viernes. 19.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

Caleidoscopio

Belinda de la Torre

Caleidoscopio

Personality changes behind her red smile.
Every new problem brings a stranger inside
helplessly forcing one more new disguise.
Siouxsie and the Banshees

 

El hambre saca lo peor de la gente, piensas al observar desde la cocina a la pareja que acaba de llegar y que, a través de gestos y movimientos bruscos con las manos, expresa  desesperación en cuanto Cristina les entrega la carta. Sabes que se trata de esas personas que al sentarse quieren ver la comida en la mesa. Concluyes que la cocinera debe darse prisa para que tu compañera no tenga que afrontar a esos tipos mal encarados y de horrible pinta, que parecen ser empleados mal pagados de alguna tienda departamental.   

Notas a Cristina nerviosa, incluso hay enrojecimiento en sus mejillas, aún no tiene tanta experiencia de mesera, de hecho, nunca antes había trabajado, pero debido al poco ingreso que llegaba a casa tuvo que verse en la necesidad de trabajar, o al menos eso fue lo que te dijo recién entró. Tú fuiste quien la instruyó. Le dijiste cómo atender a los clientes, cómo llevar los platos, cómo escribir las comandas. Cuando ella llegó tú ya tenías dos años en esa deprimente fonda de los ancianos decrépitos, tus patrones, quisquillosos y metiches. Te sirvió como terapia, sabías que si pasabas más tiempo en el departamento sin hacer otra cosa más que lamentarte, las paredes te consumirían de un bocado. Y es que no fue fácil descubrir a Mateo con otro hombre, y más difícil te resultó superar su suicidio. Tenías cinco meses de casada y creías haber encontrado la felicidad. Cuando lo viste colgado de la viga del departamento, pensaste en todas las veces que te imploró perdón y sentiste una culpa gigantesca, pero aquel día la única opción fue el abandono.

Cristina siente la mirada densa de los hombres que esperan el consomé de pollo con garbanzos y lleva con rapidez una jarra de agua de jamaica. Uno de ellos aprieta los dientes y enrolla con su mano una servilleta, mientras el otro le exige los vasos. Alcanzaste a escuchar un “enseguida” triste y vergonzoso, y lamentas que algunos clientes sean así, tan groseros, tan hijos de puta. Muchas veces te has sentido tentada a arrojarle la comida a uno que otro comensal aborrecible, pero has aprendido a canalizar tu enojo y a decir “enseguida” con una sonrisa.  

Los dos platos están en la barra. Le has ofrecido a Cristina llevarlos, sientes un poco de pena. Ella no dejará de ser una mujer frágil, siempre te percataste de ello y quizá por esa razón experimentas una profunda necesidad de protegerla. El día que llegó a la fonda tú limpiabas el mostrador cubierto de grasa, preferiste entretenerte haciendo aseo en lugar de escuchar las aflicciones de la cocinera, la señora Soledad, que día con día se lamenta de la deplorable vida que lleva a lado de su marido alcohólico y su hijo transa, el Santi, que se dedica a robar baterías de autos  y a vender paquetitos de marihuana a domicilio.  Piensas que su nombre hace juego con su triste realidad: Soledad. Te incorporaste al verla cruzar la puerta. Su silueta escurrida y su encorvamiento te resultaron peculiares, pero sus ojos expresivos te provocaron melancolía. Le pediste su solicitud, te la dio. Después corroboraste que estuviera anotado su número de teléfono y finalizaste la conversación diciendo que se la entregarías al jefe en cuanto llegara. La chica se fue y a los cuatro días regresó para convertirse en tu nueva compañera. Colocas los platos en la charola y se los llevas a la pareja detestable. Te miran con desconfianza, como una usurpadora, pero tú sonríes con mayor esmero, simulas que no te importa.

Cristina lleva cartas a una pareja que acaba de entrar, y a diferencia de los otros clientes, estos parecen ser más simpáticos, sin embargo, se nota la tensión en el pequeño cuerpo de tu compañera. Hay algo más que le preocupa. Durante los pocos meses que llevas de conocerla has aprendido a distinguirlo. Hace tres semanas la encontraste alterada, con sus manos temblorosas, acomodando en la bodega latas y cajas. Le preguntaste si se encontraba bien y no respondió, se mantuvo quieta. Algunos mechones de su negro cabello encontraron lugar en su frente cuando bajó su cabeza. Te acercaste a ella, no sabías qué hacer, entonces sujetaste sus escuálidas manos y le pediste que te contara lo que le ocurría. Te soltó. Las lágrimas escaparon y comenzaron una travesía efímera por sus mejillas. La abrazaste; te apretó con mayor fuerza. Su respiración arrítmica te sobresaltaba. Inhalabas la combinación de su perfume con el olor distintivo de la fonda. Te dijo que después te contaría, luego se fue.

La vida de Cristina no ha sido fácil, o al menos eso es lo que piensas. Muchas veces te ha dicho que lleva la maldición de Raquel en su vientre. Contrajo matrimonio siendo joven y virgen, y se dedicó a ser la esposa sumisa y fiel, pero las cosas se complicaron cuando su marido le pidió un hijo. Ni los mil métodos que utilizó para quedar encinta le funcionaron. En un principio lo intentó de forma natural, calculando los días fértiles, después levantando los pies luego del coito, como le dijo su hermana, pero al ver que nada daba resultado optó por los medicamentos costosos que tampoco funcionaron y que en cambio, le causaron daños irreversibles. Aquel día de la bodega, tu compañera acababa de hacerse otra prueba de embarazo que resultó negativa. Cristina toma la orden de los nuevos clientes mientras que tú le llevas la cuenta a la pareja detestable, piensas que esa espantosa cortina de tensión desaparecerá una vez que ellos se vayan.

Más platos en la barra. Ya pronto son las cinco, es lo que te anima, aunque siempre la última hora es la más larga. Más gente llega. Mayor es el ruido de la cocina. El olor a pescado frito inunda el espacio. Nuevas comandas. La mirada de Cristina se cruza con la tuya, sabes que está cansada y que desea salir lo más rápido posible. Le pides a tu jefe que cobre una cuenta, pero parece no hacerte caso, se encuentra ocupado coqueteando con una jovencita veinteañera, su mirada depravada se enfoca en el pecho de la chica. Abres la caja registradora y cobras. Comienzan a llegar tus compañeras del siguiente turno y eso te pone feliz, sabes que en poco tiempo tomarás tus cosas y cruzarás esa puerta.

Lo que más le afectó a Cristina fue el dolor en sus piernas, al no estar acostumbrada al trabajo, de manera instantánea, la hinchazón en las plantas de los pies y las várices se presentaron como estigmas. Tú ya tenías mayor experiencia en eso de los empleos. Cuando tu fallecido esposo Mateo vivía, los dos trabajaban en una tienda de ropa, tú como vendedora y él como cajero, desde entonces todo el día estabas de pie y al servicio de los clientes. En cambio Cristina, en sus últimos cuatro años, se había dedicado sólo a atender asuntos de la casa, hasta que su esposo cambió de empleo y le pidió que trabajara y generara ingresos en lugar de jugar a embarazarse. Desde entonces Cristina se sintió desvalorada.

Hora de contar las propinas. Tus jefes, los dos hermanos, discuten sobre asuntos del negocio, ya has aprendido a ignorarlos cada vez que eso ocurre. Entonces tomas el pequeño bote de aluminio, le quitas la tapa, vacías las monedas en el pequeño y carcomido escritorio e inicias el conteo. A lo lejos, ves que Cristina entra al baño para cambiarse la camisa azul con rayas blancas que funciona como uniforme. Te apresuras. Interrumpes la discusión y le informas a tu jefe sobre la cantidad recolectada, abre la caja registradora y te entrega un billete de cien pesos, después se acerca a tus compañeras y les da la misma cantidad. Cuando Cristina sale del baño tú entras y le pides que te espere donde siempre. Afirma con la cabeza. Sacas tu bolso del locker, te despides y te vas.  

El clima es perfecto. Ligeros rayos de sol se posan en tu rostro mientras una sutil brisa te acaricia. Te gusta saber que tienes toda la tarde libre, aunque sabes que no hay grandes cosas por hacer, excepto preparar la cena, alimentar a la pequeña gata, bañarte y ver alguna serie gringa en la televisión. Después de la muerte de Mateo no quisiste saber nada de ningún hombre y aceptaste la soledad como una buena amiga. Guardar su luto hasta dejar intacto el lugar de su último beso, fue tu opción definitiva. Ningún hombre volverá a meterse entre mis piernas, pensaste, luego te lo repetiste una y otra vez hasta que te convenciste de ello. En la banca de siempre, en la pequeña plaza está Cristina. Te sientas a su lado, sacas de tu bolso una cajetilla de cigarros, tomas uno y lo enciendes. Nada te reconforta más que sentir el humo en tus pulmones a la vez que te relaja. Reconoces que es un vicio terrible, pero piensas que llegará el momento de despedirte de él, quizá en un par de meses. Le preguntas sobre lo que le pasa, ella te mira con sus ojos melancólicos y te confiesa con su voz acuosa que su marido tiene otra mujer, que lo escuchó hablar por teléfono con ella. No te parece una sorpresa y se lo dices, sabe que no puedes evitar decir la verdad. Luego tiembla. Deberías dejarlo, sabes que puedes quedarte conmigo, le propones. El silencio gobierna. Fumas con avidez. Arrojas la bachicha al suelo y la aplastas con la punta del zapato.  Tomas sus manos y las acaricias. Ella levanta su rostro, te mira con detenimiento, como si a través de tus ojos pudiera verlo todo. Te estremeces al sentir que sus manos ascienden despacio por tus brazos hasta acariciar tu cuello. Sientes su respiración en tus mejillas, soplo cálido. La mirada espesa de una anciana que alimenta a las palomas te hace girar la vista. Es mejor que nos vayamos, le dices al tiempo que tomas los bolsos. Y mientras caminan, piensas en lo que podrán preparar para la cena.

***

Belinda L. de la Torre. Cinéfila, melómana y obsesionada con lo vintage. Es originaria de la ciudad de Zacatecas. Licenciada en Letras, actriz de vocación. Ha participado con sus cuentos en suplementos culturales como La Gualdra del periódico La Jornada, en programas radiofónicos como De viva voz de Radio Zacatecas y en revistas como La Testadura y Crash. Actualmente vive sumergida en tiempos anacrónicos.  

[Ir a la portada de Tachas 239]