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Deshumanización: La estructura sobre el individuo

Fernando Cuevas de la Garza

Deshumanización: La estructura sobre el individuo

Un viejo debate que ha sido estudiado desde las ciencias sociales. La relación y los tipos de vínculo que se establecen entre los sujetos y las estructuras sociales, los márgenes de acción que tiene la persona y cómo se potencia o limita desde dichas estructuras al individuo, que puede ser considerado como agente en cuanto a su capacidad para tomar decisiones, más allá de las imposiciones externas, o bien como un simple engranaje que no tiene alternativas más que seguir un camino predestinado.

Además, se mantiene la discusión acerca del papel del estado en cuanto a su intervención en asuntos privados (orientación religiosa e ideológica, uso de drogas, preferencias sexuales, configuración familiar) que aunque pueden repercutir en la vida social, no implican en sí mismos un atentado contra los demás. Pasan por ahí otros temas en continuo debate como la libertad de expresión, sus límites (calumnia, difamación) y sus necesarios soportes (seguridad, medios independientes del gobierno).

Soltería sospechosa

La langosta (The Lobster, Grecia-Irlanda-PB-RU-Francia, 2015) centra su premisa argumental en este complejo nexo que atraviesa a todas las sociedades humanas, a partir del totalitarismo de un estado que se entromete hasta la intimidad del sujeto en su recámara, promulgando que solamente se puede ser persona humana en pareja y generando un continuo enfrentamiento con otro grupo social, igualmente radical, que prohibe exactamente lo contrario: formar pareja. Y en medio, el individuo buscando ser agente o rindiéndose de manera acomodaticia.

Estamos en una distopía (eso esperamos) donde la soltería está prohibida; quienes se encuentran en esa condición, tienen que ingresar a un hotel cual centro de readaptación social para conseguir una pareja visiblemente coincidente en no más de 45 días. Si lo logran con pruebas fehacientes de similitud, podrán salir de ahí y continuar su vida juntos; de lo contrario, serán convertidos en el animal de su elección. Horarios prefijados, actividades varias, vestimenta idéntica para todos los huéspedes, según el sexo, y gastos de alojamiento están incluidos.

Mientras tanto, además de asistir a ridículas sesiones de adoctrinamiento sobre los peligros de vivir solo, a cenas y bailes de probada artificialidad donde pueden conocer a alguien del sexo de preferencia según se hayan registrado a su llegada, tienen la oportunidad de cazar a los disidentes que viven en el bosque circundante, ya sean miembros de una secta que prohíbe los contactos románticos e insiste en cavar la propia tumba porque todos moriremos solos, o personas que se escaparon del hotel antes de ser transformados. Días extra a cambio de piezas de cacería.

Escrita junto con el imaginativo Efthymis Filippou, guionista de cabecera, el realizador ateniense Yorgos Lanthimos presenta su quinto largometraje en el que vuelve a la reflexión social centrada en la familia, la pareja y la pérdida desde una mirada entre absurda, cruda y plagada de humor incómodo, tal como lo hiciera en Colmillos (2009), en la que un padre mantiene a su esposa e hijos aislados del mundo, y Alps: Los suplantadores (2011), en donde un grupo de enfermeros ofrecen el servicio de sustituir a los parientes recién fallecidos.

Así, un tipo excesivamente común recién abandonado por su esposa (Colin Farrell, en una de sus mejores actuaciones), tendrá que fingir tanto que se enamora en el hotel de una mujer sin corazón (Angeliki Papoulia, imperturbable), después de intentos fallidos, como que no coquetea con otra en el bosque (Rachel Weisz, asumiendo la miopía), perteneciente a los solitarios, quienes son comandados por una líder inflexible (Léa Seydoux, tiránica). La solución inmediata queda atrapada en la simulación.

En el camino, personajes que se distinguen por un rasgo insustancial que se convierte en determinante: un hombre que cecea (John C. Reilly), otro que cojea (Ben Whishaw), una mujer que sangra por la nariz (Jessica Barden) y demás huéspedes que conviven con los empleados del hotel, realizando labores específicas que implicarían un cierto involucramiento afectivo, convertidas en rutinas impersonales.

Como si solo hubiera una forma de ser feliz, las opciones de convertirse en langosta (por longevas, de sangre azul y fértiles), simular una relación afectiva o construir una real con sacrificio de por medio, sepultan la posibilidad de vivir en soledad, acompañado del perro-hermano, como si ello fuera un atentado a la estabilidad social. La puesta en imágenes rezuma un premeditado anacronismo, con esas tomas largas y de coloridos disparatados, al tiempo que el desenvolvimiento de los personajes está cubierto por una teatralidad entre escalofriante y patética.

La introducción, con una mujer bajándose del auto y disparándole sin razón alguna a un burro, nos coloca desde el inicio en un mundo donde la lógica ha quedado cancelada, la identidad invadida y las acciones personales sometidas a los designios de un poder que lo controla todo, incluso si alguien está dos minutos solo en un lugar público, situación que lo vuelve sospechoso de inmediato. El desenlace abierto es coherente con la apuesta narrativa: la decisión personal queda en vilo frente a un cúmulo de variables que difícilmente se pueden sopesar. Película extrañamente cercana.

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