Es lo Cotidiano

DE PALOFIERRO [II]

De cuáles Moreno

Yara Imelda Ortega

De cuáles Moreno

En la heráldica prevalece el principio de los genitivos en las características físicas de los clanes y sus ancestros (Zarco, Rubio, Blanco, Prieto, Pinto…) y luego, para especificar, las artes u oficios (Pintor, Madero, Cantor) o la geografía (Cuesta, Vallecillo, Montes, Ríos, Lagos y Mares he conocido).

Los Moreno venían de un tronco de savia ardiente, por lo que hijos y bastardos no hicieron distingos en las madres blancas, mestizas, indias y hasta negras. Los habidos con mujeres casadas heredaron el apellido de los maridos, porque la genética respeta el color de la piel. Lo que les delata es la mirada pizpireta, como de pichona emplumada, que abre las alas a los primeros requiebros.

En una tierra feraz, de selva densa, donde los charcos pestíferos por los que el Diablo hacía sangría y que luego Cárdenas decretara Patrimonio de la Nación, no era raro que un pastor topara con un huachicolero o traficante en cualquiera de los puertos, que eran enramadas que asomaban a los interminables cantiles que devoraban hombres cansados o muertos; recuas despeñadas o rebaños enceguecidos en una neblina que oscurecía el medio día. Espesa tal que podría tajarse de un golpe de huíngaro, igual que las enredaderas que crecían donde ayer se había abierto una brecha.

En los puertos entreverados en el verde rebelde al mármol que ventajosamente compitiera con el de Carrara, aún hoy se encuentra gasolina en bidón, tasajo de res, barbacoa de borrego en penca, chile en molcajete hecho de trompos y coyoles martajados. Y pulque. O aguardiente. Tal vez cerveza… el agua es escasa. Se obtiene de la captación del rocío perenne, o de la lluvia, que se convierte en torrentes bravos, que desaparecen mágicamente debido al ángulo casi recto de las paredes sierra arriba-sierra abajo.

Primero se dividieron en Morenos ojo verde y Morenos ojo azul. Pero al darse el reconocimiento de consanguineidad, donde salía sobrando el iris se empezó a solicitar –a modo de contraseña- el lugar de origen. Moreno de Agua Zarca, se presentaba el arriero con el pastor que respondía Moreno de Aquisimón, o de Tamasopo o de El Limón.

Pero si se oía Moreno de Pisa Flores, se daba por entendido que era la raíz de la mata. Y la tertulia menguaba el volumen de la charla. Con un respeto rayano en la reverencia y hasta la veneración, se les daba el nivel de autoridades, patriarcas de todos los morenos desmadrados en la confluencia de lo que ahora es Tamaulipas, Veracruz, Hidalgo y luego Querétaro.

Apuleyo Moreno encabezó la Defensa Civil y organizó los Clubes Democráticos entre la Revolución y la Cristiada, que por allá no pegó, pero se esperaba. Donde Carranza no llegó, Madero se instaló para quedarse. Las niñas de Pisaflores fueron casadas convenientemente con terratenientes y comerciantes, a excepción de Flora, la penúltima. Ésta sucumbió a los encantos de un músico italiano, de quien a estas horas nadie es capaz de explicar coherentemente el por qué ir a empuñar una batuta para reorganizar el canto de turpiales y querreques, o cómo con los pentagramas hechizó a las cascabeles, coralillos y mazacuatas. Hizo guitarras y laúdes con tortugas y armadillos, tambores con cuero de tigrillos y venados. Violines de cedro. Y Vivaldi fue repetido por los volátiles de Pie de la Cuesta.

Pero la Niña Lorenza, cuando ya bajada a Jalpan con una recua interminable de mulas portadoras de petaquillas, baúles, cajas y demás bártulos que escondían el secreto de la última moda francesa, se encerró a piedra y lodo en la casa del Hermano Apuleyo, --ya casado con la María Luisa Primera-, quien era el único que podía poner cierto freno a sus imperios domésticos y a las cuarteadas dispensadas a las criadas que iban donadas formando parte del equipaje para hacerlas decentes, según sus padres, que vivían de la caza, pesca de bagre y recolección. Poco adelantados a la Edad de Piedra, apenas usaban la manta necesaria para cubrir el pudor, pero no se privaban las mujeres de su quechquémitl. Lorenza era el ventarrón. La crecida del río. El despeñe del mármol en el Cantil de Puerta del Cielo. Un estruendo con botines, a veces pantalones. Pero nunca holanes, cintas o moños. Ni almidón.

Diestra en la cocina desde niña, seducía desde el fogón lo que luego fusilaría en la mesa; entre cristal de Bavaria heredado de Papá Mucio y las vajillas de la Nao que formaron parte del ajuar de bodas de sus abuelas y ancestras. Hábil con la aguja, sonrojaba a cualquier sastre de la Capital. Acostumbrada a mandar, podría administrar cualquier negocio, como si de la zafra se tratara. Con ojo experto elegía reses y pavos silvestres, gallinas y gallos. Unos para la crianza, los otros para la riña, a la que era aficionada. Pero nunca apostó. Los palenques son para los pendejos.

Lorenza veía por los ojos de Apuleyo. Y si de cocinar se trataba, María Luisa Primera cedía al conocimiento del condimento montaraz: azafrán de camote, cebolla de monte. Nada se comparaba a sus pavos rellenos de frutas, del color de la madera destilaban sus secretos en jugos incomparables. Dulces peregrinos, que fueron escaseando ante el embate de los enviados por Franco Vega, su concuño: turrones de Alicante y Gijón, Mazapanes de Toledo. Se hacía traer alfajores de coco desde la costa y gustaba aderezar los pescados de la región, aunque no los probaba porque le causaban jaqueca con riesgo de alferecía. Luego sabríamos que no es sino alergia, que no se manifestaba con los camarones de río, a los que era muy afecta.

Apenas pasada la Semana Santa, Caloggero se acompañaba de Apuleyo en uno de sus coloquios interminables, en que fresqueaban con la brisa nocturna que bajaba de la sierra, el sereno que provocaba la alferecía amarilla en los niños de pecho, espantaba la leche a las puérperas y traía pesadillas a los viejos. Lorenza pasó cabalgando por la plaza. Amazona trenza de cuervo, espoleaba su alazán con arreos de plata de Amozoc. Dos medias lunas se mecían de sus orejas grandes y redondas.

–Buenas noches, hermano Apuleyo.

La siguiente vez que mi abuelo se la topó fue cuando tras los visillos de crochet tejidos por la cuñada, la vislumbró jugando con los sobrinillos, gordos y de proporciones harto grandes como para haber sido engendrados por sus padres. –Amigo Apuleyo, deme a su hermana por esposa- fue el saludo de la siguiente vez. –Eso, nunca, compañero Zabaley. Tengo una mayorcita. Se llama Fausta. Ésta tiene muy mal carácter y mala lengua. No conoce rienda ni espuela. Cásese con la otra, por su bien se lo digo-. Lo miró de hito en hito y le espetó: –démela, y de lo demás me encargo yo.

Y el bayo lucero cuatrialbo de mi abuelo subía caracoleando por la Cuesta de las Arrepentidas, mientras un guitarrista al pie del único farol de petróleo que alumbraba la calle, rasgueaba melancólico. Luego, el silencio. Cuando sólo las chicharras y grillos recordaban su deber, un galope tendido cuesta abajo, entre un reguero de chispas que hacían las herraduras en el empedrado, ponía al alba al vecindario. –Se va a matar- y la santiguadera. Frente al balcón, Caloggero jalaba el bocado de la rienda con tal pulso, que el cuaco daba un rayón y quedaba casi sentado sobre la enanca. Luego un trotecillo, hasta la Casa de Consistoriales. Noche a noche, un año. Con lluvia o calor. Salía oscuro a realizar su trabajo de recaudación, y hacía jornadas suicidas para poder cumplir con su cortejo. Salió ganando.

Quién sabe qué amor pudo haber entre ella y el hombre que me mira desde el retrato (el único) que hay en la sala de la Casa de Piedra y Flores, el de las pupilas vivas y peinado a dos aguas. De labios bien formados, cejas delineadas y una nariz trazada a plomo entre unos pómulos altos y sobre la barbilla hemisférica en un rostro oval. Nunca se refirió a él ante otros sino como “Zabaley” y ante mí sino como “tu abuelo”. Me consta que no asistió a su velorio ni al sepelio. Pero esa noche no durmió. Gimió como animal herido entre sus sábanas rayadas y el olor a perfumes europeos con dátiles, higos y alfajor que despedía su ropero, bajo el reflejo de la luna francesa de la cómoda de cedro con mármol que era su tocador, eternamente cubierto de ropas suaves y toallas turcas.

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