jueves. 18.04.2024
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Tachas 489 • Golden Beak• Absalom Ávalos

Absalom Ávalos

Imagen creada por inteligencia artificial
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Tachas 489 • Golden Beak• Absalom Ávalos

—¿Y se puede saber cómo es ese muchacho?— preguntó la madre. 

—¿Tiene el labio superior levantado, la nariz en forma de gancho, ¿sabes? Como si fuera un pico. 

—Dime la verdad cielo, ¿es cierto que se peleó por ti?

Después de que el puño de su amigo reventó en la nariz, Nereo subió la guardia. Una estridencia de vals ardía en sus nervios, tenía grabado el aroma de un perfume discreto, y en los brazos una inercia provocada por ella. ¿Crees que deberíamos ser algo más? Había preguntado el chico. ¿Cómo? Ahá, novios o algo. Ante la primer provocación su cara de pájaro se abrió en una sonrisa, levantó sus brazos largos dejando su envergadura al descubierto, las alas de un fuselaje súper cortado. Al ver que estaba ausente, el otro aprovechó para darse gusto con el primer golpe echando fuera aquella pizca de cordura y golpeando la cara de su amigo tan fuerte como pudo: combinaciones como palabras aprendidas: uno dos- uno dos- uno dos tres cuatro- siempre guardando la distancia. Mientras recibía los golpes sin bajar las manos, Nereo pensó en ella: ven vamos a bailar, penetró el acento norteño de la chica en medio de la danza tan temida. Pero no sé bailar, respondió cuando ya iban a la mitad de la pista entre humo, confeti y globos blancos.

El vestido que envolvía la piel de la chica rozaba con la tela de su traje, una y otra vez sin armonía, ella trataba en vano de mover sus pies: sígueme, dos pasos, afuera y adentro, así,

two-step, two-step. Se alejó sin soltar su mano y regresó en un swing perfecto al último compás de la highschool orchestra. Nereo la encontró en sus brazos, y ella se apretó a él como si fuera su madre. Golden beak, le dijo cerca del oído. ¿Qué? Preguntó Nereo. Eres un pájaro. Antes de que pudieran sacudirse ambos ya estaban afuera del salón. Sus labios golpeaban y se confundían como el sonido de las ramas que se rompen. Ambos se mantenían firmes en medio de la noche y él aunque pensaba en su amigo no podía soltarla. Regresó a la pelea. Su nariz sangraba copiosamente manchando su vista de lágrimas mientras su garganta se llenaba de un vino amargo, espeso como la saliva que quedó en su boca después de besarla. No puedo pegarle, somos amigos, se repetía Nereo una y otra vez, pero el alumno más egregio de la liga amateur no hablaba, decía lo que se había tragado la noche anterior con la distancia de sus brazos y con el jab más rápido de lo normal para acabar pronto. ¿Qué hicieron después del baile? Preguntó antes de pegarle. Nada, nos fuimos a cenar. No te creo. Dime que esas manchas moradas no te las hizo ella. Esas manchas moradas no me las hizo ella, repitió sin poner atención en lo que decía. Pero las lagunas en su tez pálida tenían las medidas exactas de su boca, había pasado tanto tiempo viéndolas en el espejo cuando se las encontraba, que las sabía de memoria: empezaban rojas como islas de fuego, al día siguiente se enfriaban y se ponían azules y violetas para extenderse por el territorio de la piel y desaparecer lentamente. Las de su amigo eran de la noche anterior, lo sabía. Las manchas se revelaban con la luz del sol y se confundían con la sangre fresca, tenían las medidas de sus dientes, y no le cabía la menor duda que eran los mismos filos que alguna vez lo lastimaron. Nereo avanzó un paso desde abajo, entró directo en el otro, empujándolo, sin mayor objetivo que apartarlo de él. Su amigo se tambaleó apenas moviendo las piernas dibujando un afuera y adentro instantáneo. Hasta entonces la canción se apagó en la cabeza de Nereo para llenarse de puro ruido. Por fin lo cruzó con una izquierda. Retrocedió. Le castigó el hígado y el estómago, una, dos, tres veces, con la vista como metrónomo hasta que sus intestinos se cimbraron llenos de música como las cuerdas de un contrabajo.

—La directora dijo que se pelearon afuera de la escuela por ti, también dijo que chillaban,

¿sabes? Como pájaros violentos.

Nereo se palpó la nariz rota, el corazón retumbando, los puños adoloridos. Se encontró en los ojos de su amigo cuando logró salir del castigo y puso distancia, y abrió la boca para respirar mejor y tratar de no parecer sofocado. Bajó la guardia para que el otro pudiera irse.

—Se pelearon porque quisieron. Yo no hice nada, dijo la chica apretándose en los brazos de su madre. 

—Te creo, le respondió.

Pero el otro no se fue sino que se reacomodó el pico. Ambos escupieron un par de veces para seguir con lo suyo: Tres. Cuatro. Adentro. Afuera. Ella. Anoche. La isla. El filo. La amistad. Las palabras. El primer golpe. La sonrisa. El fuego. La música.



 

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