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Cien días de encierro mundial

Enrique Marroquín

coronavirus
Tachas 361
Cien días de encierro mundial

Surgido hace apenas 100 días en una lejana ciudad desconocida, un virus ha recorrido ya todo el planeta y ha obligado a encerrarse en sus hogares a miles de millones de personas. Algo sólo imaginable en las ficciones posapocalípticas.
(Ignacio Ramonet, periodista de Le Mond Diplomatique, 25 de abril 2020).

La pandemia del Covid 19 / SARS-COV-2, es un evento histórico, que algunos comparan a la II Guerra Mundial o a la crisis económica de 1929. Se trata de la primera amenaza en la historia, hacia toda la especie humana en su conjunto, con propagación pronta, planetaria y simultánea; pero que, al mismo tiempo, es afrontada con una respuesta global y organizada, por encima de fronteras, razas, credos, ideologías, partidos políticos y —esperamos- clases sociales. Este evento seguramente será recordado por los sobrevivientes, quienes lo relatarán a las siguientes generaciones. Hoy, 25 de abril, según balance general de la Universidad Johns Hopkins, la pandemia deja ya 2,790,086 contagiados y 195,220 defunciones. En México, amanecimos con 12,872 casos confirmados, de los cuales 4,502 son activos y hay 1,221 defunciones. Como habitantes del Planeta y como cristianos, merece prestarle toda nuestra atención. Utilizo para presentar este artículo la metodología expositiva, ya tradicionalmente utilizada en la Iglesia latinoamericana, en torno a los tres verbos conocidos —VER, JUZGAR- ACTUAR-, y que corresponden a las tres fases que la pandemia ha tenido en la regulación sanitaria en nuestro país.

I. VER

  • Durante la Fase I (desde el 1 de febrero hasta el 23 de marzo), estuvimos bombardeados de sobre información (tan lamentable como la falta de información). Lo primero que infectó el virus fue el discurso: nuestra conversación se volvió monotemática. De pronto, todos nos volvimos expertos. Juntamente con la intensidad de información, por las redes sociales circularon muchos rumores, algunos abundando en información y otros, desinformando.
  • El juicio vigilante queda en el pasmo. El riguroso escrutador se confunde con la credulidad más ingenua. Algunos, víctimas de los rumores sensacionalistas de la teoría conspirativa, aceptaron sin pruebas la atribución del virus a algún genio malévolo que deliberadamente lo sembrara en China, sea, según unos, de norteamérica para afectar la creciente competitividad comercial del gigante asiático, sea, según otros, como el presidente Trump mismo, de China, para afectar a Estados Unidos. Algunos escépticos, imprudentemente, voceaban que la epidemia era algo benigno que no merecía nuestra preocupación, y se oponían a las medidas “draconianas” de las autoridades sanitarias. Hipercriticidad ante estas autoridades sanitarias y credulidad ante cualquier articulista “chayotero” que adopta al presidente como “chivo expiatorio” de todos los males existentes en México. Obviamente, aún conocemos muy poco acerca de este virus, pese a larga experiencia cumulada en otras epidemias por las vías respiratorias; la realidad es más extensa que los registros estadísticos; pero tampoco hay que esperar a una exactitud de cifras para tomar medidas urgentes. En México, al frente de la lucha contra el virus está un equipo de especialistas de primer nivel (médicos, epidemiólogos, especialistas en el manejo de las encuestas, etc.), que cuentan con el asesoramiento de universidades y centros de investigación, que mantienen contacto permanente con la OMS y con otros Gobiernos. En esta contingencia, la politización de la pandemia resulta negativo e irresponsable.
  • Quien más quien menos, todos tenemos miedo. El miedo puede ser amigo -es la tendencia instintiva para alejarnos del peligro-; pero también, el miedo suele ser mal consejero (“hay que tener miedo de nuestros miedos”). A veces, del miedo se pasa al pánico, y esto, entre otras cosas, ha llevado a la discriminación: primero se dirigieron hacia las razas orientales o hacia los vioiajeros, en especial los migrantes que regresaban al país. Ahora se lamentan numerosos actos de violencia contra el personal de salud, esas personas heroicas que se arriesgan -y hasta mueren- para evitar nuestro contagio. Pero finalmente, las discriminaciones se dirigen hacia los pobres. Se trata de la “aporofobia” (odio, miedo, repugnancia u hostilidad ante el pobre). Las élites mundiales estaban creídas de que las infecciones venían del subdesarrollado Sur; pero las primeras infecciones en nuestro país llegaron de las clases altas, que son las que frecuentan los viajes internacionales, por turismo, negocio o estudios. Pero finalmente, la sospecha se centró en los de siempre: los pobres, los no pueden “quedarse en casa” porque tienen que salir diariamente a buscar el alimento de cada día para los suyos, y que viajan en camión, cambian de cubreboca cuando pueden y se lavan las manos cuando alcanza el agua que les dota su colonia, teniendo que racionan el gel… pero la verdad es que ahora son de ellos de quienes dependemos para adquirir alimento, retirar la basura, tener vigilancia,  contar con el adecuado servicio de agua… y a pesar de eso, los vemos como peligrosos.
  • Podemos redimensionar mejor nuestras actitudes al comparar esta pandemia con otras acaecidas a lo largo de la historia. El jesuita Andrea Vicini SJ cita las dolorosas víctimas que suceden en nuestros días:[1]
    •  En 2019, el año pasado, había 37,9 millones de personas en todo el mundo portando el virus del VIH, y si consideramos la letalidad general desde el comienzo de esta epidemia, se lamentan 32 millones de muertes debidas al SIDA.
    • En 2018, 3.200 millones de personas vivían en zonas con riesgo de transmisión de malaria con 219 millones de casos clínicos y 435.000 defunciones.
    • En 2018, según la Organización Mundial de la Salud, 10 millones de personas en todo el mundo enfermaron de tuberculosis, con más de 1,2 millones de muertes.
    • Entre 290.000 y 650.000 personas mueren cada año a causa del virus de la influenza. Tan sólo en Estados Unidos, en la pasada temporada (registrada el 18 de enero 2020), hubo 15 millones de casos de influenza, 140.000 hospitalizaciones y 8.200 muertes.
    • Apenas hace un siglo acaeció la epidemia más grave de influenza. con la gripe española de 1918-19, propagada por todo el mundo. Se estima que alrededor de 500 millones de personas -un tercio de la población mundial- fueron infectadas por el virus, con al menos 50 millones de muertes.

Si no prestamos, a estas pandemias, la misma atención que al coronavirus, tal vez sea porque se trata de personas fuera del campo visual occidental o tengan características de alguna “otredad” discriminatoria (homosexualidad).

II. JUZGAR

La segunda fase (23 marzo al 21 de abril) es cuando las medidas ante la contingencia nos obligaron a recluirnos. Teníamos tiempo, teníamos miedo, teníamos necesidad de interpretar… y esto nos llevó a modificar el ansia de información (de la que ya estábamos saturados) para pasar al momento de la reflexión, buscando el significado que representa esta pandemia y el obligado confinamiento al que ésta nos obligó. Las redes sociales, junto con “memes” banales y chuscas, también difunden sugerentes reflexiones.

  • Una característica del estilo de vida en que estamos metidos es el ritmo frenético de nuestras actividades diarias: lo que el Papa Francisco llama “rapidización”, es decir, “intensificación de ritmos de vida y de trabajo, que contrastan con la natural lentitud de la evolución biológica [o cultural] (EG #17-19). Vivimos en el ajetreo cotidiano, trabajando demasiado y apenas nos alcanza para nuestro sustento o nuestra dosis de consumismo. Ahora se nos obliga a recluirnos. Pareciera como si se nos privara de algo necesario: satisfacer otros tipos de necesidades, como son las relaciones interpersonales, los contactos afectivos y la comunicación. Estamos colocados ante una situación que nos brinda (supuestamente) más tiempo disponible, y ahora, sin excusa ni pretexto, podemos ponernos a pensar.
  • La reclusión nos ayuda a relativizar nuestros valores y cosas que teníamos por intocables. Entre ellas, el pretensioso modelo tecnocientífico y su concreción de globalización económica. Nos parecía que este modelo era el único posible para sostener el tremendo ritmo de crecimiento demográfico. Detrás de esto, escondidita, estaba la verdadera motivación: estrujar ciegamente el Planeta, hasta sus límites extremos, que al llegar a su agotamiento, podría destruir el propio hábitat de la especie humana, y todo, finalmente, para posibilitar la maximalización de la ganancia para un grupúsculo elitista que, además, compite entre ellos para disminuir más y más el número de comensales y devorar impune e indisputadamente, porciones cada vez mayores del pastel terráqueo (el 99% de recursos para el 1% de ganones). Se nos hizo creer a todos que este era un modelo blindado contra cualquier eventualidad, y que habría que defenderlo a toda costa, y se publicitaba la alegoría aquellas fuentes italianas de tres bandejas superpuestas, del tamaño mayor al menor arriba y que, por un efecto de “escurrimiento”, finalmente todo el mundo resultaría beneficiado. Para posibilitarlo, fue necesaria la “globalización” económica, y considerar al Planeta como una sola unidad, con procesos modulares que permitirían numerosos ahorros, según las condiciones más favorables a cada paso (p. ej., dónde hay abundancia de recursos naturales, facilidades legales, mano de obra barata y cualificada, clientes potenciales, etc.). Lo peor es que este modelo suicida se nos vende como inevitable; como “el mejor de los mundos posibles”. La pandemia destruyó nuestra soberbia y tuvimos que reconocer, con la humildad del creyente, la extrema vulnerabilidad de instrumentos e instituciones que considerábamos omnipotentes, y fue así que, repentinamente, el orgullo tecnócrata fue puesto en jaque por una criaturita invisible, sumamente frágil y vulnerable; pero con gran capacidad de apoderarse de la potencia reproductiva de ciertas células, y desde ellas, propagar su enorme capacidad de contagio y letalidad.
  • Además de la humildad, otra virtud religiosa y ahora secularizada sería la templanza (no digo “austeridad”), pues del encierro aprendemos a adquirir sólo lo que realmente necesitamos y reciclar lo que podíamos. Aprendimos revisar nuestros hábitos de consumo, pues nuestro insensato estilo de vida nos lleva a adquirir bienes supuestamente “necesarios”; pero que en realidad su satisfacción era inducida artificialmente. Los productos que adquirimos se obtienen destruyendo recursos naturales de un Planeta imaginado como inagotable. La insensatez de este consumo se evidencia al ver que tales productos son diseñados para ser efímeros y de rápida obsolescencia planificada, los cuales, una vez desechados, se convierten en toneladas de basura acumuladas cada día.
  • Revisemos, por ejemplo, nuestra dieta alimenticia con exceso de grasa animal, provocando la obesidad, en la que México ocupa el segundo lugar mundial. Las agroindustrias no tienen suficiente cuidado en la cría industrial de animales en confinamiento. La investigadora Silvia Ribeiro abunda cómo esto redunda contra nuestra salud: “Estas grandes concentraciones de animales, hacinados, genéticamente uniformes, con sistemas inmunológicos debilitados, a los que se administran continuamente antibióticos, son la principal causa de generar resistencia a antibióticos a escala global, y ahora sabemos, un perfecto caldo de cultivo para producir mutaciones de virus más letales y bacterias multirresistentes a los antibióticos, que con los tratados de libre comercio se distribuyen por todo el globo”. [2]  Es en base a esto que el filósofo Enrique Dussel, tomando con ocasión del rumor complotista, afirma que, en cierto modo, es verdad que este virus sea un producto de laboratorio, pues ante el afán de su rápida engorda y la obtención de prontas ganancias, los atiborramos de antibióticos, haciendo que los virus transmuten. [3]  Es perfectamente posible que se hayan dado procesos similares en las recientes epidemias provocadas por virus de origen animal (las gripes aviar y porcina, ébola, zika, VIH y otros). Se ha dicho que el coronavirus que proviene de murciélagos; pero no directamente transmitido a los humanos, sino por intermediarios, y siguiendo su secuenciamiento genómico, indica a los “pangolines”, pequeños mamíferos asiáticos. Pero, opina Silvia Ribeiro, también podrían haber provenido de los megacriaderos de cerdos que existen en Hubei, provincia de la que Wuhan es capital.

REFLEXIÓN TEOLÓGICA

La fe cristiana es connaturalmente “profética”, es decir, va adquiriendo claridad y concreción ante las eventuales situaciones históricas, algunas de las cuales se vuelven “signos” de la presencia del Espíritu de Cristo resucitado. Para un creyente, los avatares de la vida, cuando se los mira con los ojos de Dios, no son vistos como contratiempos, sino como oportunidades. Esto obliga a la reflexión, y es así como esta actividad se convierte en teología.

Fue significativo que la “cuarentena/cincuentena” haya coincidido con la Cuaresma/ Pascua. En este tiempo litúrgico, muerte y sufrimiento/ vida y alegría se imbrican, se condicionan recíprocamente. La muerte nos angustia, pues, primeramente, nos coloca ante la incertidumbre. La muerte es privilegio exclusivo de la especie humana (los demás seres vivos simplemente “perecen”). Podemos preverla, saber que es inevitable y que nos acecha, independientemente de nuestra edad o condición. Tendemos a ocultarla y así nos enajenamos -como dice Heidegger-, sumergiéndonos en la gran cantidad de “entretenimientos” o escapes que hemos fraguados para distraernos de lo único realmente importante: la certeza de que vamos a morir. Muchas veces -entre los jóvenes esto es más explicable- vemos esta posibilidad como remota; pero cuando ya vamos llegando a la ancianidad, cuando el “más allá” está para nosotros “más acá”, sentimos la necesidad de dar un digno cierre a nuestra vida. La pandemia de coronavirus se ceba en la “tercera edad” (especialmente si se padece de hipertensión, diabetes u obesidad, que son las más graves epidemias que tenemos en México, debido a la mala alimentación a que se nos induce). Sabemos que una vez comprobada nuestra infección y su requerimiento de internación, difícilmente saldremos, y que sólo nueve días bastan para irnos. Esto nos hace sentir vulnerables, especialmente los ancianos y conduce a la depresión, irritación, soledad e incluso, desesperación. Pero el hecho que la cincuentena haya coincidido con la Pascua, la angustia del morir puede mantenernos alegres y esperanzados. Jesús mismo sintió la angustia ante la muerte inminente, en Getsemaní y en la soledad de la cruz. Victimizado, fracasado, torturado, abandonado -de sus apóstoles -incluso, de su mismo Abbá/Dios-, se reconfortó poniendo en Él su confianza, y termino por reconocer que su vida, más breve de lo que hubiese querido y necesitado para su proyecto mesiánico, finalmente, había dejado sólidos fundamentos: “Todo está consumado”. Por la esperanza sabemos que esta pandemia -termine cómo y cuándo termine- redundará en bien de los hijos del Dios amoroso y providente.

Es normal que en casos de contingencias sociales tipo catastrófico nos acordemos, más de Dios, pues es cuando somos sacudidos en la profundidad de nuestro ser. Sin embargo, viene bien preguntarnos sobre las imágenes de Dios más frecuentes que, en estos momentos, podemos encontrar entre la gente. Una imagen muy extendida, pero claramente inadecuada, es la que podría llamar la “imagen antropomorfizada de Dios”, es decir, imaginar a Dios al modo humano, con sentimientos y hasta con actitudes moralizantes. Pero Dios no tiene sentimientos, ya que estos, por definición, son temporales y volátiles; mientras que lo propio de Dios es la eternidad -un eterno e inmediato presente-, y que por tanto, si cambiara de actitud emotiva, ya no sería Dios. Así, solemos decir que “Dios está enojado con nosotros” (las causas, sobran: sea porque nos olvidamos de Él, por jugar a ser dioses a pesar de nuestra impotencia, por castigo de pecados colectivos, etc.). Entonces, lo que procedería sería la “expiación”, para obtener su clemencia, lo que muchas veces se traduce en infligirnos algún sufrimiento suplementario. También podemos tratar de moverlo a compasión, mediante nuestros ruegos, o incluso, prometiéndole una especie de soborno, alguna “manda”, por ejemplo (oraciones continuadas durante cierto tiempo, peregrinación a algún santuario o usar el vestido de algún santo, etc.) o pensar que el remedio estaría en la “consagración del país” -o del mundo- al Sagrado Corazón de Jesús o de la Virgen. Seria incongruente imaginar que a Dios se le conmueve presentándole el sufrimiento voluntario de sus hijos. Pero Dios de ninguna manera quiere nuestro dolor, siendo Él infinitamente bueno y misericordioso. Sería degradarlo tratar de convencerlo para que quite este mal social, pues en el caso imposible que Él estuviera dispuesto a hacerlo, movido por nuestros ruegos, cabría preguntarse si podría haber evitado este virus, y si así fuera, ¿entonces por qué lo permitió? Pero Dios actúa a través de las “causas segundas”, es decir, a través de su Creación, que es su milagro más maravilloso. Dios no suple nuestras irresponsabilidades y nuestras indolencias, y ha encomendado a los seres humanos “dominar” (custodiar) la naturaleza, su creación.

La imagen anterior podría ser modificada por otra mejor, aquella que el capuchino Michael P. Moore califica como “Dios en la pandemia”, [4] y la basa en el pasaje de Mt 25, del Juicio Final, donde Jesús se hace presente en el necesitado y el sufriente; mientras que nosotros seremos juzgados según nuestra indiferencia o nuestro involucramiento (“tuve hambre y me diste de comer, tuve ser y me diste de beber, etc.”). Dios no estaría fuera de la pandemia, distante, indiferente, permisivo o peor aún, como causante directo. Con ojos de la fe, Dios se encuentra sufriendo en los infectados y en sus familias (“estuve enfermo y me visitaste, te preocupaste por mí”). Pero también, Dios está presente en todos los que están actuando en contra de la pandemia. En primerísimo lugar, en los médicos, enfermeros y personal de salud (incluyendo los intendentes que lavan la ropa en los hospitales), en quienes atienden directamente a los enfermos a riesgo de ser contagiados ellos mismos, y que, en algunos lamentables casos, son discriminados por personas inconcientes. También está a los científicos que están descubriendo los puntos vulnerables del virus, para exterminarlo o para encontrar medicamentos o vacunas; está en los epidemiólogos que elaboran estadísticas útiles para la administración de la pandemia y en las autoridades sanitarias o civiles que buscan influir en el comportamiento general de la población para evitar los contagios. La salud -como sucede con cualquier otro sistema cultural- se relaciona con todo: con la educación, la violencia, los servicios públicos (alcantarillado, recolección de basura). Dios está en todos los miles de “samaritanos” que prestan atención a los campesinos, en los periodistas que objetiva y responsablemente difunden -aunque moleste- la verdad de los hechos, en el voluntariado que se organiza en entreayuda para hacer compras en común, etc. Cristo se está encarnando, no solamente en quien da físicamente el pan o el vaso de agua, y ni siquiera, sólo en quien atiende al enfermo, sino que se hace presente en todos aquellos que están colaborando, según sus posibilidades, en esta pandemia. En cambio, tendrá juicio severo contra quienes irresponsablemente, pretendan lucrar con el sufrimiento de las mayorías, encareciendo o acumulando medicamentos, aprovechando saqueos, no por hambre, sino por ambiciones, o quienes siembran rumores irresponsables para fomentar el pánico en aras de inconfesables motivaciones.

III. ACTUAR

Estamos iniciando la tercera fase de la pandemia en México, que según parece será la más difícil. Nuestro ACTUAR, en lo inmediato, se centra más en la reclusión. Es probable que las medidas se hagan más rigurosas y, por otra parte, ya vamos sintiendo nuestra fatiga, tedio, impaciencia o urgencia de continuar nuestras actividades normales, y nos inquieta la situación económica que no tardará en hacerse sentir. Así como en la fase I se privilegió el VER (la demanda de información), y en la fase II se sintió la necesidad de REFLEXIÓN. En la fase III es ya importante plantearnos el qué hacer una vez terminada la pandemia. El ACTUAR se proyecta en tres momentos: en el actual de reclusión, en el inmediatamente posterior al levantamiento del encierro, y finalmente, en el nivel social y este, a corto, mediano y largo plazo.

  1. Espiritualidad de la reclusión
  • Las medidas disciplinarias ante la pandemia han sido contundentes: “quedarnos en casa”. Para algunos esta medida fue exagerada; mientras que otros exigen mayor endurecimiento, incluso llegar al “toque de queda”. El caso es que un gran número de la población aceptamos la reclusión, como medida prudente, si bien, muchos pobres -que merecen nuestro respeto y reconocimiento- no tienen más remedio que exponerse en la calle. Los padecimientos más gravosos para la mayoría de nosotros pueden provenir de la estrechez espacial, de la amenaza de la enfermedad y de la muerte, del sufrimiento por nuestro desamparo… y tales sufrimientos son difíciles de sobrellevar, en situaciones que nosotros mismos no buscamos. Como quiera, aquí estamos, y lo mejor es tratarle de sacar el mayor provecho posible a nuestro confinamiento.
  • Los reclusorios prolongados pueden ser ocasión de profundos aprendizajes; pero también, pueden dejarnos afectados negativamente. Tenemos testimonios de grandes tensiones y depresiones en reclusiones forzadas: un capitán de marina relata que, como parte de su entrenamiento, se les obliga a los reclutas a pasar un mes en alta mar sin tocar tierra. El capitán testifica cómo, después de dos semanas, aumentan las tensiones al punto que, a veces, se llega a los golpes, a depresiones y a trastornos de cierta gravedad. La “claustrofobia” es una sensación que se expresa como agresividad, susceptibilidad, irritabilidad, insatisfacción y falta de metas. El encarcelamiento obliga a los reclusos a moverse en espacios muy reducidos y a convivir con delincuentes, quizás proclives a la violencia. El hacinamiento en algunas prisiones mexicanas, es tal, que varios presos tienen que atarse a las rejas de la puerta de la celda para dormir de pie, pues no hay sitio en el suelo. Sin embargo, otras condiciones de difícil encarcelamiento no fueron obstáculo para desarrollar grados de fecundidad espiritual o de desarrollo intelectual. Parece que fue Newton quien aprovecho un confinamiento como este para elaborar algunos de sus estudios científicos más importantes. La jovencita Ana Frank narra en su Diario, cómo pasó su familia, con crecimiento de conciencia, durante gran parte de la Guerra Mundial, en el estrecho escondite proporcionado en casa de unos amigos. Conocemos relatos de solidaridad heroica en los campos de concentración nazi (como el de Auchwitz, por ejemplo). Es conocida la experiencia del cardenal vietnamita Franҫois-Xavier Nguyên Van Thuân, quien pasó 13 años en la cárcel, 9 de ellos en régimen de aislamiento riguroso, por el régimen comunista de su país: incomunicado, sin ventanas ni horarios para calcular siquiera los días y las horas, logró profundizar maravillosamente la virtud de la esperanza, legándonos escritos que han enriquecido a muchos.
  • Estos días de reclusión me recuerdan mi año de noviciado o los años de seminarista de mediados del siglo pasado -¡Cuántas cosas han cambiado ya en los seminarios!-. Una de las principales características de la vida religiosa es la comunidad. Profesamos caminar hacia Dios, siguiendo a Jesús en la construcción de su Reino, que ya desde ahora puede iniciarse; pero profesamos lograrlo en comunidad. Este estilo de vida se vuelve estilo contracultural ante el ambiente de individualismo consumista que nos envuelve –“cada quien sus cosas”, se decía hace poco (ahora, cada cual su celular, prolongación narcisista de su ego)-, y la vida familiar no se da ya ni siquiera a la hora de comer (el horno de microondas). Muchas familias se desintegran en hogares monoparentales o en vidas solitarias. También entre religiosos, incluso con quienes convivimos, a veces rehuimos un encuentro real y nos refugiamos en conversaciones intrascendentes. Tal vez la causa sea que de lo que realmente estamos intentando huir, sea de nosotros mismos. Curiosamente, parece que, ante esta pandemia, muchas sociedades están intuyendo que la forma más eficaz de afrontarla sea “en comunalidad” (se le pide al familiar que se encarga de hacer las compras: “cuídate, para que nos cuides”). Entonces, quizás los religiosos y las religiosas podamos aportar nuestro estilo comunitario de vida; aunque éste sea a veces más un ideal a construir que realizaciones ejemplares.
  • El confinamiento ha puesto a prueba nuestra pastoral. Ya que el cierre de los templos y la ausencia del culto nos privó de limosnas, nos ingeniamos para vivir nuestro voto de pobreza, para ir satisfaciendo nuestros apremios por otros medios. Pero si algo nos queda claro, es que no basta con remediar nuestras necesidades corporales básicas; ni siquiera nuestras necesidades mentales derivadas del encerramiento. Los religiosos buscamos el “retiro espiritual” y los “ejercicios espirituales”, teniéndolos como un don precioso en medio de las fatigas del apostolado. Tenemos, gracias a su Carisma, el ejemplo del enclaustramiento monacal. Los monjes y las monjas son personas que hacen profesión de permanecer en el mismo monasterio hasta la muerte, conviviendo con los mismos hermanos, a quienes les tocará enterrar o ser enterrados por ellos. El benedictino Anselm Grün, reconocido autor en materia de espiritualidad, nos obsequia con la experiencia de estos monjes, probada y enriquecida a lo largo de sus 1,500 años de existencia. Grün extrae, de entre las normas de la antigua Regla de San Benito, la advertencia siguiente: “Se observará cuidadosamente si de veras (el novicio) busca a Dios, si (muestra que) pone todo su celo en la obra de Dios, en la obediencia y en las humillaciones”. Buscando una descripción secularizada de aquel “celo en la obra de Dios” podría ejemplarizarse en “el hombre espiritual que disfruta de todas las dimensiones de la existencia humana, que se dirige hacia algo otro, que sigue los pasos de sus anhelos, y que por cierto, lo hace de manera constante y continua, no solo en momentos de entusiasmo y arrebato religiosos, sino con celo”.
  • Este “algo otro” es, sin duda, Dios; pero no se reduce a la búsqueda narcisista de Dios, sino incorporando a los hermanos, tanto con quienes compartimos la reclusión, como con nuestros feligreses, ante quienes tenemos la misión de servicio. El celo misionero puede ser ejercido de otras maneras creativas, por ejemplo, aprovechando las tecnologías de la informática. Veo con admiración, cómo mis compañeros jóvenes y los seminaristas con quienes convivo, se las ingenian para comunicarse con otras personas, haciéndolas cercanas en el encierro y en la lejanía.
  • Varias familias religiosas misioneras, entre ellas los claretianos, somos impelidos a ser “oidores de la Palabra”, y por lo tanto, estamos en disponibilidad de escuchar la Palabra Sagrada; pero esto también se aplica en escuchar al hermano. La contingencia nos está sirviendo para revalorizar reencuentros entre hermanos o familiares algo alejados o con quienes llevamos relaciones meramente formales. Ahora que nos encontramos más cercanos y con más tiempo, es buena ocasión para interesarnos en los demás: en interesarnos cómo están viviendo el encierro, cuáles son sus metas, sus sueños, sus inquietudes para una vez superada la pandemia. La “obediencia” y las “humillaciones”, de las que habla el citado texto de la Regla de San Benito, son concomitantes en toda convivencia íntima y cerrada, como en la que estamos. Implica evitar que nadie se sienta aislado, programar diálogos en grupo, tratando de consensuar acuerdos, y luego, obedecerlos. Es recomendable para ello una buena dosis de humildad y de paciencia; pero, sobre todo, disponibilidad de servicio, pues ahora, cuando nos encontramos sin los empleados que nos ayudan habitualmente en las llamadas “labores domésticas”, sería recomendable saber “meter el hombro”. Disculpando una confesión propia, esta reclusión me está sirviendo para “deseducarme” de mis hábitos burgueses y machistas y redescubrir que mis dedos sirven para otras muchas cosas más que para el teclado de la computadora, y lo que más me sorprende, que en estos prosaicos menesteres se facilita la proximidad fraterna. Grün continúa exponiendo con humildad su estilo monacal de vida, y por su experiencia recomienda, para esta situación de confinamiento forzado, momentos en común que combinen esparcimiento y trabajo; ejercicio físico y lectura; servicio y oración. Insiste en la implementación de rutinas, hábitos y costumbres, pues nos ayudan a estructurar nuestro día y hacer más llevadero el encierro.
  1. La postpandemia
  • En nuestro aislamiento es aconsejable no perder de vista que la pandemia tendrá un término. De lo contrario, dejamos pasar el tiempo, dejando que se gaste sin sentido, simplemente dejándolo correr. Es bueno pensar en lo que vayamos a hacer al salir de la pandemia (por supuesto, en caso de sobrevivir, a ella, algo que ahora no está asegurado). Se escuchan muchas voces que auguran que las cosas no seguirán igual que cómo eran antes de la pandemia… y esto comienza por nosotros mismos y por nuestra familia o comunidad. En esta reclusión habremos valorado muchas cosas y aprendido otras. Ahora caemos en la cuenta de tantas cosas que teníamos que comprar, y que ahora, cuando no salimos, vemos que no eran tan necesarias. Igual sucede con nuestras salidas: ¡cuántas de ellas se evidencian un simple escape! Nos damos cuenta de formas de pastoral que creíamos muy arraigadas entre la gente, y que nos damos cuenta que para ellos no eran tan imprescindibles. Al mismo tiempo, sentimos la demanda de otras necesidades religiosas (por ejemplo, la ventaja de ofrecer formación cristiana entre adultos, mediante cursos “on-line”, en horas favorables; pero que la gente no sale a causa de la inseguridad actual). También podemos ver la necesidad de fomentar más el sentido comunitario en torno a nuestros templos, para alentar más el sentido solidario de entre ayuda ante situaciones similares, y así evitar que nuestros templos se conviertan en simples lugares para el mercadeo religioso, en los que cada cual busca y encuentra lo que le parece más a su medida; pero olvidando el compromiso por la transformación y la justicia sociales. Caemos en la cuenta de que vivimos cada vez más en un mundo con fronteras “líquidas”, y que no podemos auto-encerrarnos en el gueto parroquial. Creo que a eso se refiere el Papa cuando habla de “Iglesia en salida”. Los jóvenes nos están enseñando que, gracias a las nuevas tecnologías, podemos “salir” sin dejar nuestro estudio u oficina. Por eso nos sorprendemos cuando alguna videoconferencia registra cientos de reproducciones…, y no es que nuestra charla haya sido cosa del otro mundo, sino que muchas veces damos por supuesto que la gente ya sabe lo mismo que quienes tuvimos la fortuna de hacer una carrera eclesiástica.
  • Apenas empezamos la fase III de la pandemia y ya avizoramos, con temor, la crisis económica que se nos viene encima, o mejor, en la ya estamos metidos, y que podría ser, incluso, más dolorosa que la enfermedad misma. Pensando en un ACTUAR a un plazo no demasiado largo, puede inspirarnos la autorizada opinión de Enrique Dussel, filósofo argentino domiciliado en México. Para él, esta pandemia es nada menos que un ataque y una interpelación a la naturaleza humana como tal. “Nunca la humanidad desde hace 200 mil años que existe el homo sapiens, nunca había vivido un acontecimiento de este tipo”; pero más concretamente, se remite al acontecimiento que hace 500 años dio origen a la modernidad: el Descubrimiento de América. A partir de entonces, el ser humano se sitúa como centro, y la naturaleza, como objeto cuantificable y explotable. El “progreso” de ahí derivado, se presenta como incuestionable, prestigiado por la ciencia y la tecnología. Hay que reconocer que estos grandes instrumentos han dado aportes innegables; pero junto a ellos, han engendrado problemas gravísimos de los que no se habla. Su diagnóstico, radical e incontrovertible, es que la Tierra no tiene capacidad de reciclar los efectos negativos de la irracionalidad de la modernidad. Ante esto, plantea dos escenarios para la humanidad: o bien “seguimos con un individualismo competitivo, donde el triunfo significa la riqueza de unos y la inmensa pobreza de los otros, y entonces, la humanidad se suicida. O bien, la otra alternativa opuesta: que empecemos a tomar la vida como criterio de desarrollo, economía y humanismo, y entonces tenemos que cambiar todos los instrumentos de la civilización”. Con lo que concluye “o la humanidad cambia de objetivos o se va a suicidar”. [5]

 

  • Nos encontramos, pues, en una coyuntura favorable a plantearnos la alternativa. Lo primero en que se piensa es que después de que pase nuestro confinamiento, simplemente regresemos a lo que nos era habitual, y que la superemos mediante las mismas recomendaciones ofrecidas por los organismos mundiales (el FMI, el BM, la OCDE, etc.). Sus “recetas”, presentadas como inevitables por sus sesudos asesores, se resumen en el ofrecimiento de créditos, tipo “fondos buitres”; de préstamos cuasi forzosos con onerosos intereses a plazos, calculados para que no se paguen nunca, y que sus élites económicas afines y mundialmente hegemónicas, descargarán, finalmente, sobre las mayorías de la población; mientras que los privilegiados de siempre saldrán con mayor riqueza acumulada. Con tales medidas, la economía del país en cuestión, aparentemente se fortifique y parezca más saludable, y hasta es posible que lleguen inversiones extranjeras con empresas robotizadas según el modelo de la “revolución 4.0”; pero lo que pueblo sencillo nota es que su economía doméstica empeoró y que las desigualdades se acentuaron. Pero puede haber otras alternativas. Históricamente, algunas contingencias similares a la actual han dado lugar a cambios radicales de paradigmas. Ojalá que aprovechemos la ocasión para optar por soluciones “heterodoxas” que blinden la economía popular y que los sectores más vulnerables sufran lo menos posible; aunque los sectores más pudientes tengan que moderar eventuales ganancias. Proporcionar trabajos, créditos y posibilidades de estudio a la parte menos favorecida de la población; mientras, al mismo tiempo, que se creen condiciones para inversiones nacionales que tengan viabilidad, de preferencia en los lugares más descuidados del país. Quizás la economía no registre indicadores de crecimiento (que muchas veces éste se concentra sólo en las grandes fortunas de siempre y el pueblo, finalmente, es quien tendrá luego que pagarlo). Cualquier cambio “heterodoxo” implica riesgos; pero lo más riesgoso es continuar con los modelos conocidos y reconocidos como inoperantes.
  • La pandemia nos enseñó de que somos una sola y misma raza humana, que habita en un solo y mismo Planeta. Que el secreto de la fuerza que está permitiendo vencer esta amenaza global es actuar como un solo sujeto, por encima de países, razas, credos, ideologías y condiciones sociales. Pensar que si los más vulnerables son los más protegidos (empezando con los ancianos), todos saldremos ganando. La solidaridad, la unión, la economía, la política y la sociedad en conjunto… todo está en cuestión, y necesitamos plantearlo de nuevo, para prevenirnos de otra contingencia similar, que seguramente será peor. El coronavirus mostró que la “globalización neoliberal” actualmente hegemónica (posibilidad de que las élites económico políticas obtengan mayores ahorros en vista de maximalizar sus ganancias), está demostrando sus límites. La alternativa estará en la “Globalización de la Solidaridad”, en expresión del Papa San Juan Pablo II, que será la única posibilidad de tener un mundo con mayor seguridad, en base a mayor justicia, paz, democracia, derechos humanos y conciencia ecológica.

NIVEL ECLESIAL

  • Los cristianos sabemos que el Espíritu de Cristo resucitado sigue actuando en la historia. No en una forma “providente”, mal entendida, como una milagrosa y sobrenatural conducción de los acontecimientos hacia el ideal de Jesús, y que va a llegar indefectiblemente, desde las nubes. El Espíritu actúa, ciertamente; pero a través de las motivaciones que algunos “visionarios” alcanzan a percibir y que tienen capacidad de señalamiento, guiando a las mejores voluntades a actuar en ese sentido. Se trata de series de acontecimientos que muestran por dónde el Espíritu va consiguiendo la voluntad de Dios. Son los “Signos de los Tiempos”, que a partir del Concilio Vaticano II constituyen un “lugar” teológico. Se abusa a veces del término, y se los confunde con las tendencias que en determinado momento “están de moda”. El criterio de que alguna serie de eventos y acontecimientos puedan gozar de significado teológico es que vayan en la misma línea de la utopía de Jesús; lo que Él entendía por Reino de Dios; pero también, de acuerdo a los “dones” del Espíritu: sabiduría y clarividencia; consejo y prudencia; fortaleza y tesón; templanza (sacrificio de algunos satisfactores) y ciencia y entendimiento para investigar, estudiar, debatir y clarificar.
  • El discernimiento de los signos se da eclesialmente, es decir, en comunidad social. Por cierto, la “Iglesia” podría extenderse más allá de las fronteras institucionales (como en los manicomios, en que “ni están todos los que son, ni son todos los que están”). Me parece que ahora que circulan por las redes sociales tantos mensajes que se neutralizan unos a otros, se requiere del discernimiento comunitario. No irse con la finta de la bonita imagen o una escena chusca, para darle nuestro “like”. Más bien apoyar aquellas ideas o propuestas se indiquen rutas a seguir en los tiempos posteriores a la pandemia.
  • Sueño con una Iglesia llena de “profetas” (“ojalá que todos profetizaran”). El profetismo es para la Iglesia un don gratuito, y al mismo tiempo, una necesidad. Tendencialmente, todos los bautizados recibimos esta unción, pero como todo lo humano, lo que no se ejercita, se atrofia. El profeta no mira el porvenir en una especie de bola de cristal, sino que, contemplando la realidad con los ojos de Dios -es decir, desde el pobre-, alza su voz, aunque no sea políticamente correcta. Con ella denuncia rumores malintencionados, “fake news”, espejismos que encandila el mercado, justificaciones prefabricadas, etc. Al mismo tiempo, anuncia un futuro esperanzador, que no excluye catástrofes; pero que finalmente, “todo concurrirá el bien de los elegidos”. El profeta sabe dar razón a su esperanza en tiempos de oscuridad y desconcierto. Y todo esto lo hace -no podía ser de otra forma- con amor, especialmente a los más vulnerables.

 

Guadalajara, a 25 de abril 2020




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Enrique Fernando Marroquín Zaleta (Ciudad de México, 30 de enero de 1939) es un sacerdote católico y escritor mexicano, considerado una de las figuras clave dentro del movimiento contracultural mexicano conocido como «La Onda» e impulsor de la Teología de la Liberación.​ Como religioso, es miembro de la congregación de los misioneros claretianos, de la que se ordenó en 1964.


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[1] “La vida en tiempos del Coronavirus”, en COVID 19, Editorial MA Editores, 1 abril 2020. Selección de artículos de Marcelo Alarcón Álvarez, marzo 31, pp 49 – 65.

[2] Investigadora del grupo ETC.: “Gestando la próxima pandemia, en La Jornada, 25 de abril 2020

[3] Aristegui Noticias, 2 de abril 2020

[4] ¿Un Dios 'anti-pandemia', un Dios 'post-pandemia' o un Dios 'en-pandemia'?”, en Covid19, o.c., pp 38 - 28

[5] Aristegui Noticias, 2 de abril 2020