jueves. 18.04.2024
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David Ojeda: Espíritu negador

Texto de Juan José Macías

Tachas 02
Tachas 02
David Ojeda: Espíritu negador

Marzo de 1980. Es primavera y nieva y yo viajo en autobús camino a tus palabras, a tu espíritu negador y a tu amor por la literatura, o por cierta literatura no impuesta como un pasatiempo por «la señorita musa», «hastiada e indolente pero siempre con su glamoroso maquillaje art nouveau», así escrito por ti, David, al comienzo de tu libro Las condiciones de la guerra. Es primavera y nieva como una premonición insospechada, como un desplome profético de felicidad horrible, instantes de cuándo y cómo en sus modos menos evidentes. Viaja conmigo no obstante el entusiasmo y la impaciencia y un par de poemas escritos de prisa y sin enmiendas. Entonces no te conocía, pero había ya leído un cuento tuyo: «Frankie», donde Polifemo y el rey Kong y el Golem y la Libido se dan cita para urdir una historia enrarecida, una fantasía nocturna digna de una novela surrealista, si a Breton no enfadaran las novelas. Y fue por ese cuento que supe del espíritu negador que te gobierna, del espíritu negador que te acompaña, como ese ángel rebelde que custodió a Baudelaire toda su vida y le concedió aromar con flores sus infiernos. Yo leía entonces a Huidobro y me mareaba en sus mares malabáricos. La noche era en él una tienda de artículos insólitos, sus palabras se abrían como tumbas de donde brotaban árboles y olas. Tú, en cambio, David, no entornabas los ojos ante tal poeticidad y escribías sobre novelas recientes o reseñabas dos libro de David Cooper: La muerte de la familia y El lenguaje de la locura, dos libros de la contracultura y la antipsiquiatría, donde se expone a una sociedad opresiva y represiva, productora de locos y psicóticos. Y tú estabas contra esa sociedad, bárbara y estúpida, con su ética que aún suena a etiqueta, y escribías cuentos donde la exhibías, la presentabas con sus amanerados señoritos perfumados de dominio y poder, y su mediocridad caminando en dos manos, de cabeza, porque de algún modo ha deseado siempre los pies separados de la tierra. Y era esa sociedad que despertaba en ti el espíritu insurrecto, rebelde y negador, antes encarnado en Hegel, Nietzsche, el Conde de Lautréamont y en otros muchos malignos adorables: como Marx, como el Marqués de Sade; espíritu negador en ellos más fuerte aun que la energía del vapor en el siglo xix y la disgregada del átomo en el xx, y espíritu negador en ti que se extendería como una especie de observatorio de almas y de sueños, como a mí me parecía que era aquel taller literario que tú comenzaste a conducir aquella primavera nevada de 1980, en Aguascalientes. Entonces tenías 30 años de edad y una recortada barba grana que connotaba un poco de orgullo en ti, David, un poco nada más para hacernos saber que provenía de haber derrotado a la arrogancia, o a la «señorita arrogancia» —para utilizar una de tus figuras—, mujer común de escritores y poetas. Y aquel observatorio de almas y de sueños que era aquel taller literario, según pasaban las horas, me parecía también que se iba convirtiendo en un dispensario donde tú eras una especie de médico-brujo que recomendaba sangrías y medicamentos, trayendo a presencia ejemplos gramaticales, plausibles o irrisorios, afortunados o triviales, los que se deben conseguir o desterrar, apoyándote en una frase que tú repetías de Donoso Pareja, tu maestro, y que es más que un estatuto o una ordenanza: que la literatura no es una facilidad, sino una dificultad que se adquiere y no termina nunca de adquirirse. Frase que ha sido un legado para más de tres generaciones, y que implica autocrítica y alejamiento absoluto de la autocomplacencia. Y frase que no me ha abandonado nunca, y que ha enconado en mí como ese agraciado mal que les nacía a los trovadores por su dama, o como ese espíritu negador en ti que acaso se prefigura como ese «mal menor» —así calificado por Roland Barthes— que se llama neurosis, «pero que es el único que permite escribir (y leer)», como explica Barthes también, antes de arribar a esta frase hermosa y concluyente: «Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico». Neurótico, sí, pero —yo agregaría, con esa felicidad insana que deviene negar a un elfo como Barthes, y para ponerme del lado de la inspiración arrebatadora de los románticos y los surrealistas—, a veces también se es siendo loco, a condición de que esa locura sea la de Nietzsche, Hölderlin o Gérard de Nerval, pues, como diría Breton, «no será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación», porque entonces veíamos, o tú nos hacías ver, David, con las vanguardias, las posibilidades que quedaban después de eliminar los viejos recursos y maneras, en tanto nuestra neurosis se servía café y nos hacía fumar y discurrir, sin dejar la literatura a un lado, sobre esta sociedad siempre opresiva y represiva, y entonces otra vez Cooper entraba en escena con las instituciones como granjas de cerdos o mataderos de cerdos o enormes factorías de tocino, repudiando que a los cerdos y a los pacientes psiquiátricos se les aplicara el mismo tratamiento electroconvulsivo para cambiar su conducta; y tras Cooper entraba Desnos y Breton, con una carta dirigida a los médicos jefe de los manicomios, y en la cual se discutía el valor de la ciencia psiquiátrica para entender el espíritu humano: «No admitimos —escribían los surrealistas— que se obstaculice el libre desarrollo de un delirio, tan legítimo, tan lógico como cualquier otra sucesión de ideas o de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como inaceptable. Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social; en nombre de esta individualidad que es lo propio del hombre, exigimos que se libere a estos galeotes de la sensibilidad, pues además no es potestad de las leyes encerrar a todos los hombres que piensan y actúan». Y entonces, tras estos exámenes o inspecciones, no ajenos a la literatura y al papel que debe de jugar un escritor en la sociedad —y sabiendo que escribir es un acto individual y por tanto antisocial—, iba yo comprendiendo aún más tu espíritu negador, aunque luego ponderaras lo revolucionario respecto a lo rebelde en la escritura, pues sin una forma revolucionara, es decir distinta, fresca y novedosa —pero sin el estereotipo de la novedad—, decías, sólo perviviría el panfleto. Nos decías, David, además, que el compromiso del escritor se debía de establecer con la literatura, siempre y por encima de todo con la literatura, aun tratándose de un asunto anecdótico que tuviera que ver con el poder, la dictadura social, y aun cuando el escritor tenga la obligación de intervenir en el debate cívico. Y luego, como para aclarar un poco el tan manido tema, citabas a Cortázar, que tras preguntarle alguien sobre qué pensaba él del escritor «comprometido», había lacónicamente respondido: «pues que se case». Y es que, por fortuna y maravilla, casi nada en aquel taller literario tomaba el color pálido y aburrido de la seriedad; la literatura era un compromiso, requería de un trabajo, pero no para tomársela tan en serio, en el sentido de poner los pies, a través de ella, en la pasarela de la posteridad o para dejar un mensaje filosófico o moral, oh la vanidad. Pero lo cierto es que si bien éramos neuróticos y locos, también éramos a todas luces presuntuosos, de tipo triunfante, cuando lográbamos, luego de muchos manazos y estirones de orejas por tu parte, un texto pasable y a veces acabado, a veces estupendo. Y eso, hoy y siempre, es finalmente por lo que te amamos y te agradecemos, viejo.

Mayo de 2013. Hace mucho tiempo que no nieva, pero pervive en mí siempre el presentimiento de que puede nevar otra vez literalmente en primavera. Hoy, 33 años después, no obstante me conforta mirar en esas canas tuyas, viejo, el cálido invierno con el que se sabe reconciliar el espíritu negador de los que saben.