada a mi cuerpo y a los objetos que lo rodean, no me aparto de aquello que observo, de aquello que es materia de mi escritura, sin preocuparme hacia dónde me dirigo o qué afirmo. 

Imagino en mí una breve hermandad derivada con las violinistas: como un cuerpo que lleva su propia casa a cuestas, nuestras piernas se entrelazan a la hora de crear. Necesitamos un espacio de explosión, abierto y equilibrado, que nos permita sostener con equilibrio y comodidad largas horas de pluma, de melodías tocadas dentro y fuera de la sala de práctica, donde la interpretación deja solo de estar durante la hora de la actuación en público, sino que es, gracias a las horas de ensayo, ese “volver a escuchar” una y otra y otra vez el ritmo individual de nuestras piernas.



 

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