jueves. 18.04.2024
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Tachas 491 • Misterios de cantina • Leo Mendoza

Leo Mendoza

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Tachas 491 • Misterios de cantina • Leo Mendoza

I

La amó de nuevo aquella tarde cuando bajó del auto y, sigilosamente, se acercó hasta la entrada de La Rumorosa y ahí, de puntillas, escudriñó el local para asegurarse que su padre no se encontraba entre los parroquianos. 

Él la vio de espaldas, elevándose sobre la puerta de batientes, con la falda corrida hasta el huesito –como diría López Velarde– y dejó que la ternura anidara en su corazón. Sintió como, lentamente, el amor que creía olvidado regresaba y lo inundaba como un remanso.

Después de comprobar que su papá no estaba, ella se sumergió en la penumbra del local en busca de una mesa. Él se sintió traicionado pues esperaba que adivinara aquel renacimiento, que lo correspondiera, que le dijera, como otras tantas veces, “vámonos de aquí, vamos a coger a tu depa. Vámonos a algún hotel o más lejos aún”. Él recordaba que en una de esas ocasiones terminaron, a la mañana siguiente, ante un juez de paz.

Pero nada de eso ocurrió. Pagó los veinticinco pesos del valet parking y siguió sus huellas.  

Comieron los tres tiempos que se ofrecían en la cantina, bebieron un par de cervezas  y dos cubas libres, hablaron de lo caro que estaba todo, de las cuotas de la escuela, del pago de las colegiaturas y de lo bien que las clases de natación le habían sentado a su hijo.

Él la llevó de vuelta a su oficina y ya no dijo nada. El amor, así como llegó, se fue.  Ella volvió a ser su exmujer, la madre del pequeño Carlos, con la que había terminado muy mal y a la que, solo tras años de terapia, invitaba a comer cada quince días en una de las muchas cantinas a las cuales, antes de la separación, ella lo llevaba a regañadientes y a las que, desde ella se fue, se había vuelto un habitual visitante.

II

Por la mañana tiró seis veces las tres monedas.

El hexagrama le predijo buena fortuna. Ya era tiempo de cruzar el gran río y, agregó, delfines. La palabra aparecía así, suelta, en medio de las líneas.

Por la noche, rodeado por las fotos de aquel célebre penal errado en el Mundial del 86, se emborrachó a muerte en el Salón Corona. Su mejor amiga estuvo un rato, pero acabó por hartarse de los chistes de siempre, de las insinuaciones, de los simpáticos y de los galanes alcoholizados, y se marchó.

Cuando ella se fue, aprovechando que ya no podía regañarlo, pidió cuatro quesadillas de pulpo y una torta de bacalao. Uno de los muchos vendedores que pululaban por ahí le entregó un llavero. Era un delfín que, al abrir la trompa, lanzaba una pequeña luz roja. Se metió la mano al bolsillo, pero el vendedor le dijo que ya estaba pagado, que era un regalo. A él le gustó que se cumpliera así, de esa manera, aquella profecía. Como a las dos de la mañana se fue con rumbo a su departamento o, mejor dicho, a aquel espacio que, a partir de la mañana siguiente, sería ocupado por uno de sus compañeros de oficina, a quien le había dejado el refrigerador y el colchón. Durmió vestido, poco y mal. En la madrugada, se duchó, arrojó al basurero la ropa de la noche anterior, se vistió con las prendas elegidas para el viaje y bajó con sus maletas.  Buena parte de sus recuerdos se habían quedado en casa de su hermana, empacados en el cuarto de servicio y el resto –libros, aparatos, bibelots, máscaras- lo había repartido entre sus amigos y conocidos. 

Desayunó en uno de los bares para gastar algo del dinero nacional que aún le quedaba. Le miró las piernas a una de las meseras y leyó el mail que su amiga le había enviado. El llavero de delfín, que llevaba en el bolsillo, había sido su regalo de despedida. Aún ignoraba lo cierto que era aquello. 

Cinco años después, cuando regresó con el título de doctor en la maleta, organizó una fiesta en el mismo viejo salón que lucía las mismas viejas fotos y con los mismos amigos de siempre. Pero ella no ya no estaba. Acarició el delfín que había guardado todos esos años y pidió cuatro quesadillas y una torta de pulpo.

III

Mi desdentado amigo me dijo hace algún tiempo:

“Nadie puede amar la noche si no conoce las madrugadas, los amaneceres en estas cantinas de mala muerte donde todos los borrachos, aun los pendencieros, terminan por ser amigables: nos conocemos en ese momento cuando quizá se derrumba las máscaras y uno reconoce que está en lugar jodido y cochambroso. Esos amaneceres cuando la ilusión se ha perdido y no hay alegría que valga. Entonces, como si también dentro de nosotros amaneciera, entendemos: durante ese breve instante sabemos que todo, todo, es horrendo, que el mundo es horrendo pero que no tenemos más remedio que vivirlo. Y que nos gusta”. 

Había pasado varios meses sin verlo o, digamos bien, había pasado ese tiempo sin ir a la cantina. Sin embargo, bordeando la Navidad, me topé con él en aquellos dos cuartos apenas iluminados, pintados de rosa y cuyo único adorno es un rompecabezas de mil quinientas piezas totalmente armado que colgaba de una de las paredes.

A mi amigo nunca le he preguntado su nombre. Se había pasado la noche ahí, entre las mesas de lámina y en cuanto me vio se acercó con su sonrisa chimuela y me abrazó para darme los parabienes y desearme feliz año nuevo. Entonces, como por arte magia, me di cuenta que a veces, las cantinas son una parte de nosotros.

Él lo sabe. No en balde estudió en la universidad, tuvo un buen trabajo y luego se perdió en estos arrabales.

“Así somos –me dijo-, así andamos, así nos reconocemos: perdidos, aferrándonos a lo que queda de nuestras ilusiones, de las promesas que nos hicimos y que jamás vimos cumplirse, pero de todas formas, te deseo lo mejor”. 

Brindamos, por supuesto. Por todo lo que vendría y por lo que habíamos dejado atrás. 

IV

En Culiacán, El Quijote es un refugio contra los calorones y también una costumbre adquirida. Se va ahí porque están los amigos, los conocidos y porque las tortas de pierna son buenas y las meseras los conocen y se convierten en sus cómplices, los atienden de buen modo y, en algunas ocasiones, hasta se han convertido en su paño de lágrimas.

Con el paso de los años El Quijote cambió de aires y se instaló en un galerón oscuro y fresco aun cuando, sobre el bulevar Madero, aún se encuentra el restaurante familiar donde,  mucho antes de mi partida, conocí a don Andrés quien había estudiado en los Estados Unidos y sabía mezclar más de doscientos cocteles y, para probarlo, me preparaba diez o más de un solo jalón y me enviaba a mi casa tambaleante y a punto de un coma diabético.

Actualmente, El Quijote posee una pequeña tarima donde se presentan los más diversos espectáculos: desde bailarinas hasta un famoso muñeco de ventrílocuo que se la pasa insultando a medio mundo y que, hasta la fecha, ha escapado indemne, gracias a la habilidad de su manejador para sortear los botellazos y todo tipo de objetos que le arrojan los montaraces parroquianos cuando caen en cuenta que se ha burlado de ellos. Pero los mejores espectáculos ocurren entre las mesas. 

Fui testigo de cómo una vez un hombre, surgido de la nada,  le pidió al Güero:

—Compa ¿me amarra?

El hombre levantó las manos donde llevaba un montón de cadenas. El Güero no entendió.

—Que si me amarra…

—Como a Houdini —dijo nuestro amigo—, pero que conste que si te amarro no te vas a desamarrar.

El hombre de las cadenas era flaco, casi una espiga, y muy moreno, requemado por el sol y por los años en la carretera. Miró retador al Güero y puso un candado sobre la mesa.

—Es más, lo cierra con esto…

El Güero lo cubrió de metal y apretó el candado.

—Veinte segundos. Cuenten.

El hombre se empezó a retorcer en sus amarras y, de golpe, las cadenas cayeron al suelo. 

Pero el flaco ya no estaba. Sólo las cadenas en el suelo. Todos en la cantina se quedaron callados. Nadie se atrevió a tocar aquellos hilos metálicos; nadie quiso investigar qué era lo que había pasado. Cuando aún reinaba el silencio, el cadenero apareció en la puerta de la cantina, con una sonrisa que le cruzaba el rostro de lado a lado.

Todos aplaudieron y le dieron muy buenas propinas. De golpe y porrazo, aquel hombre nos había devuelto al asombro.

V

Acompañaba a una amiga de la universidad con la que se había reencontrado unos días antes. Aún la deseaba aunque ya habían pasado muchos años. Ella tenía una hija, ya casada aunque los nietos todavía no llegaban.  Él se había mantenido en la soltería, amando desesperadamente a mujeres más jóvenes y dejándose llevar, a veces,  por espejismos que terminaban rotos, con todo y su mala suerte. En algún momento había pensado en sentar cabeza. Pero la idea duró apenas un suspiro. Esa noche, de eso estaba seguro, por fin haría el amor con una de aquellas que se le habían escapado cuando era joven y tonto. 

Estrella entró a El Nivel con un novio de su misma edad. Se le veía feliz, brillante. Lo saludó de beso y él los invitó a sentarse en su mesa. Pidieron un par de cervezas. Se les quedó mirando porque quería probarse, ver hasta dónde llegaba, hasta dónde podía soportar aquellos recuerdos que lo asaltaban al verla ahí, a su lado, con aquel, con el otro. En realidad, no tenía ningún reclamo por hacerle pues se habían separado en los mejores términos.

Su amiga hablaba de otras cosas, de las elecciones, de la movilización, del fraude, mientras él veía cómo la mano del muchacho acariciaba la pierna de Estrella, quien, con pudor, sabiéndose observada por su antiguo amante y maestro, no respondió a la caricia. Una nube incómoda flotaba en el ambiente.

Ellos terminaron su bebida y se despidieron. Iban a un concierto, algo de música alternativa en un nuevo club. Estrella le dijo,  cariñosa como siempre, que le hablara, que, ya sabía que era un desastre, que se olvidaba de todo y perdía los números de los amigos, pero que le hablara para ir a comer. Él la vio salir como quien, pasada la medianoche, ve que el último tren ha partido. 

Se sentó junto a su antigua condiscípula. Le acarició el brazo suavemente. Le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella. Cerró los ojos, como si estuviera atrapando un recuerdo. Era viejo, más tonto y cursi. Entonces la besó. 

VI

No sólo lo pensaba, estaba seguro que ella era bien mamona. Sin embargo, le encantaba el color rosa de su labial favorito y la forma cómo se pintaba los labios, imitando la figura de un corazón. No se llevaban ni bien ni mal. O, como diría otro, se fingían indiferencia en la oficina. 

A la cantina iban todos en bola los viernes, sobre todo los de quincena. Reservaban una mesa grande, como para unos veinte parroquianos pues, de cuando en cuando se mezclaban con ellos (exitosos ejecutivos publicitarios) algún amigo, un miembro de la competencia a quien veían con malos ojos, pero a quien admitían en su círculo para compartir chismes y maledicencias y las novias y novios, en caso de que los hubiere y no estuviesen presentes.

Algunas ocasiones se arrimaban algunos ligosos o algunos prospectos de conquista, y ya más noche, a la hora de la amargura, pululaban entre las mesas despechados y despechadas por igual, como almas en pena y a veces, muy a la larga, lograban abandonar aquel purgatorio, merced a sus lamentos, y se dirigían emparejados a El Milagro, el hotel de la esquina.

Ella, boca de corazón, se comportaba fría y distante. Siempre aseguraba que tenía novio y rechazaba a todos los moscardones que se acercaban con aires de galán o envalentonados por las copas. Ella les respondía amable, los toreaba con mano izquierda y los devolvía a los corrales vivos y con un palmo de narices. Su actitud, aseguraban dos o tres compañeros de oficina que intentaron acercársele, era como una pared de hielo, un enorme bloque donde se congelaba todos los enjundiosos intentos por ligársela.

Él nada más la veía de lejos. Como a aquella niña de la secundaria a la que nunca se había atrevido a hablarle y fue el primer amor de su vida. Algunos de sus amigos –eran pocos en la oficina- veían sus ojos de borrego y se burlaban de él, le recordaba que la vieja era bien sangrona y, sobre todo, que tenía un puesto más importante que el suyo, que ella era ejecutiva y que jamás voltearía hacia abajo, hacia los modestos creativos sin cubículo y sin un personalizador con su nombre. Ella, le decían, estaba como de subgerente para arriba. Así era la cosa.

Él, claro, solo la miraba pasar entre los escritorios, bilé rosa y labios de corazón, sin decir nada.  Un viernes, como por arte de magia, él hizo un comentario chistoso y ella sonrío, volteó a verlo, cruzaron unas cuantas palabras y luego le dijo que la acompañara a fumarse un cigarro a la banqueta aunque todos sabían que ella no fumaba.

En menos de una hora ocurrió todo lo que él había soñado. Luego, regresaron apresuradamente a la cantina aunque un poco antes, todavía en el cuarto milagroso, ella se acomodó el peinado, se alisó la falda y retocó sus labios, en los que ya no había rastros de corazón alguno,  con un lipstick morado intenso.

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