Es lo Cotidiano

Tachas 484 • Chalito Fernández-Concha • Walter Bustamante

Walter Bustamante

tachas 3
Tachas 484
Tachas 484 • Chalito Fernández-Concha • Walter Bustamante

1

Nadie iba a desconfiar de Chalito Fernández Concha, nadie podría haber dudado. Tenía un no sé qué que invitaba a poner las esperanzas en él, había algo en sus ojos azules aturquesados, en su porte de dandy con las camisas abiertas al cuello que dejaban ver su vellosidad risada del pecho, en su pelo castaño crespo (desde hace unos cuántos años levemente encanecido a la altura de las cienes), en su verbo fácil, en su impoluta sonrisa vendedora… Simplemente hay gente así: nace con el don del convencimiento en el semblante, en la sonrisa, en el entrecerrar lento de los párpados. Además de su impronta y su don de gente, existía una razón poderosa: Chalito siempre estuvo rodeado del círculo de la “gente bien”, siempre perteneció a ese segmento etéreo y coloquial llamado “la gentita”. Y desde niño mostraba dicha pertenencia sin ser completamente consciente de ello, como si las prerrogativas que ostentaba fuesen naturales, inherentes a un tipo de mayorazgo o a una condición de irremontable superioridad de su casta, de su entorno.  

Siempre con una sonrisa en la foto de la revista de sociales. Era a todas luces un tipo con estrella. Incluso después, siguiendo el hilo de su destino sin sobresaltos ni barreras, tras haber cursado estudios de maestría en New York, ya gerenciaba una compañía de seguros cuando apenas llegaba a los treinta años. Luego, casándose con una Miró Quesada, deseada por su belleza y su fortuna, con quien tuvo a sus hijas, las gemelas: dos nenas hermosas de catálogo -rubias como la madre- y que asistían a uno de los más prestigiosos colegios, perpetuando sin tropiezos aquella anacrónica garantía de nacimiento.  

Nada, absolutamente nada, hacía presagiar el rumbo que tomarían los acontecimientos que describimos en este relato. 

Es menester mencionar que a Chalito no se le conocía vicio ni degenere alguno. Como su compañero de carpeta en el colegio y luego de Universidad: Lalo Olarticochea le decían “pan de loco” porque siempre estaba duro de tanto que inhalaba cocaína, droga que descubrió en el último año del colegio, aunque en realidad consumía todo estupefaciente que le ponían delante; en alguna oportunidad, en alguna reunión del grupo probablemente, Lalo le ofreció ácidos a Chalito con esa confianza que le daban los años de convivencia escolar, obviamente Chalito rechazó la invitación con el arco perfecto de su sonrisa: “ahora no Lalo”, Lalo levantó los hombros y procedió a meterse un papelillo impregnado de lsd en el ojo derecho. La familia intentó sacarlo varias veces de las drogas, lo mandaban de viaje al extranjero “para que se disipe”, pero lugar al que llegaba lugar que encontraba algún dealer con una facilidad sorprendente, a veces incluso, sin buscarlo. Después de un tiempo de deterioro progresivo, de tanto entrar y salir en los sanatorios psiquiátricos, acabó internado casi permanentemente en uno de ellos. Se dice que llegó a parar con un grupo de mendigos fumando pasta básica en los basureros, sí, un Olarticochea consumiendo pbc en la inmundicia con una caterva de vagabundos que delinquían para mantener su vicio. 

Así que la familia alarmada por los ribetes de escándalo que proyectaba el asunto, decidió internarlo por un tiempo indefinido en el centro psiquiátrico más inexpugnable para la fuga: “Siervos de Dios”; ya que Lalo había tenido innumerables escapes de los centros de rehabilitación. Lo primero que hacía cuando fugaba (uno podría suponer que sería una buena idea ir a cobijarse en la comodidad de su suntuoso hogar, pero el vicio ya le había doblegado la voluntad hacía mucho tiempo) era irse a casuchas infectas de adictos cerca al mercado central a cambiar la ropa o el calzado que vestía en esos momentos por drogas. Ha pasado por lo menos por cinco sanatorios, hasta que ingresó a esta especie de carceleta llamada “Siervos de Dios” en la cual se encuentra ahora y donde él afirma –a su familia que ya no le cree- que lo torturan y lo golpean, sólo sale con permiso, acompañado de un cuidador que tiene pinta de policía en retiro, y cuando sale habla repetidamente de su fe en cristo y camina medio raro, a decir de sus compañeros que lo ven andando por las calles con mirada perdida y cojeando un poco.  

O al conocido Carlitos Beltrán, era primo lejano de Chalito e íntimo en la primaria, desde niño se podía apreciar su ansiedad por los juegos, se le veía organizando peleas de perros y manejando cualquier apuesta en el colegio. Al día siguiente de sacar su documento de identidad que demostraba su mayoría de edad se mudó al casino una semana entera, su compulsión era voraz, no podía tener dinero entre sus manos porque lo apostaba de inmediato, aunque a su familia no le sorprendió tanto esa tendencia de Carlos pues su madre era muy parecida, de hecho, ambos coincidían en el casino en jornadas maratónicas de vicio a veces uno a lado del otro; y si tenían algo en común, además de la cara afilada como flecha que acababa en un mentón puntiagudo, era que ambos siempre creían que salían ganadores del casino, así tengan que llamar a alguno de sus choferes para que los recojan porque no les quedaba efectivo ni para el taxi. El club hípico y los caballos terminaron de ser su perdición, Carlitos llegó a perder una casa y dos autos en ese lugar y tuvo que huir del país por una cuantiosa deuda con gentes de dudosa reputación que invitaban dom Pérignon en el club hípico al mediodía y por la noche te rompían las piernas si les debías dinero. Gente que hasta hace poco iba a amedrentar a la abuela de Carlitos, una pobre anciana que ya tenía los nervios destrozados de tanta amenaza. Ciertamente, el punto de quiebre para decidir irse del país fue cuando, después de encontrar perros muertos en la puerta de su casa, unos tipos intentaron violar a su hermana quién felizmente, por una casualidad del destino, pertenecía a la selección nacional de judo y pudo defenderse de los agresores con efectividad; los trúhanes empezaron su ataque diciéndole a la hermana: “esto no es personal, lo hacemos por tu hermano, porque él tiene una deuda con nosotros” (con un inconfundible dejo colombiano, o por lo menos caribeño), sin saber que la hermana de Carlos les daría una paliza y terminarían huyendo despavoridos. Toda la familia, excepto la abuela, “muy vieja ya para esos trotes”, se mudó a Estados Unidos. Se dice que Carlitos Beltrán ahora está viviendo en Orlando, no sale de casa por miedo a los sicarios y dedica la mayor parte del día a las apuestas online

O el bello Lucho de las Casas, era mucho más hermoso que Chalito, cabello negro azabache, cejas pobladas, ojos de un extraño gris, un perfil respingado que le daba un aire de héroe romano y una leve actitud entre abandono y arrogancia que le otorgaba un halo de impenetrabilidad, un espécimen bello aquí o en cualquier lugar del mundo. Su papá era un famoso cantante y su madre una ex reina de belleza. Lucho era una especie de Dorian Gray del círculo. Pero nació retorcido, desde pequeño se agarraba a las piernas de las mujeres (sus tías o amigas de su madre) y simulaba copulación, este acto lo realizaba incluso antes que pudiese pronunciar bien las palabras. En su niñez, que debería ser blanca y rosada por el lujo y confort, se pasaba la mayor parte del tiempo en el gran y cuidado jardín de la casa masturbando a los perros hasta coger el escupitajo caliente que era el semen de los canes, Lucho se quedaba viéndolo entre sus dedos al trasluz del sol. En el colegio cuando era apenas un púber súbitamente se dirigía hacia la esquina del salón y se hacía pajas sobre el tacho de basura, con el profesor derrotado mirándolo sin saber qué hacer desde el otro extremo, mostrando el pito colorado a todos y todas; estuvieron a punto de expulsarlo del colegio sino era por la influencia de su padre. Pero Lucho era incontrolable, a los quince ya hablaba de orgías y le aburrían las chicas con las que salía, que, a pesar de sus conocidas perversiones, deliraban por aquel retorcido príncipe que robó sin mayor de dificultad la flor de más de una de aquellas núbiles de buenas y acomodadas familias; Lucho decía que eran muy tranquilas y ellas terminaban horrorizadas con las avezadas peticiones de Lucho que, más temprano que tarde, sucumbió a los servicios de las putas. Se volvió adicto a las mujeres del meretricio, al comienzo las llevaba a su casa, pero al ver la cara horrorizada de sus padres cuando se cruzaban con sus acompañantes de turno, se mudó a los lupanares en donde evolucionó sus perversiones, aunque cabe decir que en ciertas ocasiones incluso dichas trabajadoras sexuales no toleraban los sátiros requerimientos del insaciable y curioso Lucho quien se metió tanto en ese mundo, adquirió un conocimiento tan pleno del quehacer del puterío, que un día pensó que sería buena idea administrar su propio prostíbulo; abandonó la universidad y acabó regentando su propio burdel, primero en el departamento que le regalaron los padres para tener lejos la incorregibilidad del hijo, pero al ver que los pudorosos vecinos llamaban horrorizados a la policía cada noche, tuvo que mudar su negocio a la periferia donde rápidamente fue conocido como “el príncipe” por su peculiar belleza que iluminaba esos pasillos oscuros y hediondos entre esos barrios y esas cuadrillas lumpenescas. Luego de un tiempo, no se sabe por qué, se largó a los asentamientos de minería ilegal de la selva a hacer lo único que sabía; alguien dice haberlo visto por Tingo María en una camioneta cargada de mujeres, llevadas como ganado en la tolva del vehículo, pero no se sabe nada más de él; se dice que lo mataron los padres de unas menores de edad que se había llevado a trabajar a dichos asentamientos, aunque es noticia no confirmada. También se dice que en su paso por la selva grabó alrededor de cincuenta películas porno en las que él era uno de los protagonistas y que sólo circulan en la Deep Web y en las colecciones de la gente más enferma de los países escandinavos. 

No, Chalito no era así, todos lo consideraban un tipo correcto, que, como la mayoría, quizá experimentó con las drogas ocasionalmente en su juventud, y bebía sólo cuando la circunstancia lo ameritaba. No era un santo, claro está, al parecer tenía debilidad por las mujeres bellas de las cuales siempre estaba rodeado y obvio que se pasó de copas más de una vez, pero su verdadera pasión era el ciclismo, aun en el colegio llegó a competir en las altas esferas sudamericanas y quizá eso fue lo que lo mantuvo más alejado de las tentaciones perniciosas y los vicios destructivos: Su pasatiempo era pedalear día y noche. Y si bien es cierto fue una aptitud que no prosperó a nivel profesional -no por falta de ofertas pues le insistieron irse a Francia, estudiar y además preparase y medirse para entrar a circuitos de verdadera élite, incluído el Tour de Francia- Chalito lo rechazó de plano, quizá porque acá estaban sus amigos, su círculo, su vida fácil y su tranquilidad y él pensaba que lo del ciclismo era más un hobby pasajero; aunque hasta ahora se le ve cogiendo la bicicleta, una especializada, de esas que valen tanto como un auto, cuatro veces por semana y meter pedal durante dos horas por toda la costanera. 

Chalito decidió hacerse prestamista tres años atrás, le iba bien como bróker, bastante bien, ya era gerente de una compañía de seguros y tenía una base de datos consistente, envidiable para cualquier bróker, así que usó esa misma base de datos: empresarios rankeados a nivel nacional, políticos de alto rango y hasta personajes de la farándula y claro, su entorno y círculo de amigos, para construir su ambiente de negocios. Para hacerse conocido empezó a pagar el 10% de interés al préstamo, una tasa irresistible y encima pagaba puntual, él llamaba un día antes de la fecha pactada para el pago para hacer acordar a sus clientes sobre las cuentas. Chalito no podía permitirse manchar el nombre ganado. 

 

Muy pronto se hizo conocido, más que por sus tasas de interés que fueron disminuyendo, por su puntualidad. Luego de un tiempo todos querían (inclusive personas que no conocía) darle ahorros, dineros extra y hasta sueldos o liquidaciones completas, sabiendo que Chalito las devolvería con creses y escrupulosidad. Y, por si fuera poco, todos quedaban mesmerizados al ver esa sonrisa, sentir ese perfume a madera y apreciar esas canas varoniles a los lados del pelo crespo, como un actor de telenovelas. Esa sola presencia turbaba a las mujeres y producía en los hombres una especie de confianza, pues confirmaban en su porte y prestancia que estaban tratando con un verdadero caballero. 

Nadie sabía qué cosa exactamente hacía con el dinero, la mayoría creía que ruleteaba en la bolsa de valores, que era el prodigio de las acciones, de las alzas y las caídas. Lo cierto es que al año de haber empezado de prestamista Chalito se daba el lujo de elegir con quién trabajar y con quién no, y el monto que requería que le prestasen lo obtenía sin el más mínimo miramiento. Como era de esperarse, una vez más, a Chalito le salían bien las cosas, sus dos muñecas de catálogo iban bien en el colegio más exclusivo del país y los fines de semana estaban usualmente en el Country o en el Regatas con su mamá quién se había empecinado en el tenis; cuando no estaban en algún club estaban en alguna reunión infantil socializando, siempre bajo la mirada atenta de su mujer, Lucía Miró Quesada que, a pesar de sus años, lucía frugal y hermosa, robando miradas de grandes y chicos. Podríamos decir que Chalito estaba realizando su vida bajo un plan que se fue deshilvanando sin sobresaltos, como las rutas planas con la bicicleta que recorría cada mañana sobre la costanera. 

 

2

-Esa gringa sabe algo, de todas maneras- irrumpió el calvo enano con voz de barítono sin moverse de su posición, con un pie apoyado ensuciando la blanca pared de la pulcra oficina, sin importarle en lo absoluto. 

 -Perdón señor, tiene que anotarse primero, le reconvino una señora que parecía más joven de lo que era, aunque no tanto como ella suponía o hubiese querido; anotando nombres concentradamente sobre un papel amarillento en un escritorio rojizo, de caoba. 

-Por favor, señores, yo conozco a la señora y a toda su familia, es una Miró Quesada, francamente a esa gente lo que menos les falta es el dinero, -interrumpió el caballero de frac- se me hace difícil de creer que ella sepa algo, a todo esto, quién sabe el motivo –después de una pausa estudiada, el tipo de frac acentuó sus palabras- ¿Por qué Chalito se quitó la vida tan súbitamente? ¿Estaba deprimido? ¿Estaba enfermo? ¿Tenía deudas? aparte de la nuestra, claro… 

Al decir esto último hubo un silencio prolongado, como si al repetir el hecho del suicidio y el tema de las deudas todos los reunidos en aquella oficina inhalaran, con el fresco aire otoñal que se inmiscuía por una de las ventanas, una pesada resignación; como una frase maldita que al ser pronunciada: “Chalito se ha suicidado” la gente enterrase cualquier tipo de esperanza de recuperar su dinero. Al fin el silencio fue interrumpido por la señora del escritorio quién, dirigiéndose al tipo de frac, le preguntó: 

-Usted ya se anotó señor, ehh Weiss, no? Con dos “s”. Si, sí, aquí lo veo. Alguien más por favor, los que llegaron recién anótense en la lista de la gente que vino a esta reunión porque el señor Chalito Fernández-Concha le ha quedado debiendo algo. 

-Por favor, todos anótense con mi secretaria Gladys para tener esta lista actualizada y ver qué podemos hacer con nuestro dinero –interrumpió con voz desiderativa Juan Carlos Semitiel, amigo de Chalito y quién organizaba esa reunión de urgencia-. Yo estoy tan sorprendido como ustedes, no sé qué pudo pasar por su cabeza, de hecho, sigo en shock; pero a pesar de ello aquí la realidad es una sola, Gonzalo se ha matado y hay que ver qué podemos recuperar de nuestros bienes, esperemos que le haya dejado un sobre o alguna indicación a su mujer, aunque francamente lo dudo. Ahora lo único que podemos hacer es ir donde la viuda y hablarle, definitivamente no es el momento, ni la ocasión, pero hay que adelantarnos y organizarnos, lo primero que debemos hacer es firmar el documento que está terminando de redactar Gladys, entregárselo a la viuda y tratar que se haga responsable. Yo soy amigo de la familia y creo que algo puedo hacer al respecto. Sentencio Juan Carlos con la calma y las ideas claras que lo caracterizaron siempre. 

-Jaaa eso no es así de fácil, -interrumpió Jaime Prime, un fornido joven con cara de bobo y la arrogancia a flor de piel, era hijo de un congresista que ya vivía atornillado en el poder por varios periodos- basta con que la viuda, la tal Miró Quesada, se niegue y listo. Estamos con las manos atadas y no podemos hacer nada, en una palabra estamos jodidos; por eso yo soy de la idea que vayamos y tomemos lo que podamos, autos, joyas, muebles, etc, piensen, es un buen momento para una intervención, la gente debe estar pensando en el velorio y esas cosas, hacemos la jugada antes, nos adelantamos y barremos con lo que podamos, así de simple. Somos una docena de personas, sin contar que puede llegar alguien más. 

-Eso es imposible –interrumpió el tipo de frac-, aquí hay gente cuya imagen es más importante que unos centavos, quiero decir, a mí Chalito me quedó debiendo un dineral, probablemente más que a ustedes, pero otra cosa es ir e irrumpir ilegalmente a una propiedad sin tener la certeza, por cierto, que nos están robando; o díganme qué pruebas tenemos de que la viuda está sacando ventaja de esta situación. Pensemos un poco por favor, a parte del escándalo mediático eso simple y llanamente es ilegal. Les pido que no nos dejemos llevar por las emociones. 

-Oiga usted, cómo sabe que Chalito le debe más dinero que al resto; que yo sepa aquí nadie ha hablado de montos, además que usted esté vestido de esa manera no significa ni que tenga más dinero, ni que Chalito haya tenido más suyo que de los otros aquí presentes. -Interrumpió una señora robusta, vestida de buzo, que a cada aspaviento agitaba una prominente papada, a pesar del exceso de carnes, podía verse, si uno se fijase detenidamente en la disposición de sus voluptuosidades, que en algún momento de su vida esa mujer tuvo unas formas bien delineadas y exuberantes.  

-No me mal interprete señora, sólo quise decir que para mí no es una opción entrar como maleante a una casa. -Protestó el tipo con el frac, tratando de calmarla. 

-Sí, pero tiene razón en una cosa, si la viuda se niega, ahí si vayan echándole tierra al dinero. Chalito se habría ido con todo a la tumba. Basta con que ella diga que no sabe nada. -sentenció un tipo con voz delgada y aspecto asustadizo que después de decir eso se retrajo nuevamente a la sombra de su silencio. 

Hubo un mutismo de orfandad, interrumpido por un sollozo de la mujer otrora deliciosa: 

-Ay, mis ahorros… 

De pronto, el enano calvo codeando a un hombre alto que estaba a su lado le preguntó sin miramientos: Hey, cuánto se llevó Chalito de lo tuyo? El hombre alto sin asomo de duda respondió: 90 mil, y de inmediato repreguntó al enano, y a ti? El enano dijo, a mí con 105. Y así en aquella oficina empezaron a oírse, como disparos secos, cifras que no sabían decirse a ciencia cierta si eran reales o no, lo cierto es que toda la gente resignada, algunos incluso abochornados, echaban números al aire: 50 mil, 87 mil, 38 mil, 180 mil… sólo cuando un hombre moreno de tupida barba y espaldas anchas que se había mantenido en un enigmático silencio hasta entonces, pronunció con voz queda: medio millón, la sala se sumergió en silencio nuevamente, después de un momento aquella cifra fue acompañada de un silbido de asombro que tuvo su epílogo con un conveniente “a la mierda, a ti si te jodió compadre”, del enano calvo.  

Juan Carlos Semitiel, volvió a tomar la palabra y de paso el mando de la situación, sugirió que los nombres de los presentes en esa sala sean acompañados de los montos que, ellos sostenían, Chalito les debía. Volvió a pasar la hoja a la diligente Gladys   

Chalito se había llevado a la tumba casi un millón y medio de soles y nadie sabía el paradero de ese dinero. Poco podría importarles las motivaciones que tuvo para suicidarse intempestivamente, a pesar de que muchos de ellos se decían amigos del difunto; pero la amistad no resolvía el asunto y de por medio estaba su dinero, en muchos casos ahorros de toda una vida, y lo urgente para toda esa gente desesperada era buscar la manera de recuperar su tan preciado bien. 

Discutieron acaloradamente acerca de la pertinencia de apersonarse en el entierro que se desarrollaba en esos momentos, ir de buenas a primeras donde la viuda y sorprenderla, unos estaban de acuerdo, otros, como el tipo de frac o Juan Carlos Semitiel, se oponían amparándose en el exceso de descaro y la escasez notoria de buenas costumbres. Finalmente, la mayoría decidió mandar una comisión con la carta para hablar con la viuda, pero debería hacerse de inmediato, tomar acción en ese momento, así la viuda estuviese llorando desconsolada sobre el féretro.  

Fueron en uno de los tantos autos que estaban estacionados fuera, comandaba la diligencia Juan Carlos Semitiel, vestido además de riguroso luto para la ocasión; por su cercanía con la familia él era el encargado de abordar a la viuda, llevaba además la carta firmada por todos. Ya en el auto rumbo al velorio Juan Carlos iba pensando en su amistad con Chalito que, a decir verdad, no fue tan profunda, pero lo conocía hace muchos años, desde la Universidad, eran del mismo grupo, cada vez que se encontraban se saludaban muy afablemente, se palmeaban la espalda e intercambiaban alguna que otra generalidad de sus vidas, en ese momento recién pudo sentir verdadera curiosidad por la muerte de Chalito, parecía que le iba tan bien, pero uno nunca sabe lo que pasa por la cabeza de alguien. 

Al fin llegó la comitiva liderada por Juan Carlos, aunque al verse frente a la suntuosidad y el recato del funeral se arrepintió, no sabía cómo debía abordar a Lucía Miró Quesada que estaba rodeada de varios familiares al fondo de un inmenso y hermoso jardín, afuera el resto de la comitiva esperaría, como buitres al acecho. Lucía estaba con lentes oscuros y un semblante de entereza, elegancia  y hasta de presunción, Juan Carlos entró en el preciso momento en que se hacía una pequeña fila para darle el pésame, con todo el recato del mundo se puso en la cola: “era tan bella, y ahora estaba soltera, qué buen partido era Lucía, la más linda en la Universidad sin lugar a dudas, además con familiares millonarios por todos lados, los lentes los usará como accesorio o en verdad habrá llorado a Chalito, quizá se mató porque ella lo iba a dejar por algún amante, es probable, con tremenda yegua…”, Juan Carlos pensaba todo esto mientras avanzaba lentamente para darle el pésame y entregarle la carta de los acreedores a la viuda, a lado de Lucía las gemelas reprimían sus movimientos normales de niñas por la coyuntura de la muerte, “vaya que son lindas, como muñecas, parecen no entender lo que pasa, pobres, quedaron sin papá tan chicas, Lucía debe pensar en ellas y buscar rápido una buena figura paterna, siempre es necesario, ya debe estar evaluando a alguien, este tipo de mujeres no pierde tiempo; -Juan Carlos se alisó el saco y se acomodó la corbata-, será cierto eso que dicen que las viudas tienen una especie de excitación animal por coger?. Y no me dio tiempo de echarme perfume, puta madre, con esa gente presionando por el dinero se me olvidó, está carta la pondré en el bolsillo, es inapropiado hacerlo ahora, es un pésimo momento, ya buscaré la oportunidad adecuada”. Juan Carlos se pasó los dedos por la cabellera, arreglándose el peinado, ya le tocaba el turno de darle el pésame a Lucía Miró Quesada, le dio un intempestivo beso bastante cerca a la boca que ella no pudo evitar y la apretó fuertemente hacia sí, diciéndole muy pegado al oído con la voz más grave que pudo poner: “escúchame bien, estoy aquí para todo lo que necesites, siempre estuve aquí y si tu deseas lo seguiré estando”, Lucía se sorprendió, no recordaba quien era ese hombre que la apretaba de tal manera y le decía esas cosas, se zafó con su elegancia característica alejando al hombre y dándole la mano casi despreciativamente. Esa carta de los acreedores de Chalito no sería entregada aquella tarde ni nunca. 

 

3

Chalito prefería aquellas mañanas encapotadas en las que el viento se mezclaba con la pesada y grisácea bruma marina que golpeaba su rostro y lo despertaba por completo. Cogía la bicicleta casi tan pronto abría los ojos, así que en un inicio pedaleaba casi dormido y sólo se daba cuenta del frescor de la mañana cuando ese tufillo denso y frío lo zarandeaba sobre su bicicleta. 

Aquel día, un mes antes de que Chalito decidiese quitarse la vida, había salido igual que cada mañana, a pesar de que no se sentía con el vigor necesario para recorrer varios kilómetros de costanera, decidió pedalear de todas formas. Casi a mitad de camino en el que cruzó saludo con los eventuales compañeros que a esa hora cogían sus bicicletas y hacían sus recorridos, hubo un desvío, la costanera estaba cerrada temporalmente debido a un cruento accidente automovilístico por el cual cerraron ambos carriles de la vía. Al pasar a lado Gonzalo pudo apreciar la grotesca brutalidad de los fierros retorcidos que se mezclaban con restos tibios y sanguinolentos de personas, aunque él estaba más preocupado por dónde era el desvío que debía seguir con la bicicleta, que por esa ruma efervescente de metal y carnes.  

Siguió una subida leve, acompañado apenas por algún que otro claxon de los escasos autos que lo adelantaban a esa hora de la mañana, viró a la derecha y decidió seguir ruta por un circuito de parques inmensos convenientemente dispuestos sobre los despeñaderos tras los cuales podría nuevamente bajar por la costanera, era una ruta agradable por la cual trepaban los restos de bruma que tanto apreciaba Gonzalo por las mañanas. Prudentemente disminuyó la velocidad pues era una zona urbana y ya podía ver gente trotando alrededor de los parques o ejercitándose en las barras y paralelas dispuestas sin orden ni esmero; sintió de súbito como el olor a pasto fresco inundaba su nariz, la falta de velocidad le permitía apreciar el verdor de los árboles, y más allá, unas casas pequeñas, aunque prosperas, que colindaban con incipientes edificios. Nada parecía sorprenderle de ese paisaje. A pesar del agradable cambio de ruta Gonzalo ansiaba llegar a la costanera para poder sentir el viento en la cara y apuró levemente el paso. Pero de pronto, sin saber cómo ni por qué, sintió como si chocara contra algo a pesar de que no había objeto alguno delante suyo, Gonzalo salió arrojado varios metros con violencia de la bicicleta, estuvo confundido unos segundos,  al recobrarse de la caída vio que su bicicleta la sostenía un tipo robusto y uno más flaco de gorra se acercaba a él lentamente y le decía mientras caminaba pausado, como en una rutina ya aprendida: “Bueno, bueno, huevón de mierda, si tienes algo más dámelo o te coso la cara aquí mismo viejo concha tu mare”, y, haciendo un predecible ademan, se hizo a un lado la casaca y mostró un verduguillo o lo que parecía serlo. Gonzalo se incorporó de inmediato un poco aturdido aun, se limpió por instinto y sintió un terrible ardor en el brazo izquierdo en el cual asomaba latiendo un considerable rasmillón, pero no había tiempo para ello, Gonzalo ya iba sacándose el costoso reloj con el que medía sus tiempos en la bicicleta, se fijó un poco más en aquél tipo desgarbado y notó que debía ser un menor de edad o debía estar rondando los dieciocho; cuando lo tuvo más cerca pudo sentir el potente olor a alcohol macerado, el gordo que sujetaba la bicicleta tenía tal cara de pasmado, que parecía sufrir de algún tipo de retardo, 

Lo esperó ofreciéndole el reloj con la mano estirada. El ladronzuelo se lo arranchó con violencia mientras examinaba a Gonzalo, y le dijo, “ese casco también, no te quieras pasar de pendejo, viejo huevón”. Gonzalo de inmediato desabrochó el casco, había olvidado que lo tenía puesto, se lo quitó y se lo ofreció al ladrón que lo miraba de una forma extraña, lo medía, el muchacho también tiró del casco furiosamente a pesar de que Gonzalo no ofrecía la más mínima resistencia, de pronto el muchacho se plantó delante y le preguntó. “Cuánta plata hay entre esta bicicleta, este reloj y este casco. Habla mierda!”. Gonzalo quedó un poco sorprendido, pero de inmediato su cerebro se puso a calcular y su boca pronunció: -nueve mil dólares, aproximadamente-, siempre fue rápido con los números. El chico miró los objetos que tenía en la mano con satisfacción mientras decía: “vaya, vaya, nueve mil verdes, escuchaste Ringo?, este huevón se pasea con nueve mil cocos como si nada”, volvió a ver los objetos, levantó la vista a un sol que no aparecería aquel día, estaba bastante borracho, miró a Gonzalo y le dijo: “Me estás jodiendo oye conchatumadre? Me estás diciendo que aquí sólo en estás tres huevadas que te vamos a robar hay nueve mil dólares y nos las darás así nada más, sin protestar un poco, sin pelear por ellas? Firme viejo? Por qué al menos no me empujas y te vas corriendo, llévate el reloj al menos, tan poco te importan tus cosas? Tanto tienes?”. De súbito el muchacho dio un paso tambaleante y le cogió los testículos a Gonzalo quien quedó paralizado, sintiendo un dolor angustiante y agudo más cercano a la espalda que a los propios genitales, el chico aproximó su rostro a la oreja derecha de Gonzalo mientras sostenía firmemente sus testículos, éste pudo sentir ese tufo asqueroso y tibio del ebrio, que, una vez que estuvo lo suficientemente cerca, tanto como para que a Gonzalo se le erice la piel, le dijo: “Lo que te sobra en plata te falta en bolas, viejo cabro conchatumadre”. Les dio un último apretón a los testículos contraídos por el pavor y los soltó, le sostuvo la mirada un momento a Gonzalo, se dio media vuelta y se dirigió hacia al tipo al que llamaba Ringo quien parecía estar en otra situación, incluso en otro planeta y se fueron caminando lentamente perdiéndose en la inmensidad de los parques. 

Gonzalo caminó una cuadra un poco abatido, claro que no era la primera vez que le robaban, de hecho, la experiencia le había enseñado que no debía oponer resistencia en ningún momento, y debía colaborar sin objetar en lo más mínimo, aunque nunca le había pasado algo como esto. Giró la cabeza y ya no pudo ver ni la silueta de los ladrones, caminó un poco más, estiró la mano, paró un taxi y lo abordó, el tráfico empezaba a ser boyante, el sol pugnaba infructuosamente con tenues destellos en ese cielo encapotado, sus intentos serían inútiles, el sol no se asomaría esa mañana. 

No se sabría explicar si a partir de esa fecha pasó algo en la cabeza de Gonzalo, ese mismo día mandó a pedir una bicicleta de Estados Unidos que llegó diez días después, lo que no se imaginaba Gonzalo es que ese trayecto fue el último que recorrería, así le hubiese gustado sentir una vez más el raudo viento y la densa bruma en su fría cabeza, eso no sucedería más. 

 

4

Sentado en su estudio, ensimismado, jugaba con el lapicero en la mano, después posaba los ojos sin mirar sobre su nueva bicicleta que le había llegado de Estados Unidos, apenas la enviaron hizo que Martha, la empleada de la casa, le saque las cajas que la envolvían para que la bicicleta quede expedita para sus rutas matutinas.  

Los días siguientes miraba con indiferencia el vehículo de tracción a sangre, quizá hasta con un poco de rencor, no podía explicarse por qué no la cogía y se iba a recorrer su ruta matutina. Aunque Gonzalo no parecía realmente sorprendido de esa desidia, de hecho, las últimas veces le costaba levantarse tan temprano, agarrar la bicicleta y pedalear, hacía sus recorridos más cortos, menos exigentes y regresaba a casa con dolores varios y un amargor en la boca que lo hizo vomitar un par de veces. Hasta que aquel día llegó sin la bicicleta que le acababan de robar, se quedó en la cochera, se tiró al piso y se puso a llorar como un niño. No era por la pérdida que lloraba, era por la revelación: Gonzalo odiaba su vida y ahora estaba perdiendo, apurada e inexorablemente, el gusto por lo único que había logrado hacerlo feliz verdaderamente y no tenía otra cosa, él pensaba, con qué asirse a su existencia abúlica y desapasionada. 

Así es, a pesar de sus frenéticos intentos, Gonzalo no le había podido encontrar el gusto a la vida. Y eso que lo intentó de muchas maneras posibles, aunque nadie ni siquiera lo sospechase: Se metió con Lalo Olarticochea todas las drogas que su cuerpo pudo soportar, mezcló hongos con ácidos y cocaína una noche, mientras en los interludios fumaba marihuana como si fuese tabaco, un cigarrillo tras otro, buscando encontrar el quid, el por qué Lalo se quedaba pegado en todos esos narcóticos; lo único que obtenía era un devastador dolor de cabeza al día siguiente, de hecho dejó de acompañar a Lalo en sus faenas de drogas cuando notó que la depresión sobrevenía cada mañana como un perro agazapado, feroz e impredecible. 

También buscó la felicidad en la compulsión por el juego de su primo lejano Carlitos Beltrán, lo acompañaba al casino eventualmente, no le encontraba la gracia a estar moviendo la maquinita, pero salía ganador casi siempre, la mayoría de las veces sin entender por completo el mecanismo del juego, y Carlitos al ver como Gonzalo tenía más suerte que él masticaba su rabia y le decía que debería dedicarse al juego. Luego lo acompañó a los caballos, ese ambiente le gustaba más, conocía a mucha gente, pero aun así no lograba engancharse al vicio que le hizo perder tanto a su primo. Así que después de ir a los caballos un par de veces, apostando al caballo que le parecía más bonito pues no sabía nada del tema, después de ese par de veces Gonzalo nunca más volvió. 

Incluso se metió en una orgia con el perverso Lucho de las Casas, a la primera salida Lucho hizo unas llamadas y de pronto en su departamento aparecieron dos selváticas y una colombiana, todas con cuerpos despampanantes y con unas minis tan cortas que dejaban poco a la imaginación de Gonzalo, acabaron en una orgía con alcohol, coca y viagra después de la cual Gonzalo acabó con una candidiasis extrañamente insurrecta a la medicina tradicional y que le duró un par de meses. Después de aquella bacanal Gonzalo terminó acostándose con Lucho, al cual no le importaba nada con tal de meterla donde sea. Gonzalo tampoco se sorprendió tanto, ya sabía de sus gustos y curiosidades y las aceptaba sin ansiedad ni prejuicio. 

De hecho, estaba llegando a la conclusión de que el único momento de verdadera dicha lo vivió cuando se enamoró de otro hombre (claro, no era el terrible Lucho de las Casas).  

Gonzalo andaba este último tiempo apesadumbrado en su casa, en la calle, en el trabajo, pensaba en retrospectiva su vida, tratando de indagar en qué momento se sintió verdaderamente vivo, hurgaba ávido en su memoria los recuerdos que le revelen los verdaderos momentos en que el frenesí de vivir lo encegueciera o al menos lo consumiera y lo extraiga de su vida sin pasión, de su apático presente. 

Le angustiaba intuir que era incapaz de ser feliz, pero era un malestar cognitivo, una valoración fría que finalmente no terminaría por mortificarlo. Así que se puso a pensar en su amorío con otro hombre, a estimar a través del tiempo los recuerdos de esa relación que aparentemente reunía los requisitos, que todos decían, que era la felicidad. Su nombre era Bruno Silva, brasileño, lo conoció en una competición ciclística en Santiago de Chile. Bruno, como buen carioca, era despreocupado, alegre y vigoroso, de inmediato congenió con Gonzalo quién después de las competencias le invitó a pasar unos días en Lima. Bruno quedó estupefacto con la opulencia en la que vivía la familia Fernández-Concha, él provenía de una familia más bien de clase baja de Petrópolis y si se dedicaba a eso del ciclismo era porque tenía verdaderas habilidades y recibió apoyo del estado brasileño. 

A pesar de la inexpugnable indiferencia de la familia de Gonzalo, la visita de Bruno fue bien recibida, principalmente por su hermana Frida, un par de años menor que Gonzalo, quien saltaba en un pie de felicidad por conocer a un brasileño desenvuelto, guapo y deportista con quien además conviviría. 

Los lazos de amistad entre Gonzalo y Bruno se estrecharon, muy pronto se encamaron y terminaron enamorándose, así la estadía de Bruno se prolongó de un par de días a alrededor de dos meses. Algunos días Gonzalo llevaba a Bruno al colegio como alumno libre, toda la clase se alborotó al ver a ese bello deportista de piel tostada y cabellos dorados, más con pinta de surfer que de ciclista; en un inicio los chicos lo miraban con recelo y hasta con el desprecio propio de los que tienen dinero, básicamente porque todas las chicas del salón lo rodeaban en los recreos, lo miraban, le sonreían y se le insinuaban con descaro al extrovertido brasileño. Pero esa enemistad de primates y manada que se ganó Bruno desapareció casi de inmediato, primero porque Gonzalo, líder nato del salón, lo introdujo al grupo sin mucha dificultad, pero sobre todo fue el carácter alegre y desenfadado de Bruno, siempre vivaz e inteligente, que terminó de ganarse a toda la clase en su estadía en la casa de Gonzalo. 

Así Gonzalo fue cultivando su amor con Bruno, ambos salían a las cinco de la mañana a recorrer una costanera más limpia y despejada que ahora, en un mar con menos natas verduscas, Bruno siempre hacía mejores tiempos que Gonzalo –a pesar de sus enormes esfuerzos por igualar su velocidad-, era realmente un prodigio del ciclismo. A veces también salían por las tardes, aunque Gonzalo prefería pasarlo en la piscina del club, o jugando tenis con el habilidoso Bruno que tenía una notoria predisposición para los deportes. Los fines de semana iban a reuniones en casas con los chicos de la escuela. Bruno pasó por varias chicas de la clase en esas reuniones, pero a Gonzalo no parecía importarle, muy por el contrario, le gustaba ver al brasileño en sus flirteos con chicas, llevárselas a alguna habitación y bajar con la misma sonrisa resplandeciente tanto en él como en la joven acompañante de turno, después llegaban a la casa, se prendían un buen cigarrillo de marihuana y retomaban a la tempestad de su idilio. 

La última semana ya Bruno le hablaba a Gonzalo de que se mude a Brasil, le dijo que estaba enamorado de él, que entrenarían todos los días desde Botafogo hasta la favela Rosinha y en el medio pasarían por Copacabana, Ipanema, Leblon… que Rio le iba a encantar, que es más alegre y hacía más calor que en esta ciudad dónde sólo podían entrenar con esa pesada bruma a lado de los despeñaderos desérticos, de cielo perpetuamente gris cubierto de nubes sin fin ni comienzo y rodeado de cerros áridos color mierda; en cambio en su ciudad, por la tarde, podrían ir a correr olas a Barra do Tijuca, comer el mejor acaí de todo Río de Janeiro o tomar una cerveza viendo el atardecer en Leblon, que la gente era toda muy alegre y bailaba todo el tiempo, así tuviesen que llegar a casa y comer sopa de medias. Gonzalo quedaba curioso con las fantasías cariocas de Bruno y decidió que quería vivir en Río con aquel hombre que decía estar enamorado de él, lo único que le quedó duda era eso de sopa de medias, pero ya se lo preguntaría luego. Por esos días, una vez que Bruno se fue, es que Gonzalo recibió la oferta de seguir sus estudios en Francia y allí poder competir en los circuitos semiprofesionales de ciclismo, pero Gonzalo declinó de inmediato esa opción, le parecía increíble que se le abra esa oportunidad cuando, por ejemplo, Bruno, era mejor atleta que él (nunca pudo superar sus tiempos). Claro que le atraía ir a vivir a Europa, pero consideraba que aún era muy joven y ya habría tiempo para eso, por ahora su destino estaba frente a las orillas de las playas de Brasil, entre los brazos musculosos y dorados de Bruno, con quien mantenía contacto todo el tiempo posible desde que se fue, sólo era cuestión de esperar a que acabe el último año de colegio para irse. Viviría en un comienzo del dinero de sus padres, y de allí estudiaría algo en cualquier lugar de Brasil. No sentía felicidad, no sentía amor, pero esa curiosidad lo motivaba a intentar esa experiencia. 

Y aunque el contacto con Bruno fue disminuyendo conforme pasaba el tiempo de manera normal, una vez que el frenesí declina con la distancia, la decisión de Gonzalo ya estaba tomada, se iría en Enero a radicar en Brasil. Los jóvenes amantes se comunicaban a través de mails y muy eventualmente llamadas. Gonzalo era parco al teléfono, muy diferente a cómo escribía aquellos mails largos, suntuosos, llenos de palabras rimbombantes de un adolescente que creía sentirse al menos un poco vico por primera y, sin que él pudiese pronosticarlo, única vez en su vida. 

Hasta que una tarde Bruno llamó a Gonzalo al teléfono de la casa, si el brasileño solía ser un desaforado al hablar casi siempre ahora se escuchaba sombrío; sin ambages le dijo a Gonzalo que tenía sida, que se había metido con un negro y él creía lo había contagiado, aunque no tenía ninguna certeza, sólo que los huevos del moreno olían como a mil pescados podridos, no lo habían dejado participar en la última competencia por ese test positivo que le reveló su enfermedad, que ahora el estado y los auspiciadores le quitarían el apoyo, que toda su vida se iría a la mierda, llamó para despedirse porque con sida y sin los estipendios que le otorgaban por la competencia ya no valía la pena vivir para esperar la muerte en agonía, ni él ni su familia podrían afrontar la enfermedad, debía darle paso y oportunidad a uno de sus tres hermanos pequeños, para él la vida se había acabado, y apenas se arme de valor y encuentre la manera se quitaría la vida de manera irremediable. Había sido “gustoso” enamorar con él y, finalmente, entre lágrimas, le pidió que no lo olvide tan pronto y que viva una vida de disfrutes y desenfreno. Gonzalo quedó turbado por la noticia, se sentía un poco confundido, pero no lloró, se corrió la paja tres veces aquella noche recordando sus encuentros con Bruno y eso fue todo, esa fue su despedida de la supuesta vez que se sintió vivo. Al recordar esta última escena de su reacción ante la noticia del inminente suicidio de su amante con quien había proyectado un futuro mediato, Gonzalo llegaba a la conclusión que incluso en aquella situación fue incapaz de traspasar el sentimiento de curiosidad, no sintió felicidad con Bruno y tampoco pudo sentir tristeza con su muerte.  

Lo que siguió fue más por inercia que otra cosa, Gonzalo siguió su vida sin un deseo, sin una pasión, incluso bloqueó la posibilidad aun latente en ese entonces de ir a estudiar a Europa y competir en ciclismo, de hecho, abandonó también la idea del ciclismo como competencia, de ahora en adelante seria su hobby, su solaz, su pasatiempo, pero cerraría definitivamente las puertas de dedicarse profesionalmente a pedalear. 

Fue como la madeja de un hilo que rueda movida por fuerzas invisibles, Gonzalo acabó el colegio e ingresó a la Universidad al siguiente año, en los últimos años de Universidad empezó a trabajar como Bróker, hizo una maestría en New York, regresó y casi de inmediato fue director ejecutivo de una compañía de seguros, por ese entonces ya enamoraba con Lucía Miró Quesada a quien conoció en la Universidad, eran la pareja predilecta de los fotógrafos de las páginas de sociales, algunos de los cuales señalaban que “esos dos no caminan, flotan”. Para ese entonces ella trabajaba en una prestigiosa firma de abogados de la cual después fue representante. El noviazgo, el matrimonio, la luna de miel en Dubái previa parada en París, luego las hermosas gemelas, todo se dio como debía darse, sin sobresalto alguno, sin sorpresas, excepto por el pequeño detalle que a Gonzalo le pasaba todo esto sin que se diese cuenta, como si no pudiera decidirlo por él mismo, ese era el único camino que conocía: sin poder sentir placer, sin poder sentir absolutamente nada que no sea el abotagamiento y la desidia. 

Lo de prestamista surgió después, como una oportunidad que un amigo de la empresa le presentó, podía ser un negocio bastante rentable, aunque lo que atrajo a Gonzalo fue la idea de jugar con dinero ajeno, eso quizá le otorgaría la adrenalina que le faltaba a su vida y lo del buen negocio solo fuese un penosa racionalización de su angustiante necesidad de salir de esa planicie estéril que era su día a día, mover riesgosamente tan fuertes sumas de dinero podría quizá brindarle un efímero paliativo. Por esos días seguía tratando de descifrar la vida, en el constante cuestionamiento de las oportunidades, en las circunstancias de aquella vacua existencia, le consolaba saber que si hubiese elegido cualquier camino el resultado hubiese sido el mismo: la abulia, la anomia.

Miraba a su bella mujer con la que además se llevaba de maravilla, miraba la tibia inocencia de sus dos hermosas gemelas que cada día crecían tan bellas como la madre, miraba sus boyantes negocios que le hacían ganar dinero incluso sin que se dé cuenta, simplemente para Gonzalo eso no era vida, y si lo era, era asquerosamente vulgar y sin sentido alguno. 

Muy pronto empezó a generar ganancias el ruleteo del dinero de la gente que incondicionalmente iba a entregarle con las manos estiradas sus excedentes de dinero o los ahorros de toda su vida, así que siguió en ello, a pesar de que cada vez le desagradaba más conocer gente nueva, gente que le hablaba de sus esfuerzos y privaciones para conseguir esos ahorros y que le encomendaba ese dinero como si Gonzalo fuese una especie de Santo; a pesar de ello continuaba con la sonrisa fácil en la boca.  

Fue por ese entonces que también dejó de sentir placer de manejar su bicicleta cada mañana por la costanera, sentía que la ciudad se había afeado, que había muchos carros, que el mar expedía un olor a huevos podridos y cloacas nauseabundo, que unas natas amarillosas habían llegado a las orillas para acumularse y revolverse y no irse más, finalmente empezó a sentir que su cuerpo había dejado de ser el mismo, las piernas se le acalambraban a los regresos de sus circuitos ciclísticos, sus tiempos cada vez peores, sentía una sequedad en la garganta que lo hacía agitarse y toser, se le cruzó por la mente, mientras pedaleaba lo más fuerte que podía, como cuando era joven, que quizá ya era momento de dejar la bicicleta, o que en algún momento no muy lejano ya debería dejarla, dejarla definitivamente. 

Su mundo se ensombreció desde ese momento, no había nada como volver de la pedaleada con la adrenalina al tope, tomar un baño de agua y empezar el día, el simple hecho de dejar la bicicleta lo hacía sentirse un viejo inútil. Por esos días también empezó a soñarse con Bruno, más como un vaho que como una presencia nítida, a veces era más moreno, a veces más pequeño, a veces era una mujer y otras simplemente una sombra sin rostro definido, a veces estaba en una frase de alguien o en el humo ondulante de un cigarrillo, pero también soñaba con el ladrón que le apretaba tanto los testículos que terminaba por reventarlos, en otro sueño le reventó un testículo que terminaba siendo uno de los ojos de Gonzalo. Lo invadía una especie de melancolía, una melancolía profunda y desoladora que no se pasaba, que no abandona su cabeza trastornada con la idea de vida como desperdicio, por eso el incidente con los ladrones le reveló un hecho: las palabras del ebrio que le dijo al oído algo que Gonzalo ya sabía pero no se atrevió a verbalizarlo, le faltaban huevos, pero no le faltaban huevos para defender una bicicleta que no le importaba en lo más mínimo, que podría conseguir una mejor sin el menor esfuerzo, a Gonzalo le faltaron huevos para vivir la vida, porque simplemente la vida no le interesaba en lo absoluto, lo habían lanzado ahí y él hizo lo que pudo. Y ya era muy tarde para cambiar. 

Y bueno, lo de ser prestamista ya caía en cuenta que su inconsciente lo llevó a tomar esa decisión, tratar de sentir algo de adrenalina moviendo riesgosamente dinero ajeno, pero fue más fácil de lo que pensó, ya había casi duplicado el dinero cuando entró en razón del disparate que estaba haciendo. 

Es así que un día decidió suicidarse, ya no había nada por lo qué vivir, así que siguieron semanas intensas en las que tenía que dejar todo listo para su partida. No sabía exactamente qué día lo haría, pero la decisión estaba tomada y la fecha no sería muy lejana, lo haría como él decía, cuando le cantara el culo, cuando le diera su regalada gana, al menos debía tener esa prerrogativa; era pragmático, siempre lo fue, tomó la decisión y ahora los días contaban de uno en uno. 

Un día especialmente gris, se levantó como cada día a las cinco de la mañana, fue al tocador a miccionar, mientras sostenía su miembro fláccido se sintió especialmente lúcido; se vio en el espejo por un momento, se fijó en su rostro como hace tiempo no lo hacía y sonrío para sí ante su reflejo aun soñoliento y despeinado, luego se dirigió a su estudio, vio su bicicleta que había mandado traer de Estados Unidos plegada y lista para armar, arrinconada y sin pretensiones, entonces decidió que ese iba a ser el día. Gonzalo trató de repasar mentalmente su rutina como cualquier día normal, a pesar de que la idea de dejar este mundo no lo soltaba ni un segundo mientras recorría su casa silenciosa, enfriada por la madruga, y el recibía esa idea, digamos, casi con regocijo. Se asomó al cuarto de sus hijas: las nenas aun dormían su plácido sueño así que regresó a su habitación y fue a echarse junto a su esposa, sintió el vaho caliente de su grácil y cuidado cuerpo, imaginaba un cielo especialmente gris y una bruma densa para ese día. Se levantó nuevamente, pensó que odiaba los dramas y que eso era lo que lo movía a actuar de modo tan concienzudo el día que pensaba quitarse la vida; sin embargo, no podía dejar de sentir que era exultante y de una admirable entereza la idea de tratar de dejar todo en orden el día de su muerte. Fue a la cocina y les preparó el desayuno favorito a las gemelas, que ya estaban siendo despertadas por la nana para ir al colegio, volvió al cuarto, la esposa se encontraba sentada sobre la cama con los ojos abiertos y exudando un poco del tenue mal humor de ciertas personas que detestan despertar, le habló un par de trivialidades sin cariño, con la seca cortesía del lenguaje de la cotidianidad matrimonial, de todos modos él se acercó a darle un beso en la boca y sintió el aliento pastoso que dejaba la noche, ella se sorprendió pero no por eso sintió deseos de responder el gesto del marido con cariño.  

Después de tomar una corta ducha bajó, las nenas adormitadas eran peinadas por la nana en la cocina, cuando Guillermina, la empleada que cocinaba iba a servir el desayuno Gonzalo le reconvino cortésmente. “Guillermina, yo serviré el desayuno para las gemelas, les he preparado algo, sólo encárgate del desayuno de la señora y a mí sírveme un expreso”, Guillermina lo miró un momento extrañada y luego asintió con servilismo. Gonzalo compartió la mesa con sus dos hijas con la nana parada a un lado como un fantasma, jugaba con ellas, les preguntaba cosas del colegio, se había dado cuenta que hacía tiempo no compartía tiempo con ellas y sintió remordimiento, remordimiento de quitarles la posibilidad de compartir más momentos, remordimiento de quitarles la posibilidad de querer verdaderamente a su padre, eso le amargó aún más el expreso que sorbía de a pocos. Apareció su esposa en el rellano ya lista para irse, tomó un ligero desayuno casi parada, hablando por celular, llevando el móvil de aquí para allá. Gonzalo pensó después de mucho tiempo que era una mujer realmente hermosa y que no tendría contratiempos para conseguir a otro hombre muy pronto, eso lo daba por descontado. 

El chofer estaba listo para llevar a las nenas al colegio, Gonzalo volvió en sí después de haber estado abstraído pensando que quizá su vida podría cambiar, que aún estaba a tiempo de dar marcha atrás, dudó si darles un último abrazo a las gemelas fuese un poco delator, pero no le importó y las besó, las besó frenéticamente en los rostros mientras las abrazaba y ellas se abalanzaban sobre él, fue el único momento en que Gonzalo casi llora, no podía más, la congestión en su garganta y ojos parecían preceder a un llanto incontrolable de niño, tomó aire, se dominó, olió por última vez sus sedosos y perfumados cabellos y las dejó ir, salieron corriendo, revoloteando sin saber que cuando regresarían su padre estaría muerto. 

Entró su mujer, dejó una taza de café a medio tomar en la mesa, su móvil volvió a sonar, pero ella lo dejó sonando, miró a los ojos a Gonzalo y le preguntó: “te pasa algo Gonzalo?”. Con más dominio sobre sí le dijo, que no, que estaba todo bien. Quince minutos después ella salió hacia el trabajo, se despidió de Gonzalo con un beso de rutina. 

Gonzalo fue a su estudio, aún tenía unos pendientes, entre ellos el dinero de los préstamos, pero ya sabía que haría con ello, tenía alrededor de dos millones, de los cuales había reservado un millón para una fundación para niños y adolescentes con sida en honor a Bruno y el otro se lo dejaría a su familia, aparte de una que otra propiedad; como sabía que la gente que le había dado su dinero se abalanzaría sobre su esposa, decidió que le dejaría el dinero en una caja fuerte en un banco y sólo podría disponer de ella en un año desde su muerte en el cual su abogado se comunicaría con Lucía para anunciarle su deseo, pero solo podría usar medio millón, el otro medio millón sería para cuando las gemelas cumpliesen 18 años y puedan disponer del resto. 

Sacó de su escritorio una cuerda que la había conseguido una semana atrás. Palpó esa rudeza hosca de las fibras de la soga, estaba jugueteando con ella haciendo nudos cuando sintió que Martha, su fiel ama de llaves, tocaba la puerta queriendo limpiar, Gonzalo se sobresaltó, de inmediato guardó la soga en el cajón más próximo e hizo pasar a la sirvienta. Pensó que no quería esperar a que ella limpie para matarse, y la mandó a la tienda a comprar dos paquetes de galletas y un chocolate.  

A medio camino de la tienda una Martha distraída le vino como un chispazo a la cabeza y pensó: pero si el señor no come azúcar, dudó un momento, no sabía si regresar o ir a la tienda, finalmente pesó más la orden del patrón y fue a la tienda por el chocolate y las galletas, pero regresó a la casa apurada, casi corriendo. Llegó agitada, se decía que quizá al señor Gonzalo se le había dado por comer dulce, lo primero que hizo fue ir hacia el estudio, se acercó sigilosa a la puerta, la tocó suavemente sin obtener respuesta, un poco nerviosa tocó un poco más insistentemente pronunciando con voz dubitativa: “Señor Gonzalo?”, decidió abrir la puerta y encontró a Gonzalo colgado, pegó un grito de desgracia, el chofer, la nana y el jardinero se acercaron a ver qué ocurría.

 

 

Extraído de Noticiero de las seis de la mañana – Cinosargo 2021




 

***

Walter Bustamante. Psicólogo de profesión. Nace en Lima. Actualmente está radicado en la ciudad de Arequipa. Realizó estudios de psicología en la UNSA, casa de estudios en la cual presentó un trabajo final de carrera centrado en el perfil psicológico de los personajes del Ulises de Joyce. Ha colaborado con ensayos y monografías en revistas peruanas e internacionales. Noticiero de las seis de la mañana (Cinosargo, 2021) es su primera colección de relatos.

 

[Ir a la portada de Tachas 484]