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CRÍTICA MUSICAL

«El diablito» treinta-ñero de Caifanes

César Zamora

La portada del disco, con el diablito de la lotería sobre un querubín guadalupano.
La portada del disco, con el diablito de la lotería sobre un querubín guadalupano.
«El diablito» treinta-ñero de Caifanes

Toda música es
un comentario social.

Frank Zappa

El lenguaje será
siempre tu noria.

Óscar Chávez

Después de lanzar al mercado el primer fonograma del dark mexicano —donde se externa el deseo de una sepultura que sea con dulces y no con piedras—, los Caifanes se dedican a sepultar esos estrambóticos atuendos y peinados que hacían pensar, casi de inmediato, en Peter Murphy o Robert Smith. En ese ciego incompleto terreno cruzado, piensan que su nuevo disco se puede llamar “Sombras en tiempos perdidos”.

Distanciándose de la cumbia-dark y de la palidez sepulcral para endilgarle el apellido mexicano al rock, prevén agregarle magueyales y ornamentos marianos al segundo tomo de su discografía que, después de una colgadísima post-producción, será identificado en la industria cultural como «El diablito», por un error de imprenta que —cuenta la mercadotécnica leyenda— pone a Satán en diminutivo. 

A principios de la década de los 90, el grupo ya estaba en la repisa mediática.Es septiembre de 1989 y ellos, más cerca del “Delirio” que del “Disorder”, ya “están sumergiéndose en un sonido terriblemente ácido, esplendente, infectado por una súbita e irreductible estridencia”.[1] Junto con el letrista Saúl Hernández, el tecladista-saxofonista Diego Herrera, quien había colaborado en grupos de jazz-fusión como Palmera; el bajista Salvador ‘Sabo’ Romo, ex militante del proyecto Taxi de Guillermo Briseño, y el bataco Alfonso André, proveniente del trío Las Insólitas Imágenes de Aurora,[2] ya juegan con fragmentos de ritmos mexicanos y afroantillanos que, en palabras de la socióloga Maritza Urteaga, evocan contextos próximos y, por lo tanto, afectivos.

Xavier Velasco, biógrafo de la banda a partir de un Viernes Santo muy aburrido, define a los Caifanes músicos como “cinco buscavidas lo suficientemente bragados como para colarse hasta esas jugosas virginidades de tu pobre cerebro.” Y en una invocación a los Caifanes noctámbulos de la película estelarizada por Julissa y Óscar Chávez, los llama “descorchadores de moribundos hímenes” que “se libran de salir untados por las cascadas fecales que caen a sus costados”. Tal como diría Ernesto Gómez Cruz —caracterizado como El Azteca— sobre ese término ñero y barrial, los Caifanes son los que las pueden todas.

Los Caifanes en un programa de Televisa, con Juan El Gallo Calderón.Una vez que televisión, radio e industria discográfica se untan el emplasto españolado “Rock en tu idioma” e inhuman los veintitantos años de censura, razzia y apañón, “la banda suena rompemadres” y está en la repisa mediática. Los salmos caifanescos ya suenan por ese entonces entre decenas de canciones vomitables que versan sobre contar las pecas de la espalda y evidenciar “desplantes de niña, peleas, discusión y tu grande pasión”.

Por ejemplo, “el 12 de abril de 1989, abrieron el concierto de Rod Stewart en Guadalajara, en el que el público nuevamente coreó sus canciones, haciendo patente el fenómeno pop en el que se estaba convirtiendo Caifanes”, relata el músico Rafael González en el segundo ejemplar de la saga “60 años de rock mexicano”, dedicado al período creativo 80-89.

“La tocada es radiodifundida en Guadalajara y los radioescuchas pueden enterarse, en el momento mismo del suceso, que Saúl (el cantante) le está mentando la madre a la morra de Hernán Cortés”, embute Velasco a manera de exordio, unos cuantos meses antes de la preparación del Volumen II de un grupo chilango que recuperó el uso de símbolos socio-religiosos en el paisaje discursivo de México, entre los que destacan “acontecimientos religiosos insertos en la vida urbana como el Miércoles de Ceniza”.[3]

“Caifanes fue dejarlo todo y lanzarnos, con lo que teníamos, a la nada”, revela el vocalista Saúl Hernández en el compás de espera, entre las últimas tocadas del 89 y la grabación del segundo elepé, en el invierno neoyorquino de ese mismo año. Saúl despega al guitarrista Alejandro Marcovich de Laureano Brizuela e inicia a elucubrar la hibridez entre el post-punk y el mariachi o, al parafrasear al crítico David Cortés, el coito entre los nichos del mercado musical y las expresiones musicales autóctonas. Marcovich, venido de Buenos Aires a Puebla, se suma a los arreglos del nuevo disco, “este nuevo intento de mexicanizar el sonido del rock”.[4]

Rafael González nos retrotrae a la confección del opus diablesco: “Viajaron a Nueva York para grabar su segundo disco, Caifanes II, popularmente conocido como El diablito, ya que en la portada, sobre una foto de ellos, aparece la figura de lotería identificada así”.

El guitarrista Alejandro Marcovich en Nueva York, durante la grabación del segundo volumen de Caifanes“De pronto, Saúl y sus compañeros se transformaron en versiones de lotería e, incluso, protegieron su imagen con el ángel que resguarda los pies de la Virgen de Guadalupe”, adiciona el periodista Alejandro González.

Con Óscar López, Gustavo Santaolalla y Daniel Freiberg en la consola, los Caifanes entreveran retazos de mitos cosmogónicos con el filo contestatario del rock en “Aquí no pasa nada”; incitan al slam con la prendidez del “Negro Cósmico”; concitan la adhesión al terror cuasi lovecraftiano mediante la imploración “junta tu monstruo dolido con el mío”  y, “deseosos de ayuntarse con cuanto ritmo les cierre el ojo”, recrean el ambiente Tenampa con marimba y trompeta en una confesión de nulo atrevimiento ante el deseo de borrar u “olvidarme de esa imagen tuya”.

El experto francés en arquetipos culturales, Clotaire Rapaille, dice que el verbo distintivo de la cultura mexicana es aguantar, “producto de múltiples siglos de abusos institucionales y frustraciones”. El aguantar, ser piadoso, se rezuma por los versos de “La célula que explota”, el single del Caifanes II.

Y en este contexto de ruptura, de tronar el verbo aguantar cual célula que explota, Saúl parece romper el silencio que los medios de comunicación y las instancias oficiales de cultura impusieron contra el rock mexicano desde el festival de rock y ruedas en Avándaro (1971). Más allá de una interpretación romanticoide, eso parece representar el track inicial “Detrás de ti”, una suerte de protesta contra la élite que satanizó al rock en México y contra el laboratorio “Rock en tu idioma”, donde cualquier estridencia al margen de lo oficialmente aceptado se convertía en melosidad: “Voy detrás de ti/como una sombra vil/ya no quiero andar detrás de ti”.

“Es éste un gesto de reconocimiento por parte del grupo a los ‘onderos’ ayer reprimidos por ‘mariguanos-vagos-delincuentes’ que, a la vez, hace pública la pertenencia de Caifanes al movimiento rockero mexicano”, establece Martiza Urteaga, doctora en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Este espacio —remata Hernández— es más mexicano que la chingada.

Caifanes 01

Allí está, por ejemplo, “Antes de que nos olviden”, en la que surgen enunciados insurgentes que apelan a la libertad de pensamiento o al jolgorio mental, a la expresión sin cortapisas ni solemnidades (o sin las mentiras que rigen las certezas más íntimas de la conciencia colectiva): “no andaremos de rodillas”, “rasgaremos paredes”, “buscaremos restos” y “romperemos jaulas”. En cada una de las rolas se manifiestan las actitudes citadas por Emilio Uranga en el afán post-revolucionario de engargolar las descripciones de eso que solemos llamar mexicanidad, como la improvisación, el relajo, la resistencia y hasta la exaltación de la muerte.

Saúl Hernández, al que el músico Merced Belén Valdés define como “tímido en esencia” y con “habilidad para tocarte y atravesarte las vísceras”, dice que “la muerte es una cosa que te ganas, que tienes que ganártela y para eso está la vida”.

“Caifanes nos entrega una colección de canciones que echan por tierra el mito de La Negra Tomasa, pues en lugar de refugiarse en esa exitosa fórmula —que los convirtió en el primer grupo mexicano de rock que llega al primer sitio de popularidad en todos los rincones del país—, estos locos escarban todavía más en las excavaciones sensoriales de Saúl Hernández, concretan un nuevo diálogo y nos vuelven a mostrar, entre la penumbra, una sorprendente carga de vitalidad e inventiva”, preconiza Antonio Malacara en el diario La Jornada (1990). Son “piezas de alquimia que filtran por los noventa lo que se hacía por los sesenta”, sintetiza.

Si bien ya existían múltiples y singulares visitaciones a la mexicanidad, como el disco “En el ombligo de la luna” (1981), del maestro de los sonidos del Anáhuac, Luis Pérez Ixoneztli, el segundo disco de los Caifas logró masificar el ensamblaje entre elementos mexicanos como el Mictlán e ingredientes rocanroleros como la acidez, sin necesidad de recurrir al exceso de sarapes y nopaleras. Incluso, algunos pasajes o puentes de los Caifanes nos remiten al jugueteo entre guitarras y marimbas que el grupo Enmedio de Raúl Peñalosa ya nos había recetado en la ínsula de fusión “Vale ver” de 1987.

El ser rockero en el México de los 90’s, debido a la situación de subalternidad a la que el rock mexicano fue orillado desde Avándaro por las industrias culturales, se vive como “una forma de vida” diferente a la planteada por los mass media, acota Urteaga, pero Saúl y compañía empiezan a ocupar espacios estelares en Televisa, al lado de Juan “El Gallo” Calderón o Verónica Castro.

Luego del lanzamiento, el 19 de junio de 1990, el quinteto presenta el nuevo plato hacia julio en el Teatro Blanquita de la Ciudad de México, muy cerca de la calle Magnolia de la colonia Guerrero, donde vivía Saúl. “Allí veía a algunos teporochos cobijados por el radiante sol, reposando la cruda moral, acurrucados en las banquetas del mercado Martínez de la Torre”, narra Merced Belén Valdés:

—¿…Y ellos quiénes son? —inquiría el niño.

E ipso facto dábase la respuesta materna a manera de advertencia:

—No te acerques, son caifanes.

Frontera musical entre lo propio y lo extraño, este disco treinta-ñero se sitúa como una síntesis de particularidades auditivas del rock que, desde mediados del siglo XX y con poco o mucho de negritud, se hace desde Tijuana hasta Tapachula. Es, pues, un disco representativo del rock mexicano, más allá de cualquier discusión sobre el término identidad, o sobre esa sustancia unificadora a la que solemos llamar mexicanidad.

El diablito completo:

 

Referencias:

  1. Antonio Malacara Palacios (2001). Catálogo subjetivo y segregacionista del rock mexicano. México: Angelito Editor.
  2. Clotaire Rapaille (2018). El verbo de las culturas. México: Penguin Random House, Grupo Editorial.
  3. David Cortés y Alejandro González (2013). 100 discos esenciales del rock mexicano. Antes de que nos olviden. México: Grupo editorial Tomo.
  4. David Anselmo Cortés (2017). El otro rock mexicano. México: Grupo editorial Tomo.
  5. Maritza Urteaga Castro-Pozo (2000). Un toque mágico: el concierto en el rock mexicano de los 90’s. Razón y palabra. Recuperado el 24 de junio, de 2020 de http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n18/18murtega.html.
  6. Merced Belén Valdés (2002). A’í la llevamos cantinfleando. México: Encuadernaciones López.
  7. Rafael González (2018). 60 años de rock mexicano/Vol. II: 1980-1989. México: Ediciones B.
  8. Xavier Velasco (1990). Una banda nombrada Caifanes. México: Por las eléctricas penumbras del rock.


 

[Ir a la portada de Tachas 368]

 

[1] El escritor Xavier Velasco (Ciudad de México, 1984) así describe el sonido que distingue al grupo, ya con la incorporación del guitarrista argentino Alejandro Marcovich.

[2] En Las Insólitas Imágenes de Aurora (1984-1987), precedente directo de Caifanes, tocaban Saúl Hernández, Alejandro Marcovich y Alfonso André.

[3] David Cortés y Alejandro González (2013). 100 discos esenciales del rock mexicano. Antes de que nos olviden. México: Grupo editorial Tomo

[4] Sin caer en tentaciones chovinistas, así define el periodista Antonio Malacara al segundo opus de Caifanes.